sábado, 5 de abril de 2014

La gracia


Retrato de Lidia, Henri Matisse


  Llegué al mundo un día lluvioso. En aquella habitación húmeda mi madre me dio a luz en una cama deslucida de hierro, ahorrando gemidos para no atemorizar a la niña que la acompañaba, pujaba entre las sábanas y los trapos que acostumbraban a usar en tales ocasiones.
Había estado sola con mi hermana  hasta que comenzó a sentir el dolor, una punzada aguda y fina que subía desde la cintura como una serpiente y la mordía. La vertical de calor anunciaba la proximidad del parto y  llamó a doña Celina, la vecina.
  Era costumbre  preparar el agua caliente, las ropas blancas y perfumadas.  Llevaba un camisón de bombasí estampado con pequeños ramos de flores rosadas y amarillas, la cama parecía más ancha y limpia. Estaba sola. Los vecinos llamaron a la partera. Cuando llegó la vieja, cada cosa estaba en su lugar, la palangana y la jarra enlozada, una fuente de bordes ondulados, las toallas, las telas de lienzo blanquísimas. La pobreza y la soledad de una madre joven en su segundo alumbramiento estaban a la vista.
  Llegué con prisa, era una mañana de junio, muy temprano y llovía, quería ver el mundo. Me cubría el manto de la virgen, que decían  traería buenaventura. “La gracia” entonces  vendría de un mantillo que cubre el torso del recién nacido. Tal es el  origen. En el ámbito rural  les atribuyen a los niños nacidos con el velo o manto de la virgen, esa inusual envoltura  que unos pocos traen al nacer, poderes sobrenaturales. Una pátina blanquecina que, según mi madre,  era por comer muchas manzanas de Río Negro.
  La gracia es signo de sensibilidad y de dones. Pese al pensamiento mágico, lloré como todos los niños, hacía mucho frío en la sencilla habitación que olía a lejía y a alcanfor. Fui envuelta con amoroso cuidado y depositada en los brazos de la joven para que me amamantara. Mi madre, Delia.
  Durante toda la historia se tuvieron a los seres con habilidades psíquicas como elegidos, santos, sacerdotisas, magos, no fue mi caso. Excepto  porque puedo conocer a la distancia a las personas y desconfiar de los mentirosos y estafadores. Mucho no me ha servido. La adivinación no es lo mío, de ser así, habría sido muy distinta la vida; aunque sí he sentido la presencia de lo sobrenatural, de la muerte. Lejos de asustarme, con más asombro que temor, he sabido con anticipación de partidas. Aclaro que no creo en el más allá ni en juramentos, pero si no fuera así,  juraría para que me creyeran.  
  Fue un aviso cuando recibí la visita de mi querida abuela, sentí la serenidad de su abrazo, su cálida caricia y un alivio intenso, justo en el momento en el que  moría mi madre. Este dato nos diría que sí hay más allá y que los muertos siguen conectados a nosotros y, además,  que vienen a buscar a sus seres queridos, a su hija, en el caso que refiero, o que llegan hasta este mundo para consolarnos. 
Ella, mi abuela Rosa Mérope, había partido muchos años antes. También cuando nos dejó pude anticiparlo. Estaba enferma,aunque  no esperábamos que su deceso ocurriera ese día, tan pronto;  mientras ella se preparaba para dejar este mundo, me asaltó  un poema de Gustavo Adolfo Bécquer. Caminaba con la mente en nada y el verso aprendido hacía tantos años se empeñaba en darme golpecitos en la espalda, "Dios mío que solos se quedan los muertos", decía el poeta y me lo repetía desde el más allá. ¿Por qué vino a mi mente ese verso? Esa noche, la abuela falleció.
   No sé si es un síntoma de conciencia superior o de gracia, pero otra vez mientras  dormía, pude oír gritos desgarradores -como de perros salvajes con su presa- (un sueño, me dije, para esquivar los pensamientos de muerte). En aquel momento  nos dejaba  una persona de la familia. Era de madrugada y supe al instante que nos había dejado. A los pocos minutos, sonó el teléfono. Había fallecido. 
Podría seguir contando pequeñas historias, pero mucho no creo en ellas y son tristes.                          

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