domingo, 8 de octubre de 2017

Capítulos 27 al 31, el final de la novela 82/79 los diarios del alquimista

Veintisiete




VILLA LAS PALMAS

I


Obdulio la miró desde la acera, estaba sentada en un sillón de respaldo alto, entre macetas con flores. Octubre es un mes agradable. Florecen los rosales, hay perfumes en el aire. Estaban allí, los dos como antes. Se borraban los contornos de la casa, sólo podía mirarla a ella. No podía ocupar su mirada en nada más.
Se mantuvo unos segundos frente a la puerta, sin abrir.
Lila lo vio y lo reconoció, se levantó, fue a buscarlo. Estaban frente a frente. Se veía joven, con el pelo suelto y el vestido azul, le pareció que no había cambiado. Obdulio estiró la mano para saludarla, ella entonces apoyó sus manos sobre el pecho, se acercó y lo besó en la mejilla. Él no podía hablar. Caminaron por el sendero hasta la casa colonial.
Adentro, sentados uno muy cerca del otro se miraron un momento. Todavía se amaban. Lila dijo: He preparado la mesa en la galería, ¿vamos?
Obdulio la tomó por la cintura y salieron.
II
Un auto detenido en medio de la calle lo hizo volver a la realidad. Se había descompuesto y el conductor, un hombre de unos treinta años, trataba de ver qué sucedía, con el capó levantado y medio cuerpo metido en el coche. Eran las once de la mañana y estaba llegando a la casa de Lila, en Las Palmas. Obdulio era puntual.
Lila estaba esperándolo en el jardín, nerviosa. Él se aproximó a la cerca, abrió la puerta sin levantar la mirada, como si no la hubiera visto, se distrajo mirando las flores de los canteros, había un arco con rosas rojas y clematis de color púrpura que llamó su atención. Se saludaron en la puerta de entrada con cariño. Incómodos, se dieron la mano y un beso.
Lila lo hizo pasar. Obdulio caminó junto a ella viendo que su cuerpo había cambiado, aunque no tanto. Tenía puesta una falda gris y una camisa blanca. El pelo corto le quedaba bien, pensó. Lo hizo pasar a la sala y salió para preparar café. Obdulio miró las fotos de la familia. Toda la familia en una fiesta, otras en la que Marianne era niña, Lila y los padres, ella y la hija. En otra, el laboratorio de don Casimiro Aguirre, Lila y los abuelos en las sierras.
Llegó con las dos tazas de café, azúcar y una canasta pequeña con pasteles. Dejó todo sobre la mesa y lo invitó a que se sirviera.
Sentada, acomodó su falda, la alisó mecánicamente, mientras decía:
-Vamos a comer más tarde. El chivito asado siempre se lo encargo a la familia Benítez, viven en la esquina, don Juan es un asador excelente.
-Me asombró tu llamado, siempre me asombrás con lo que hacés, dijo él.
-Sí, tenemos que hablar. Volvió a hacer el gesto mecánico de alisar la falda.
-Te mandé mil cartas. Y no contestaste ninguna.
- Debo decirte algo muy importante y no sé cómo…
-Decí lo que quieras, pasó tanto tiempo, estoy feliz de verte, Lila.
-Yo también, tenía muchas ganas de verte. Se acomodó la garganta, suspiró. Bueno, lo digo y ya está: Marianne es nuestra hija.
Obdulio se tiró contra el respaldo del sofá, como si lo hubiera golpeado. Luego, dejó la taza sobre la mesa para que no quedara al descubierto su temblor.
-Tu hija, Dulio. Marianne es hija tuya.
-No es cierto, dijo en un murmullo.
Este encuentro era lo que más había esperado en su vida. Y algo no estaba saliendo bien.
-No pude decírtelo… Cuando regresé de Europa, supe que estaba embarazada, me prohibieron salir de casa, no, mejor dicho, fue mi padre, y ahora ha muerto, no le puedo hacer reproches. Mientras vivía, no pude llamarte, por él, el muy desgraciado me espiaba, te lo juro, yo te mandé dos cartas antes de casarme y no respondiste. ¿Cómo iba a fugarme de casa? ¿Y si no me creías, si pensabas que no era tu hija? Hacía meses que no estábamos juntos, ni nos habíamos visto ¿Y si me dejabas sola, qué iba a hacer?¿Abandonar a mi hija en un orfanato, dejarla en un canasto en la puerta de la iglesia o entregarla a las monjas del convento, hasta la mayoría de edad, como hacen otras?... Dulio, hice lo que me ordenaron. No tenía voluntad, no era yo, me sentía desganada, triste. Nuestra fiesta había terminado, estaba triste, encerrada en mi casa... Entonces, llamaron a Hugues, un amigo de la familia que estaba enamorado de mí, y me casaron. Fue todo muy rápido. Después del casamiento, decidí no hablar. Cuando ya vivía en Buenos Aires con Hugues, me fui de la casa en la que vivíamos, estaba dispuesta a no volver… Un día huí, tenía el boleto de tren en la mano y no pude subir al vagón. Me sentía enferma, el embarazo me tuvo mal durante los primeros meses, tenía náuseas, vómitos… Volví con Hugues... Y después del nacimiento no fui capaz de hacer nada que la perjudicara, era tan chiquita, tan indefensa. Hugues la adoptó sin preguntar. Él me amaba y nos cuidó… Mucho… Pero se fue a combatir contra los nazis y en menos de dos años era viuda y mi hija huérfana, lo que menos quería que sucediera, ocurrió… Cuando empezaron a llegar tus cartas, qué te podía decir, habían pasado tantos años… Cómo hacer para vernos, mi padre estaba enfermo, mi madre con sus chocheras y la loca de mi hija embarazada. Marianne se fue de casa con un hombre mayor, padre de tres hijos. ¡Ay Dulio, ha sido terrible todo esto!.
-Hizo bien...
-¿Qué, quién, de qué hablás?
-De tu hija, me parece más honesta que vos.
-¿Qué estás diciendo?
-Tu hija, por dios, no entendés, que ella hizo lo que debe hacer una mujer honesta, irse con el hombre que ama y tener el hijo con él, no con otro. No buscó alguien que la cuide, se aferró a su hombre y se fue con él. Está claro lo que pienso... Todos estos años te busqué, te esperé… Sos de lo peor, cobarde, mentirosa... Culpar al padre muerto, a la madre vieja… Una ingrata, inventé a una mujer perfecta y sos Judas… Mejor me voy…
Obdulio subió al coche que había estacionado frente a la casa, pero volvió a bajar. Desde el jardín le preguntó:
-¿Ella lo sabe? ¿Sabe Marianne que soy el padre o no?
-No, todavía no hablé con ella...


