miércoles, 23 de abril de 2014

Relincho


 Nos despertamos asustadas por los gritos de doña Genoveva que estaba en la puerta de casa y lloraba. Tanto llanto y desesperación era extraño en una mujer silenciosa y mesurada. No comprendíamos qué ocurría aquella mañana.  Las personas mayores sabían que él la maltrataba, era gritón, tenía mal carácter, decía ella en voz baja, por si la escuchaba, pero a los más chicos no nos contaban nada. Para qué envenenarnos el alma con dolores ajenos. El barrio era tranquilo, los ancianos aún hablaban idiomas alegres, musicales, cantaban en italiano, conversaban en catalán, discutían en gallego. Nosotros sólo usábamos el español y nos creíamos privilegiados por conocer y dominar la lengua del país.
  El olor a pan recién horneado, las veredas con el pasto húmedo, las calles de tierra que, si llovía, se volvían intransitables, el perfume suave de las rosas, los jazmines y las madreselvas en el camino hacia la escuela son recuerdos de la infancia. Si hacía calor, muy temprano doña Genoveva abría la ventana de su dormitorio y veíamos  el dorado de la cama de bronce, el mármol rosado de las mesas de luz, el alabastro de la araña que tenía unos pocos caireles de vidrio y parecía un caleidoscopio que giraba lento al ritmo de la brisa. Las ventanas pintadas de color verde claro entreabiertas y las cortinas de hilo tejidas al crochet creaban sombras y reflejos en la habitación de techos altos y ladrillos rústicos. Yo soñaba con tener un cuarto así. Cuando atravesábamos el campito donde cultivaban habas, arvejas, papas o zapallos, según la estación y las necesidades, sabíamos con los ojos cerrados y el corazón expectante que el caballo viejo de don Tomás relincharía a nuestro paso. Siempre lo mismo. El pan, los yuyos, las rosas y el relincho del caballo que nos miraba detrás del alambrado.
  Mi hermana y yo íbamos juntas todas las mañanas a la escuela, cuando me quedaba dormida, corría detrás de ella que siempre fue más puntual y madrugadora. En la esquina nos encontrábamos con otras compañeras para ir al colegio de monjas, estricto y disciplinado, como todos en aquella época. Algunas salían más tarde, porque las llevaban en auto, pero a nosotras, no. El regreso era animado, planeábamos las salidas a la hora de la siesta o los deberes y trabajos escolares con otras de nuestra clase.
  Había llovido, recuerdo, durante un mes seguido. Interminable la lluvia apagaba los sentidos, adormecía, estrangulaba la ilusión de jugar o de salir a tomar un poco de sol. Nada que hacer, el agua era de nunca acabar. Los olores habían cambiado, se veía el humo del horno de la panadería, pero no alcanzaban a oler tan bien las levaduras. Era otoño, pisábamos agua barrosa, caminábamos entre las huellas hechas por los vehículos, esquivábamos los charcos, las ahogadas enredaderas se fijaban a los muros para que el agua no las arrancara de un tirón, los cercos de tuyas se doblaban pesados con la carga de agua. El carro del lechero seguía pasando aún debajo de la lluvia o de la llovizna,  una gran capa negra  cubría  al hombre alto y fornido de cara rosada que sonreía afable, acomodaba y tapaba los tarros de leche espumosa con  gran cuidado, con amor de madre podría decir. Otros aromas nos llevaban y traían por las calles en esos días, el olor a barro, a pasto mojado, a caldos y a guisos a la hora del mediodía.
  La ventana de la casa de doña Genoveva estuvo cerrada unos días por la lluvia o por el dolor de la mujer. La humedad y la lluvia cierran y encogen las casas y hasta que no sale el sol no se abren puertas ni ventanas,  porque hacerlo con la sensación de frío  penetrante que imprimen  no deshumedece.
  La casa había permanecido cerrada durante el mes de la lluvia. Después vimos que abrieron los postigos de madera, se habían corrido las cortinas y alguien estaba en la hermosa cama de mis sueños. Era ella, Genoveva, parecía la abuela de los cuentos con el cabello blanco, un rodete caído en la nuca y la sonrisa dulce. Lo que no tenía nada de idílico era la vida que soportaba. Como muchas mujeres de la época, sufría con resignación los gritos, el malhumor y la violencia del marido. Hasta  la mañana  en que apareció llorando, nunca habíamos pensado que la golpeaba, “le levanta la mano” escuché y supe que ese rostro angelical ocultaba una pena infinita. Algunas tardes la vimos sentada en el patio tomando sol, dándole de comer a las gallinas o cortando lechugas en el terreno donde hacían la huerta. No se la veía bien, caminaba con dificultad, no sonreía. Estaba triste o enferma.
  Al  final del invierno,  personas ajenas a la casa iban y venían. El médico, los hijos, las nueras, todos llegaban silenciosos, algunos se quedaban un momento hablando en la vereda y entraban, poco después se marchaban.  El invierno había sido duro, la ventana permaneció con los postigos entreabiertos hasta la primavera. Ella estuvo en cama. Mientras, el viejo Tomás se pasaba el día entero hasta las últimas horas de luz en la quinta. Casi no iba a la casa. Trabajaba con obsesión, más que un trabajo parecía un castigo lo suyo; pasaba frío, calor, no levantaba la cabeza de los surcos, silencioso empuñaba el arado tirado por el caballo, le daba latigazos para que marchara,  le ordenaba con voces breves y firmes, o hundía la pala en la tierra con todas las fuerzas que le quedaban, aunque no era viejo, a mí me lo parecía. El único que lo acompañaba era el caballo. No hablaba con nadie, apenas si saludaba  a los vecinos, sobre todo después de que la mujer corriera a mi casa para ser auxiliada. Ella  contó que la quería matar, que la había amenazado. Estábamos aterrorizadas.
  Esa mañana, como siempre, salimos para la escuela con mi hermana, atravesamos el campito y no oímos el relincho habitual, al llegar al poste donde  ataban el caballo, tampoco lo vimos. Había poca luz. Entonces, al llegar a  la esquina nos dimos cuenta  de lo que sucedía, estaba parado con la cabeza erguida como esperándonos y relinchaba airoso. Alguien lo había soltado y, con la tranquera abierta, caminó hasta la vereda, vacilaba, inseguro cruzó la calle y, aunque no se atrevía a trotar, tomó coraje y se perdió detrás de los hornos de ladrillo.
  Doña Genoveva se fue en primavera, volvieron a abrir la casa para el velorio, fueron los parientes y algunos conocidos a despedirla; de mi familia, nadie. Los dos partieron el mismo día. El caballo eligió ser libre; nadie lo supo excepto nosotras dos, porque pasó trotando aquella mañana por las calles del pueblo y desapareció entre los lotes sembrados y los hornos.



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