Nos despertamos asustadas por los gritos de doña Genoveva que estaba en la puerta de casa y lloraba. Tanto llanto y desesperación era extraño en una mujer silenciosa y mesurada. No comprendíamos qué ocurría aquella mañana. Las personas mayores sabían que él la maltrataba, era gritón, tenía mal carácter, decía ella en voz baja, por si la escuchaba, pero a los más chicos no nos contaban nada. Para qué envenenarnos el alma con dolores ajenos. El barrio era tranquilo, los ancianos aún hablaban idiomas alegres, musicales, cantaban en italiano, conversaban en catalán, discutían en gallego. Nosotros sólo usábamos el español y nos creíamos privilegiados por conocer y dominar la lengua del país.
El olor a pan recién horneado, las veredas
con el pasto húmedo, las calles de tierra que, si llovía, se volvían
intransitables, el perfume suave de las rosas, los jazmines y las madreselvas
en el camino hacia la escuela son recuerdos de la infancia. Si hacía calor, muy
temprano doña Genoveva abría la ventana de su dormitorio y veíamos el dorado de la cama de bronce, el mármol
rosado de las mesas de luz, el alabastro de la araña que tenía unos pocos
caireles de vidrio y parecía un caleidoscopio que giraba lento al ritmo de la
brisa. Las ventanas pintadas de color verde claro entreabiertas y las cortinas de
hilo tejidas al crochet creaban sombras y reflejos en la habitación de techos
altos y ladrillos rústicos. Yo soñaba con tener un cuarto así. Cuando
atravesábamos el campito donde cultivaban habas, arvejas, papas o zapallos,
según la estación y las necesidades, sabíamos con los ojos cerrados y el
corazón expectante que el caballo viejo de don Tomás relincharía a nuestro
paso. Siempre lo mismo. El pan, los yuyos, las rosas y el relincho del caballo
que nos miraba detrás del alambrado.
Mi hermana y yo íbamos juntas todas las
mañanas a la escuela, cuando me quedaba dormida, corría detrás de ella que
siempre fue más puntual y madrugadora. En la esquina nos encontrábamos con
otras compañeras para ir al colegio de monjas, estricto y disciplinado, como todos
en aquella época. Algunas salían más tarde, porque las llevaban en auto, pero a
nosotras, no. El regreso era animado, planeábamos las salidas a la hora de la
siesta o los deberes y trabajos escolares con otras de nuestra clase.
Había llovido, recuerdo, durante un mes seguido.
Interminable la lluvia apagaba los sentidos, adormecía, estrangulaba la ilusión
de jugar o de salir a tomar un poco de sol. Nada que hacer, el agua era de
nunca acabar. Los olores habían cambiado, se veía el humo del horno de la
panadería, pero no alcanzaban a oler tan bien las levaduras. Era otoño,
pisábamos agua barrosa, caminábamos entre las huellas hechas por los vehículos,
esquivábamos los charcos, las ahogadas enredaderas se fijaban a los muros para
que el agua no las arrancara de un tirón, los cercos de tuyas se doblaban
pesados con la carga de agua. El carro del lechero seguía pasando aún debajo de
la lluvia o de la llovizna, una gran
capa negra cubría al hombre alto y fornido de cara rosada que
sonreía afable, acomodaba y tapaba los tarros de leche espumosa con gran cuidado, con amor de madre podría decir. Otros
aromas nos llevaban y traían por las calles en esos días, el olor a barro, a pasto
mojado, a caldos y a guisos a la hora del mediodía.
La ventana de la casa de doña Genoveva estuvo
cerrada unos días por la lluvia o por el dolor de la mujer. La humedad y la
lluvia cierran y encogen las casas y hasta que no sale el sol no se abren puertas ni ventanas, porque hacerlo con la sensación de frío penetrante que imprimen no deshumedece.
La casa había permanecido cerrada durante el
mes de la lluvia. Después vimos que abrieron los postigos de madera, se habían
corrido las cortinas y alguien estaba en la hermosa cama de mis sueños. Era
ella, Genoveva, parecía la abuela de los cuentos con el cabello blanco, un
rodete caído en la nuca y la sonrisa dulce. Lo que no tenía nada de idílico
era la vida que soportaba. Como muchas mujeres de la época, sufría con
resignación los gritos, el malhumor y la violencia del marido. Hasta la mañana en que apareció llorando,
nunca habíamos pensado que la golpeaba, “le levanta la mano” escuché y supe que
ese rostro angelical ocultaba una pena infinita. Algunas tardes la vimos sentada
en el patio tomando sol, dándole de comer a las gallinas o cortando lechugas en
el terreno donde hacían la huerta. No se la veía bien, caminaba con dificultad,
no sonreía. Estaba triste o enferma.
Al final del invierno, personas ajenas a la casa iban y venían. El
médico, los hijos, las nueras, todos llegaban silenciosos, algunos se quedaban un
momento hablando en la vereda y entraban,
poco después se marchaban. El invierno había sido duro, la ventana permaneció con los postigos entreabiertos hasta la primavera. Ella estuvo en cama. Mientras, el viejo Tomás se pasaba el día entero
hasta las últimas horas de luz en la quinta. Casi no iba a la casa. Trabajaba con obsesión,
más que un trabajo parecía un castigo lo suyo; pasaba frío, calor, no levantaba
la cabeza de los surcos, silencioso empuñaba el arado tirado por el caballo, le
daba latigazos para que marchara, le ordenaba
con voces breves y firmes, o hundía la pala en la tierra con todas las fuerzas
que le quedaban, aunque no era viejo, a mí me lo parecía. El único que lo
acompañaba era el caballo. No hablaba con nadie, apenas si saludaba a los vecinos, sobre todo después de que la
mujer corriera a mi casa para ser auxiliada. Ella contó que la quería matar, que la había amenazado. Estábamos
aterrorizadas.
Esa mañana, como siempre, salimos para la
escuela con mi hermana, atravesamos el campito y no oímos el relincho habitual,
al llegar al poste donde ataban el caballo, tampoco lo vimos. Había poca
luz. Entonces, al llegar a la esquina nos dimos cuenta de lo que sucedía, estaba parado con la cabeza
erguida como esperándonos y relinchaba airoso. Alguien lo había soltado y, con
la tranquera abierta, caminó hasta la vereda, vacilaba, inseguro cruzó la
calle y, aunque no se atrevía a trotar, tomó coraje y se perdió detrás de los
hornos de ladrillo.
Doña Genoveva se fue en primavera, volvieron
a abrir la casa para el velorio, fueron los parientes y algunos conocidos a
despedirla; de mi familia, nadie. Los dos partieron el mismo día. El caballo eligió ser
libre; nadie lo supo excepto nosotras dos, porque pasó trotando aquella mañana por las calles del pueblo y desapareció entre los lotes sembrados y los hornos.
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