II

Obdulio se fue, ni la miró. Condujo sin pensar en nada. Estaba quebrado. Soñar, imaginar el encuentro había sido un fruto dulce, pero la realidad le quemaba.
Detuvo el auto a un costado del camino. Hizo un esfuerzo por comprender que Lila le había ocultado la verdad para conformar a don Antonio.
Dijo en un murmullo: No habló conmigo cuando tenía que hablar, hizo lo que la familia quiso, para ellos era lo mejor. ¿Eso dijo? ¿Me abandonó por no llevarles la contra? Lo peor es que la engañó a Marianne toda la vida. Y a mí... yo no merezco esto...
-¿Marienne es mi hija? ¿Ella sabe algo, por eso fue a verme?
Lila le había impedido ser padre y no tenía idea de cómo se hacía. Es algo que no se aprende sin hijos, pensó. Pero por qué ahora, si antes me lo negó. Esa chica es hija mía, dijo en voz alta. Y se puso a llorar sobre el volante. La fantasía que había llenado sus días cayó fulminada. Sentía dolor por la mentira y también por lo que estaba perdiendo.
Ahora de la nada, aparecían una hija, cuatro nietos, el yerno. No veía la oportunidad que se le presentaba. Es que Obdulio no sabía nada de tener familia o de escuchar ruidos en la casa. A partir de la revelación, Marianne se convirtió en una herida. Prefirió no verla. No sabré qué hacer con ella, se decía. Por eso la evitó durante meses.
Como consecuencia de los golpes emocionales y de la edad, Obdulio comenzó a declinar, en el trabajo se distraía y los estudiantes le faltaban el respeto. Cada tanto, escribía en sus cuadernos.
Cuando dejó la enseñanza, se apartó del mundo. Su razón orillaba el delirio. La alquimia reemplazó a Lila.
Había sustituido el amor por otra quimera.



Veintiocho
EN SILENCIO

I


El desengaño hizo que el profesor Quesada abandonara la vida, después de saber la verdad de boca de Lila, comprendió que ella había sido desleal, y su espíritu se quebró. No falleció, pero acabó con las pocas acciones que lo mantenían vivo.
Fue una falsificación, decía, un cuento, lo repetía como antes había musitado: “No te vayas”.
Murió a la vida social cuando dejó la escuela y después no quiso saber nada de Lila, de su hija, ni de sus amigos. De manera paulatina dejó de ser alguien. Ser Obdulio Quesada había sido trabajar en la escuela secundaria, allí era “el profesor Quesada”. En casa hacía productos con hierbas medicinales o las recetas médicas como el boticario. A lo largo de su vida había tenido gestos solidarios, actos reconocidos en su pequeña comunidad. Fue un profesor amable, no era un académico titulado, sin embargo, se había cultivado en múltiples lecturas y quehaceres.
Al comienzo, se refugió en el laboratorio. Siempre le atrajo lo extraordinario, lo suyo, decía, era la alquimia, había llegado la hora de trabajar de verdad. Buscaba renovar viejas recetas, anotaba experiencias de otros hombres de ciencia, antiguas fórmulas, escribía en los cuadernos sobre las grandes incógnitas de los alquimistas.
Un día que había salido a caminar por la villa, vio un cartel en la casa del arroyo, se vendía y fue a ver a don Paco, el encargado, para comunicarse con los dueños. Compró la casa. Conocía la propiedad de la época en que iba a visitar a sus amigos Coco y Tito Armendariz, cuando jugaban ajedrez y tomaban mates cerca del arroyo, o descansaban las noches calurosas junto a la sierra. Le dijo al escribano que se la donaría a la hija de una amiga, le indicó que hiciera los papeles a nombre de Marianne de Baux, la hija de Mariagrazia, y que las citara a las dos el día 30 de noviembre para firmar. A pesar de que don Jorge Di Benedetto, el escribano, le explicó que los documentos estarían preparados en quince días, no más, y era marzo, él insistió en que se reunirían allí en esa fecha. Después, se despidió sin hacer comentarios.
El escribano tenía los datos de Mariagrazia, o Lila como le decían los viejos amigos de Oro Sacro, así que pensó en llamarla, porque no lo había visto bien al profesor. Consideraba extraño lo sucedido, había pagado al contado la propiedad y la regalaba. Temía que tuviera problemas mentales como andaban diciendo en el pueblo.
Obdulio había ahorrado toda su vida, porque pensaba edificar una casa grande con ventanales abiertos a las sierras, lo más cerca del río, y buscaba lotes cuando salía a caminar. Solía imaginar niños jugando en el parque, un laboratorio moderno y a Lila cuidando las plantas aromáticas o cortando flores para alegrar la sala. A Lila trabajando junto a él, a Lila embarazada. La veía siempre a ella. El dinero ahorrado le alcanzó para comprar la casa que le daría a Marianne como regalo de cumpleaños, aunque no sabía cuándo era exactamente. Pero guardó el secreto, a nadie le importaba que Marianne fuera su hija. Nunca había hablado con ella sobre el vínculo que los unía. Ya lo haré, necesito más tiempo, un día de estos la llamo y hablamos de la casa.
En lugar de hacerlo, se encerró a pensar. Se fue quedando cada día más tiempo en la cama, la pereza, decía, es una enemiga. Así pasaba los días, dejó el laboratorio, apenas comía pan o galletas con mate cocido, alguna sopa o caldo de verduras. No hablaba con nadie, no salía, ni abría los postigos, las cortinas permanecían unidas cubriendo las ventanas. La oscuridad lo fue cercando.
La casa cerrada no le llamó la atención a nadie. Obdulio dormía, soñó durante días con ríos y niñas de cabellos sueltos y moños rosados, tenían los ojos cerrados. En cada sueño aparecía una niña con los ojos cerrados. Si la niña se bañaba en el río, el cabello caía sobre los hombros y no podía ver su rostro, cuando se acercaba, los tenía cerrados. O la niña le apretaba la mano, ella lo guiaba como una sonámbula, él era ciego y no conocía el camino.
Se despertaba, entonces volvía a soñar despierto con la circunstancia postergada. El encuentro era multiplicado por su fantasía, cada vez modificaba algo, mejoraba el modo de hablarle a Marianne o de tomar su mano. A veces le decía: Hija, dios mío, qué hermosa es. Otras, mire m’ hija yo no tengo nada que ver con lo que ha hecho su madre, sabe, si yo lo hubiera sabido, la habría cuidado a usted, hubiera sido un buen padre. O, mejor olvidemos el pasado, quiere, yo nunca imaginé que iba a tener una hija como usted, tan buena.
Muchas veces lloraba. Como no tenía motivos que aplastaran su pena, afloraba el llanto. Él también cerraba los ojos, como las niñas de los sueños, para no ver la realidad o para mirar qué había dentro del pozo en el que había caído. Lloraba hasta agotar las lágrimas y se aliviaba. Así transcurrió un tiempo indefinido. Mariagrazia lo visitó muchas veces después de la llamada telefónica del escribano. Obdulio nunca se enteró. Estaba soñando.
Ella insistió, le preguntó a los vecinos, nadie sabía qué le pasaba a él, así que decidió entrar forzando la puerta del patio. Llevó a un cerrajero e ingresó por la cocina, encontró un paisaje desolador: telarañas, basura acumulada, restos de comida, una atmósfera pestilente. Pensó que lo encontraría muerto y, de no ser por su empeño, hubiera fallecido deshidratado y desnutrido. Llamó al médico, lo trasladaron a una clínica de la capital y le salvaron la vida. Después de una semana, lo devolvieron a su casa. Aunque él nunca le habló, ella lo cuidó, lo acompañó de vuelta hasta la villa y se instaló con él.
II

Los días siguientes fueron de trabajo y silencio.
Ella limpió la casa, pidió ayuda y sacaron maleza del jardín, reaparecieron las plantas aromáticas y los rosales, ordenó bibliotecas y armarios, tiró la basura acumulada, los recipientes y la vajilla rota que encontró en la cocina y en el laboratorio, la ropa en desuso de los roperos. Quedó la casa más vacía y pulcra. Otra casa. Obdulio la veía trabajar con la boca cerrada o la escuchaba desde su cama. Nunca le contestó una pregunta. Ella comprendió el sentido de su silencio, era una venganza. Por eso resolvió hacer todo el trabajo sin enojo.
-Si usted no dice qué quiere hacer, lo hago yo solita, y nada de quejas después.
-Si no me habla, yo tampoco.
-Deje de hacerse el caprichoso y coma, que casi se nos va al otro lado.
-Se ha vuelto viejo y porfiado, yo me quedo hasta que usted se recupere, después me voy.
-Yo no sé por qué me quedo acá, si ni me mirás.
-Ya sé, querés castigarme, no importa, me quedo igual, aunque no te importe.
De a poco, Mariagrazia volvió a ser Lila. Se sentía a gusto, casi como antes. Ella no había pasado por terapia intensiva, pero también se estaba recuperando de una larga enfermedad, la tristeza. Descubrió su antiguo laboratorio en la casa de Obdulio. Así que había sido él el comprador en el remate. Los recuerdos emergían a cada paso. Vio cómo ese hombre se había atado a ella, durante años había estado prisionero dentro de la historia que ella había intentado olvidar.
Esto hizo él con el amor, pensó Lila. Llegó a la conclusión de que los dos habían vivido petrificados, abrazados como los amantes de Pompeya.
No hay médico capaz de lograr la cura de una pena de amor, sin embargo, allí estaban ellos dos recuperándose.
Obdulio volvió a tener fuerzas, paseaba por el jardín, los días eran más cortos y le daba gusto sentirse vivo. Observaba los cambios de la casa. Ordenó el laboratorio, a su gusto, sacó sus cosas del cajón, como le dijo ella que hiciera:
-Allí están todas tus cosas, si no sacás pronto lo que te parece útil, se van a la basura. ¿Para qué querés esos tubos y frascos de un millón de años? Ahora usamos otros materiales. Es basura.
-Ah… y esos cuadernos, si ya no los usás, para qué los guardás. Él los ordenó con cuidado y los ató por año, desde el primero: El cuaderno 1/1940. Después los puso en cajas con hojas de tabaco, para que no los devorasen las polillas.
Lila y Obdulio se fueron acomodando uno al otro, los amantes se sentían acechados por los recuerdos. Pero estar otra vez juntos, no tenía que ver sólo con el pasado, era algo que nacía, a mitad de camino entre un abismo de silencio y las palabras.
Lila no tenía las comodidades de la capital, en su propia casa, sin embargo se quedaba, transformando todo, el jardín, la huerta, la cocina, el laboratorio.
Después de asear y ventilar, se entretuvo días con el jardín. Pensó que si iba a estar allí debía considerar tener algo suyo. Y eligió plantar un árbol, un limonero dulce de Andalucía.
El limonero es un árbol que llevaron los árabes a España y le traía recuerdos a Lila, por el aroma de la casa de sus abuelos. Por eso, de paso por la ciudad encargó un ejemplar y cuando llegó, lo plantó en el jardín, cerca de la galería. El limón se emplea en la cocina y en la elaboración de perfumes, cremas y jabones, los hay de sabor ácido y dulce. Ella eligió el dulce, que proviene de Málaga. El limonero dulce es un árbol más redondeado con numerosas espinas, cortas y fuertes, de hojas grandes y muy perfumado. Era la representación del hombre que habitaba la casa. Ella lo cuidaría.
Estuvieron seis meses viviendo juntos. Todo era escaso allí, las palabras y las cosas. Obdulio mejoró su estado de salud, parecía más joven, pero aún no le dirigía la palabra, temía hablar, discutir y despertar del sueño, así que la miraba en silencio. Se sentaban uno frente al otro en las comidas, las horas de la tarde las pasaban en el jardín y una noche, ella lo tomó del brazo y se fueron a dormir juntos. El silencio fue cómplice a la hora de abrazarse en la cama.
En el pasado habían anudado el deseo y en la cama apretaron los nudos otra vez. Los dos volvieron a ser como antes, íntimos, cariñosos. Se tenían uno al otro, estaban desnudos, sin temores, ya no eran jóvenes, sin embargo no les importaba la decadencia. El lucía su delgadez, las carnes flácidas, las canas, ella tenía barriga y piel de naranja. No se miraron para descubrirse, se conocían bien, abrazados, se besaron como la primera vez.
Al día siguiente, Lila se despertó temprano, tenía grandes planes para compartir con él, preparó el desayuno, fue a despertarlo, pero Obdulio no le habló. Lo llamó, se acercó a la cama y él no respondió a su beso. Entonces estalló:
-¿Hasta cuándo me vas a castigar?
-¿Y lo de anoche? Tienen razón los que dicen que estás loco, ¡sí, sos loco! Obdulio Quesada, el loco de la villa…
-Me voy para siempre… Cuidate, porque no me vas a ver más.
Armó su bolso, tomó las llaves del auto y se fue de la casa. Un ruido cortó el silencio en dos, el portazo de Lila.


Obdulio nunca supo qué le dijo Lila a la hija de ambos, pero la casa del arroyo se escrituró a nombre de Marianne de Baux, como había dicho él antes de enmudecer, y la cita de noviembre en la oficina de Di Benedetto se canceló. De ahí en más, el profesor Obdulio se olvidó de ellas, o lo intentó. Volvió a trabajar en el laboratorio, dispuesto a recuperar su vida.


Veintinueve

MI HORIZONTE


Tu cuerpo es mi horizonte. Cuando me acerco, te alejás, pero mirándote me siento contenido. Sos la bahía donde se mecen los sueños abandonados. Te miro dormida, muy cerca de mi cuerpo. Ay Lila, siempre que te veo dormir miro mis manos y trato de contenerlas para no acariciarte y sacarte de ese mundo. Después, al despertar me sonreís y yo me hago el dormido, juego a imaginar tu mirada, siento tu respiración. Me abrazás, te hacés chiquita, acomodás tus piernas debajo de las mías, te haces rollito que me empuja y te abrazo.
Al despertar, veo vacío tu lado de la cama, no está tu olor, ni tu sexo, no estás como creía dormido hace instantes, no estás conmigo, ni siquiera puedo levantarme a cerrar las cortinas. Dejo que entre la luz y te recuerdo. Me abrazo por un instante más a la emoción de estar juntos.
En estos años no me he sentido tan solo como hoy. Hasta este amanecer, cuando sentí que desaparecía el horizonte. Como si te hubieras ido ayer.
Sé que estás lejos, no digo perdida. Eso lo sé, sin embargo, este sueño ha sido una revelación. Cuántos años he recordado cada día que pasamos juntos, minuto a minuto. En realidad, he tratado de revivir esos momentos con el margen de falsedad que les imprime la memoria. Nunca un hecho se rememora con fidelidad, porque el tiempo lo esconde en la niebla; al recordar uno es benévolo, oculta los malos momentos, las accidentadas mañanas, el malhumor, los caprichos, empequeñece lo que molesta o aflige, a menos que el enojo y la rabia sean muy grandes.
¿Te acordás, Lila, del día en que te empeñaste en que fuéramos al río? Vos irías sola, después yo debía ir a buscarte como a un amor furtivo, dijiste. Y es que no éramos más que eso, dos locos enamorados que se ocultaban de los demás. Entonces dije que sí, como siempre. Caminé hasta mi casa, después de cambiarme los calzones por otros para nadar, recorrí las cuadras que me separaban del puente, lo crucé tratando de recordar en qué lugar me habías dicho.
A veces, debo confesarte que no te escuchaba, tu parloteo me cae mal. “Lila, basta de hablar, hay que concentrarse, hagamos las recetas que nos pidió el boticario, basta de bla bla”. No sabía si debía cruzar el río hacia el norte, allí donde se angosta y nos mojamos apenas los tobillos o subir por la ladera, trepando justo donde están las piedras que son como sapos gigantes. Entonces dije, pensé más bien, que me busque ella. Y me tiré debajo de un sauce, tomé un baño, fumé un par de cigarros y dormí la siesta. ¡Ay mamita, qué enojo! Nunca te vi tan furiosa. Eras una chiquilla, no era para tanto. Decías que te habías quedado sola, que es peligroso para una chica, que el río es profundo y hay animales salvajes. No exageres, que no estamos en África, te dije, si vos tuviste la idea, yo no te encontré, eso es todo. Que no te molestaste en buscarme, que si hubieras caminado en lugar de dormir, habríamos pasado un lindo momento, que sos un viejo aburrido, dijiste. Diez años te llevo, no son tantos. Te miré sin comprender, por qué un día maravilloso se había transformado en una tragedia. No lo entendía.
No alcanza con que diga “son cosas de mujeres”, porque es como decir que todas son inconstantes, difíciles o incomprensibles, no. Aunque andan investigando que las hormonas femeninas tienen algo que ver en los cambios de humor. No lo sé, quizás sea cierto.
Vuelvo al sueño, sos mi horizonte, tu cuerpo es la línea que separa el cielo y la tierra. Ahora recuerdo también qué pasó después, cuando te fuiste me dijiste no te quiero más. No te quiero, me dijiste y caminaste sola los últimos cincuenta metros hasta tu casa. Al día siguiente, fui a trabajar como si no hubiera pasado nada.
Vos también hiciste como si no te hubieras enojado, nos pusimos a verificar unas notas. Como al pasar dijiste que no habías dormido en toda la noche y que leíste sobre los trabajos de un alemán o austríaco antes de que empezara la guerra. Yo también te conté que no había pegado un ojo y que había estado leyendo. En el transcurso del día, apenas nos miramos, hasta que en un momento rozaste mi mano izquierda y yo, con la excusa de buscar unos tubos, rodeé tu cintura con mi brazo. Se había calmado la tormenta, volvimos a la rutina de querernos así, sin hacer otra cosa que estar juntos y respirar.
Tu cuerpo ausente es una línea borrosa, pienso, es el horizonte en la niebla.



Treinta

POR LOS NIÑOS


Los años que siguieron fueron todos iguales para Obdulio. Llevó a cabo la tarea de cuidar la casa, el jardín y la huerta, hacía sus caminatas por el valle o las sierras y el trabajo en el laboratorio. Comía bien y asistía regularmente a los controles médicos. Mantenía los pocos amigos de la juventud que quedaban en la villa y la lectura. A Marianne la veía los veranos, cuando llegaba a la casa, desde Navidad hasta el inicio de las clases. Él pasaba por la casa, miraba de lejos a los niños en el parque y la saludaba con un ademán. Ignoraba si ella sabía la verdad. ¿Sabrá que soy su padre?, pensaba mientras levantaba la mano con gesto tímido.
Un día, se detuvo frente a la reja y Lucía lo llamó “abuelito”, él se quedó helado, detrás apareció Marianne y lo invitó a pasar. Ella era alegre, lo besó y presentó a los niños, los nombró uno a uno, las menores eran sus hijas, Lucía y Mina. Habían pasado siete años desde que Lila se había ido dando un portazo. Ahora estaban frente a frente, él y su hija, y el encuentro no se parecía en nada a lo imaginado tantas veces.
Hablaron de cosas triviales sólo un momento y, al despedirse con alegría e incomodidad, Marianne lo invitó a que fuera a visitarlos; él prometió hacerlo. Fue a verlos a la semana siguiente con una caja de limones dulces y un budín perfumado y tibio que había hecho para los niños.
Desde ese momento, siguió visitándolos, cada tanto se daba una vuelta por la casa de Marianne o ella pasaba para ver si él necesitaba algo de la capital. Al final del verano, en la época en que comenzaban las clases, se despedían. Obdulio esperaba hasta el año siguiente para verlos, aunque Marianne lo llamaba cada mes para conocer su estado de salud y preguntarle qué necesitaba. En esos años, él nunca quiso ir a celebrar la Navidad con la familia de su hija por no ver a Lila.
El tiempo transcurrió sin más alegrías que ver a Marianne y jugar con los niños.
-¿Vos qué sos mío?, le preguntó un día uno de los mellizos.
-Tu abuelito, si vos querés, ¿vos tenés abuelos en Córdoba?
-Sí, la Abu, el abu Ernesto, que es el padre de mi papá, y las tías Rosita y Nelita.
-Ah, bueno, yo puedo ser tu otro abuelo, le dijo.
Las chicas lo visitaron solas, o en grupo, lo miraban trabajar en el laboratorio; algunas veces cocinaron juntos y comieron en su casa. Él se sentía feliz. Tener familia fue una tabla de salvación para Obdulio. La soledad cedía en el verano y rejuvenecía haciendo budines o jabones para perfumar los cajones, se los llevaba de regalo delicadamente envueltos en papeles de seda y atados con cintas bebé de raso.
Si pasaba los domingos cerca del mediodía, sacaba caramelos de los bolsillos para los niños, los compraba en el bar, cuando iba a tomar el vermut con los muchachos y leía el diario. Después del fugaz encuentro, dejaba su dulce carga, y se despedía escuchando a Marianne pedir a gritos que no comieran las golosinas, porque iban a almorzar. Le divertía compartir la travesura con sus nietos, ya los había adoptado a todos.
Hay minúsculos milagros en la vida, como recuperar la alegría que aparece y se desborda como un río durante el verano. Obdulio la halló con los niños, cuando iba a caminar por las sierras, a bañarse en el arroyo o a pescar con ellos. La felicidad no se presenta cuando uno la espera.
Soy feliz, pensaba Obdulio, me cansé de buscar oro donde no había más que piedras, de interpretar en vano el plan de Dios. A pesar del esfuerzo, allí no estaba la felicidad, en cambio ahora la atrapo al tocar las manos de mi nieta. Sí, está en las manos delicadas de Lucía y en los ojos de Mina, en la risa de los niños y en los besos alegres de Marianne. Esto es ser feliz y no lo supe hasta ahora, que soy viejo.
Un día Marianne y su familia llegaron a Oro Sacro para quedarse, Lucía andaba por los diez años. Antes habían pintado la casa, limpiaron el jardín, pusieron plantas nuevas y colgaron un cartel que dice El Paraíso. Cuando vio el camión de mudanzas, Obdulio supo que sería feliz cada día que le quedara por vivir.
-¿Y del tema de hablar con Marianne?, le preguntó su amigo Serafín, una mañana en el bar.
-No, mejor no, si hablo voy a arruinarlo. Así estamos bien. Que Lila le haya dicho una cosa u otra a mí no me importa... Ella me demuestra cariño, además, me deja ver a los chicos, confía en mí. Ellos no me tratan como a un loco. No se burlan de mí, me quieren y yo los adoro. De Lila, jamás hablamos. Marianne, tampoco dice nada.


Treinta y uno

COSAS DE CHICAS

I

- ¿Me traés un sobre de fiesta que está en la pieza de los cachivaches? Está dentro de una caja de cartón con tapa floreada, en la etiqueta dice: EMBAJADA. El sobre es una cartera de fiesta que tiene unos papeles, los quiero revisar. Son papeles viejos que quiero leer, no le digas a tu mamá. Ella espera que viva como un helecho, sin hacer nada. Ya estoy bien, qué voy a hacer en la cama.
- Abu, qué susto nos diste…
-Ya pasó, escuchá mi amor, Lucía…
-Te quiero mucho, mamina…
- Yo también, mi amor, me hacés el favor, y no le digas a tu madre que te pedí ese sobre. ¿Entendiste?
- ¡Como diga mi capitana! Sos terrible, Abu, se nota que ya estás bien, estás capitaneando como siempre…
- Es un sobre blanco con adornos de nácar y un broche dorado, tiene recuerdos de mi juventud, papeles sin importancia… en la caja además hay ropa, el vestido y creo que los guantes que usé en la fiesta que dio el embajador de Francia y yo fui con Hugues… Esa noche se me declaró y le dije que no, porque yo estaba enamorada de otro… Y mirá, después me casé con él…
- Bueno... ¡Basta de recuerdos!... Hablemos del presente. ¿A que no sabés una cosa?… Estoy enamorada. ¿Querés que te cuente? Vas a ser la primera en enterarte…
- ¿De qué hablan ustedes dos? ¿Se puede saber?
  • Cosas de chicas, no preguntes, mamá…

II


-Te traje estos limones, son dulces, de la planta que vos pusiste en mi jardín.
-Gracias… da muchos, parecen buenos…
- Sí, son jugosos, y como casi no la he podado, ha hecho una copa redonda, da muchas flores y los limones son deliciosos. Tiene espinas, pero es muy generosa y perfumada. El año pasado estuvo enferma, preparé una solución jabonosa y con eso anduvo bastante bien. La fruta salió buena…
- ¿Cómo estás?
-Bien, con algunos achaques, es la edad… Y vos…
-En unos días voy a estar mejor. La neumonia es cosa seria, hay que cuidarse mucho. A mí me agarró una recaída…
-Sí, me dijo Marianne, ella va siempre a casa, es una buena hija…
- ¿Me alcanzás agua?
Obdulio salió de la habitación de Lila y se derrumbó en el sillón de la sala. Marianne llevó el vaso con agua. Él lloraba sin consuelo, no podía hablar. El dolor enmudece, clausura la palabra y el silencio se adueña de uno, sin embargo, no es el silencio por la ausencia de sonidos, es un mar de susurros y de gritos sofocados. Entonces sobreviene el llanto, se derrama libre y desata la voz.
Después, se lavó la cara y regresó a la habitación para acompañar a Lila.
-No pensé que fueras a venir…
-Cómo no, cuando me avisó ella, le dije que me trajera.
Marianne salió del dormitorio. Volvieron a estar solos. Lila sabía que para que hablara debía callarse, que los hombres que son duros para expresar las emociones, en general, se sueltan cuando escuchan el silencio del otro y desenredan un soliloquio como una fervorosa oración para algún dios invisible. Quizá por la costumbre de la soledad, el monólogo le quedara mejor a Obdulio, como un saco viejo.
Qué cosas dice un hombre que calló treinta y cuatro años:
-Nosotros, Lila, ya somos grandes, pasó mucho tiempo pero seguimos unidos, cómo no iba a venir a verte… Yo sé que fui flojo cuando te dejé ir, no podía hablar, por eso escribí. Durante años escribí como un poseído, a veces para librarme del dolor, otras, para recordarte… debo confesar que no te había perdonado, no entendía qué te había pasado, cómo saber que sufrías, siempre demostraste fortaleza... Me cuesta hablar… no sentir vergüenza… Dicen que los hombres no lloran, pero sufrir y llorar por una mujer es de hombre también. Si no, qué soy yo que me pasé la vida como un alma en pena…
-Sabés, Dulio, cuando volví a la casa de mis padres, sufrí otra clase de dolor, estar sometida a la voluntad de otro… no poder decidir. Yo que había conocido ciudades en guerra, creía que eso era lo peor que podía ver en la vida, pero no... Fue cruel que decidieran por nosotras dos, como si hubiéramos sido cosas de un inventario…Tuve que ser muy fuerte…
-Te busqué tanto, si yo hubiera sabido… Cuando no te buscaba, te esperaba y escribía… Y lo extraño es que no te olvidé, a pesar del desengaño… Nosotros que tuvimos la fantasía de transformar el mundo, ni siquiera llegamos a estar juntos… Estos últimos años pretendí ignorarte, sabés, porque yo había perdido la esperanza… ¿Y qué es la esperanza, me pregunté tantas veces? Y hoy lo sé: Es no se sentirse un pobre diablo porque uno tiene un horizonte. Eras mi ilusión, Lila, pero te fuiste otra vez… te fuiste de casa dando un portazo…
-No podía quedarme llorando toda la vida… Yo no quiero reproches, no más dolor, no se puede...
-Lila, me equivoqué, no supe…o no pude… me cuesta decir estas cosas y no parecer una mujer…
-No, Dulio, está bien… es mejor hablar.
Continuó hilando él: Pretendí ir más allá de lo posible, trabajé en el perfume perfecto, busqué oro en el río y en el laboratorio, y esos intentos no fueron más que sendas engañosas, tanto como pensar que había una sola manera de ser feliz, quedé preso… Sin embargo, hay algo bueno, nunca me sentí solo… este amor amanece conmigo, cada día…
-Verás, decía él en su monólogo amoroso, hoy veo claro, seguimos amarrados, ¿no es cierto? Nosotros somos como la enamorada del muro y la pared, enlazados aunque no poseemos la misma naturaleza…
Después de la pausa, le contó con sonrojo: En el laboratorio trabajé con tus recetas, cuando voy a la sierra, aún recorro nuestros senderos, en la casa tomo mates junto al limonero dulce y preparo los tés que me enseñaste hacer… En el jardín cuido tus rosas. ¿Sabías que mis rosas son esquejes de las tuyas? Las de la casa de tu abuelo, y que conservo tu laboratorio, el que antes había sido de don Casimiro, lo cuidé, fui el custodio del pasado…
Para encubrir la vergüenza del hombre, ella dijo: Yo te amarré, soy la enamorada del muro, Dulio, y vos, la muralla.
Obdulio, que admiraba la firmeza de Lila, observó su figura pequeña en la cama y le dijo: No, vos sos la fortaleza…
Y Lila escuchó de su boca, de la boca de él, cuánto la había buscado, supo también que había ocultado la soledad y la pena por su ausencia, por la falta de caricias en la piel endurecida. Comprendió que Marianne y los niños lo habían sacado de la noche que llaman locura, que su corazón estaba quebrado, al decir que ya no le dolía la cama vacía, porque la imagen creada por él suplantaba su presencia y que no era demencia, que eso era amor. El amor es el oro que buscábamos, dijo él.
  • El oro...
  • El oro...
Y agregó: ¿Qué te parece si venís unos días conmigo a la villa?... Descansás... Hay unas anotaciones que quiero que leas... Si vieras, en el jardín hay azahares y rosas...
  • ¿Si... las rosas blancas?
  • Menta... lavandas...
  • A veces extraño los paseos por las sierras...el río que cruza el pueblo...
Hubo un silencio penoso, sin embargo el alquimista lo venció.
  • ¿Lila, te parece que es tarde para nosotros... digo, para empezar de nuevo?


EPÍLOGO


Les he contado hasta aquí la historia del amor que vivieron Lila, la abuela de mi mujer, y Obdulio, el abuelo de todos. Y se preguntarán quién soy y qué hago. Soy Juan, Juani para mis amigos. Estuve enamorado de Lucía desde que la vi por primera vez un verano en Oro Sacro.
Un día Lucía y yo, que no estudiamos farmacia como habíamos fantaseado, aunque tenemos la vieja botica de la villa, decidimos contar la historia que el alquimista había ocultado.
Obdulio Quesada escribió mientras buscaba -fue un gran explorador- y dejó una maraña de anotaciones que testimonian su vida y sus investigaciones. Lo más claro en todas ellas es la imagen de Lila. Algunas páginas son originales de los cuadernos, pero como escribió miles, decidí seleccionar unas pocas y referir los hechos tal como los pude recuperar en las sobremesas, en las interminables charlas de las noches de verano, en El Paraíso, o durante las caminatas junto al río con Obdulio. No ha sido sencillo separar historia y química, alquimia y ciencia; entre tantos datos científicos y esotéricos, aparecen sus reflexiones sobre el amor y la vida. Y Lila, siempre.
Este es el relato de un amor precioso y, tal como la piedra filosofal perseguida por los alquimistas, capaz de convertir el plomo en oro.
He sido fiel a la verdad tanto como se puede al revelar secretos familiares, pero créanme nos darían igual la época, los nombres o la autenticidad de los hechos, porque pienso que esta no es sólo una historia sino todas, lo que nos importa verdaderamente es que haya habido amor y, por supuesto, que ustedes lo crean.




















viernes, 22 de septiembre de 2017

Capítulo 26, 82/79 Los diarios del alquimista



COMO EN LOS TIEMPOS VIEJOS


Han pasado dos años desde que tu hija vino a verme por primera vez. Qué increíble que haya pasado tanto tiempo. La segunda vez que vino al pueblo llegó hasta mi casa y me contó que estabas muy complicada por la enfermedad de tu padre, la pequeña Lucía tenía casi un año. Imagino que no ha sido fácil para vos, pero un padre siempre debe ser respetado, aunque no hayan tenido una buena relación. A los pocos meses regresó, me contó que había fallecido. Yo no dije más que: Lo siento mucho, ¿cúando murió? Si bien hubiera deseado estar allí con vos.
La chica se acostumbró a venir de vez en cuando, como si fuéramos de la familia, viene con José, el marido, me han contado que ellos tienen ganas de mudarse a esta villa. Qué alegría pensé, porque así podría verte. Hasta que la última vez me trajo un recado tuyo: que fuera a Villa Las Palmas el sábado por la mañana, que nos veríamos en tu casa para darme noticias de unos amigos en común y, de paso, me invitarías a comer chivito y empanadas. Y hoy es sábado, no he dormido en toda la noche pensando en nuestro encuentro.
Ha dicho Marianne que tienen una casa bonita en villa Las Palmas, que en la capilla del lugar parece que se casaron tus padres y que, en recuerdo de la boda, tu padre compró una casa colonial que luego fue acondicionando, y ahora es de la familia; dijo además que cuando cumplieron un aniversario, no sé cual, (tanto habla tu niña, que no termino de escucharla) llevó a tu madre al lugar y que la señora se desplomó de un soponcio en la galería, cuando le entregó la llave, ante el asombroso hecho, al parecer el primer gesto romántico.
Ya no sé qué hacer hasta la hora del encuentro. Le he pedido el coche a Serafín, mi amigo de toda la vida, no sé si lo recuerdas, el del hotel Bilbao, el que pretendía a la hija de Florián. Sí que te acuerdas, hemos ido de paseo los cuatro al campo dos o tres veces. No se casaron, ella se fue a la capital y él sigue soltero dirige el único hotel del pueblo. Como sea, en unas horas nos veremos.
No sé si estaremos solos, seguro que no. Alguien asará el chivo, tal vez tu madre comparta el almuerzo con nosotros, tendré que disimular. Diremos que hemos sido amigos, recordaremos los viejos tiempos con tu abuelo en el laboratorio. Contaremos anécdotas, como cuando casi quemamos la casa o como cuando creímos que habíamos descubierto oro en el río.
Te veré, Lila, como antes, otra vez en tu casa. Han pasado veintidós años desde el día en que nos despedimos en el andén y me quedé diciendo no te vayas, Lila, no te vayas.















viernes, 8 de septiembre de 2017

Capítulos 24 y 25 Los diarios del alquimista

Veinticuatro

I
Las cartas de Obdulio




Villa Oro Sacro, domingo 2 de Octubre de 1960

Sra. Mariagrazia:
He decidido escribir esta misiva para saludarla, después de que su hija visitara mi casa, en la villa. Señora, me ha sorprendido gratamente ver a esa criatura tan graciosa, llena de vida y alegría. Me ha parecido un buen hombre su yerno, conversamos durante dos horas y él estuvo acompañándola y cuidando con amor a su querida mujercita. Es casi una niña y será madre.
Señora, permíteme que deje de tratarla así, es extraño después de la confianza que hemos tenido mantener distancia, como si fuéramos desconocidos. Aunque es cierto, ha pasado el tiempo y debo ser caballero. Te decía, me permito el tuteo, debo confesarte que la presencia de la muchacha me trajo tantos recuerdos, se parece mucho a vos, sobre todo porque tiene una clara intención de llevarse el mundo por delante, pero no es soberbia y tiene voluntad, ya que me ha confesado que, a pesar de las dificultades para educar a cuatro niños, será pintora. Claro, tiene a quién salir, ¿verdad?
La niña me ha recomendado que no te llame Lila, pero no puedo llamarte por tu nombre de pila. Para mí, sigues siendo Lila. Espero que no te moleste que te envíe esta carta, han pasado muchos años. Mi vida sigue igual en todo, claro que te he echado de menos, fuiste el ángel que orientó mi camino, mi trabajo. No perdí nunca la voluntad de buscarte y de volver a verte. Te busqué, Lila, por toda la provinca. Recorrí la capital calle por calle, creyendo que estabas allí, como habías dicho; después viajé por los lugares posibles, fui a todas las direcciones que me dieron, llamé por teléfono y visité a todos los perfumistas de Córdoba, de San Luis y hasta del Norte. Como no te encontré, seguí aquí con mis recuerdos y el agujero en el pecho. El día que vino tu hija, el ángel perdido volvió a tener rostro.
Mi vida ha sido más o menos feliz, cristalizada en una noche y en mil días, sabes bien que te he amado como un loco y, aún cuando no has estado conmigo tal como lo planeamos, has sido lo más importante para mí. No quiero ser inoportuno al aparecer ahora en tu vida, no le he preguntado nada a ella, sólo dijo que has enviudado. Lo siento, de verdad. ¿Estará abierta la puerta de tu corazón esta vez para un viejo amor?
Espero que respondas a ésta, con ansiedad leeré tus palabras. Con todo respeto, de tu querido amigo.
Obdulio Quesada



Villa Oro Sacro, jueves 27 de Octubre de 1960

Mariagrazia:
Te envío esta carta saludándote con inmensa alegría y dicha por haberte encontrado, al fin. Espero que vos y tu familia gocen de buena salud y ánimo. No sé si te habrá llegado la misiva anterior, tal vez no, porque en vano he esperado tu respuesta.
Como suele andar mal el correo, te escribo nuevamente para informarte que ha venido a visitarme tu hija, bella muchacha. Se parece bastante a vos, hasta he creído verte otra vez caminando por mi jardín, como hace veinte años.
Te recuerdo Lila, no he podido olvidarte. Tu hija me ha roto el corazón también, pero de alegría, es tan bonita y graciosa. Las cosas de la vida, ella es madre y tú, abuela, tan jóvenes, ella es apenas una niña que criará a cuatro chicos.
Lila, ella me ha pedido que te llame Mariagrazia, como todo el mundo, pero no puedo, para mí nada ha cambiado. Un abrazo, espero tu respuesta. En otra carta te contaré más cosas y me contarás lo que has vivido.
Un amigo que te quiere siempre.
Obdulio




Oro Sacro, domingo 27 de noviembre de 1960

Lila:
Voy a dejarme de preámbulos y de saludos de cortesía, espero que estés bien. No creo que no hayas recibido mis cartas; entonces debo interpretar que no querés responderlas. Está bien, vos lo decidís, como antes decidiste hacer tu vida sin que te importara nada de mí.
Cuando te fuiste, no dijiste que me abandonarías, claro, nadie dice eso, sin embargo no tenías derecho a mentir, a engañarme como lo hiciste. Qué manera es ésa de jugar con los sentimientos de alguien que te amaba con total honestidad. Cómo has sido tan cruel. Supe que al poco tiempo de dejarme te casaste con un hombre rico, bien por vos, y a mí que me parta un rayo.
Eso no se hace, no se hace, dejar a alguien con semejante gesto de cobardía, qué te costaba afrontar los hechos, qué te costaba decir no te quiero más, sos un muerto de hambre, no te quiero, te dejo por alguien mejor, te dejo porque me gusta tener otra clase de vida. Fuiste un pasatiempo, te dejo por estúpido.
Sí, fui un idiota, te creí, creí todo cuanto decías sobre nuestro fututo, el trabajo y los hijos, de la vida en la villa tranquila, sin lujos, hasta creí que podíamos hallar oro. Oro, qué infeliz he sido; fuiste a buscar oro pero no en la alquimia, sino en las arcas de un millonario. Oro, no querías el prodigio del descubrimiento, el sabor del trabajo duro y el pan en la mesa, sino la fortuna de un extranjero. Mujer ambiciosa, creída, superficial. Sé por los chismosos que es el tipo del Ford negro que una noche casi me mata, debe ser cierto. Alguien más estaba en tu vida y yo no lo supe antes.
No te molestes en contestar esta carta, no querré saber nada de vos. Pasé los últimos veinte años buscándote. Y cuando no caminaba buscándote, te estaba esperando en casa. Ya no me importa nada. Mejor digo adiós. Me has ofendido, ahora sí.
Obdulio






Oro Sacro, domingo 18 de diciembre de 1960

Lila:
Ante todo deseo que vos y toda tu familia tengan la mejor Navidad y un próspero Año Nuevo, en estas fechas uno debe poner las cosas en orden y sobre todo debemos perdonar. Te pido disculpas, he sido grosero y vulgar en mi última carta, seguramente tendrás tus motivos para no escribirme.
Sabés, fui a verte el sábado pasado para saludarte por las fiestas, aproveché que iba para la capital don Cosme. ¿Te acordás de él? Es mi vecino, el que tenía un carro, con el tiempo, dejó el carro, alquiló el caballo y los burros para que saquen fotos los turistas y compró una chata vieja, hasta hoy es la misma, pero anda bastante bien. Te decía que fui con él, que tenía que hacer una diligencia, y me llegué hasta tu botica, o farmacia, como le dicen. Para mí el boticario tenía otro color, era un maestro, un alquimista, pero bueno, los tiempos cambian todas las cosas, incluso a vos, que sos doctora.
Entré a la botica esperando verte, me atendió un mozo de unos veinte años, como no estabas por ningún lado, me atreví a preguntarle. Me dijo que habías salido. Entonces compré una tableta de geniol, que siempre es bueno tener en el botiquín, y me fui. Me quedé sentado dos horas en el bar que está junto a tu casa y no llegaste. Después caminé por la cuadra unos minutos, debieron ser muchos, porque se acercó un policía y me preguntó qué buscaba por el barrio. Le dije que estaba haciendo tiempo hasta tomar el tren, me dijo: Circule, circule. Y me fui.
Después volví con don Cosme a la villa y llegamos cuando anochecía. Una pena no haberte visto, podríamos haber hablado como antes. Te debo una disculpa, no, mil disculpas por la otra carta. Me pone neurasténico, esta incertidumbre. Qué es lo que pasa, Lila, por qué este silencio, ahora que podemos encontrarnos e intentar ser felices.
Bueno, cuando te decidas, me escribís y listo. Yo te voy a esperar un poco más, pero no sé hasta cuándo. No, es broma. Me imagino que hablar conmigo, explicar lo que sucedió no debe ser fácil, si lo fuera, ya lo hubieras hecho. Una cosa me tiene mal, tu hija dice que busca al padre, cómo es ese asunto, de qué habla la muchacha. No es que debas darme explicaciones, no, a ella se las debés dar. Me parece lo más justo. En qué lío estás metida, Lila. Y si son chismes, con más razón, siempre hay una lengua larga que arruina la vida de los demás.
Y a mí qué me importa dirás, sí me importa, porque esa chica, tu hija, me cautivó con su simpatía, es bonita e inteligente y, por lo que vi, tiene a su lado un hombre que la ama.
Lila, ya no te pediré que me escribas, al menos pienso que me lees, y eso hoy es suficiente para mí. Un abrazo de quien no te olvida.
Obdulio




Veinticinco

Ella leía


Cada vez que llegaba una carta de la villa, la doctora corría a encerrarse en su dormitorio y allí, como una adolescente, leía las cartas que guardaba con todo su amor en un sobre que había usado en la Embajada de Francia hacía veinte años, justo cuando dejaba a Obdulio para casarse con Hugues. Leía cada carta pero no las contestaba. No quería ilusionarlo otra vez. Sin embargo, percibía que había algo mágico en toda la situación, todavía se amaban. De otro modo, pero era amor. Se preguntaba cómo hacer para expresar lo que pasaba por su cabeza, qué decirle a ese hombre, cómo enfrentar la situación con su hija y sobre todo con sus padres. Hasta que no resolviera esos interrogantes, pensaba que era mejor no contestarle.
Obdulio siguó escribiendo una carta por mes, a veces, dos. Eran largas conversaciones, daba por hecho las respuestas, como cuando uno se habla en el espejo. Había encontrado una nueva faceta de su amor. Al tiempo de búsqueda y espera, le sucedió este otro, hecho de palabras y silencios. ¿Acaso no son las palabras las que organizan el mundo?, decía Obdulio. ¿No son las palabras los símbolos que usamos para dar sentido a las cosas del mundo, para explicarlo, qué haría el hombre sin la palabra? Entonces, escribía, había renovado la conexión con el ser ausente, más presente cada día en su imaginación, tanto que cuando no escribía, hablaba con ella. La comunicación triunfaba sobre la indiferencia y el olvido. O quizás, sobre la muerte.
Así, la mente infatigable de Obdulio se ocupaba en retenerla. La escritura era una estrategia de supervivencia, él lo sabía bien, no era locura y en todo caso, si estaba loco era como siempre había sido, por ella.