sábado, 25 de octubre de 2014

Las Amadas

“El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro”. Hombre de la esquina rosada, Jorge Luis Borges. Historia Universal de la Infamia
                                                                                                                      


No es casual que no se hayan casado, ni tengan hijos.  Ocultan la edad que tienen, son altas y  delgadas, llevan las camisas abiertas y las faldas largas sobre tacones, eternamente chic, aunque el cabello fino  y la larga trenza, las caderas un poco anchas y los labios pintados de  rojo intenso delatan la edad de las Amadas.  Desde que me fui, no he sabido nada de ellas. Las volví a ver esta mañana al salir de la sucursal del Banco Provincia y recordé la historia. Quién no las conoce en el pueblo, quiénes no han pasado por sus camas; quizá alguno que otro haya mentido,  mintieron, casi  seguro,  para no ser menos que los amigos.
La historia del hecho sangriento, la tragedia que signó sus vidas todavía se repite, aunque con menos fuerza que antes. Sabemos que la proximidad temporal de lo ocurrido hace que el relato se  multiplique; en el pueblo, cuando pasa algo extraordinario, es decir,  cuando se rompe la aparente armonía instalada por las buenas costumbres, el suceso  se reproduce de manera infinita, cada uno lo cuenta una y cien veces de  distinto modo, agregando o quitando partes, es una infamia colectiva;  se construyen hipótesis, se mata y se resucita, a nadie le importa la verdad; así funciona el chisme, como la literatura; no es la veracidad de los hechos,  al fin y al cabo, lo que importa, sino el modo de narrarlos, el mantenerlos vivos  en la memoria de los otros; repiten  hasta que se aburren o aparece otro episodio para contar. Peleas, muertes, robos o estafas, aunque sean  mínimas historias de vida, son relatados una y otra vez,  transformados en verdaderas tragedias  y los protagonistas pasan a ser héroes o villanos de la noche a la mañana. Así es la vida  en los pueblos de provincia, donde casi nunca pasa nada extraordinario, salvo excepciones, como el hecho  que recuerdo ahora, después de  ver a las Amadas.
La historia  que ha sido narrada infinitas veces  es la siguiente:
Cuentan los que saben que Merceditas Araujo, la mayor de las Amadas,  tenía un amorío con alguien, un hombre casado, un hombre  importante como el jefe de la estación,  tal vez un viajante de medias  o el presidente del Club Belgrano. Las otras dos, porque no les dije que son tres, Mercedes Araujo,  Beatriz Araujo y Emma Araujo, todas hijas de la misma madre y a lo mejor del mismo padre, se parecían físicamente.  Vivían en la casa con la madre, en las afueras, como yendo para el campo unas dos cuadras. La de doña Antonita Jiménez de Araujo  era una casona grande, había sido una quinta elegante en los  primeros años del Siglo XX, sólida como las construcciones  italianas; se accedía a la  galería por una escalera de mármol, con pisos en damero, el lugar más fresco y  agradable de la casa, con  ventanas enrejadas donde trepaban  rosales y jazmines.  Esa construcción la había heredado su finado esposo de la familia de su primera mujer. Después de los funerales, Antonita se acercó para ofrecer ayuda en los quehaceres domésticos por unos pocos pesos, como pueda, don, en casa la estamos pasando mal galgueamos de lo lindo pero si uste me conchaba le aseguro que no le voy a fallar. El viudo y  Antonita  vivieron  juntos en la casa a los seis meses del entierro de la finada,   duelo breve si los hay.  Pero el marido se fue pronto también, después de que Antonita pariera las tres hembras y, muerto accidentalmente o por mala enfermedad, bien no sé, también  dejó  la propiedad como herencia.
La señora Araujo, la madre de las Amadas, rezaba sus oraciones al alba, iba todas las tardes a misa y no tenía mucho contacto con  las vecinas, salvo con don Roque, el jardinero y su esposa, la Nené. Silenciosa y con cara de pocos amigos, nadie se atrevía a preguntar sobre las niñas, mucho menos después de lo ocurrido aquella noche, durante la fiesta  de aniversario del Club Atlético Belgrano. Merceditas era muy elegante, llamativa, se reía y mostraba la blanca dentadura que nos enamoraba a todos. La dos más chicas, las mellizas, eran más flacuchas, menos provocativas, pero  igual de cariñosas. No se sabe cómo ocurrió, pero en medio de la fiesta, mientras sonaban los pasodobles y rancheras, un mozo bien vestido que había salido del baile con Merceditas, regresó al salón como si lo estuvieran empujando, tambaleándose, entró y se desparramó entre la gente, con la cabeza ladeada y mirando hacia la puerta. Era costumbre que se regara cada tanto la pista de tierra para que no levantaran polvo.  Por eso, la cara,  el cuello de la camisa almidonada y los puños quedaron manchados con  barro; el hombre yacía en  un charco de sangre y orines. Entretenidos  los bailarines, se corrieron un poco para darle lugar, pero  siguieron  bailando, recorriendo el círculo imaginario, seduciendo a sus parejas, pensaron que se trataba de  un borracho, hasta que entró la chica dando gritos, despeinada y con la ropa descompuesta. No estaba ebrio, lo habían acuchillado en el campito donde dejaban los coches estacionados, eso dijo la Merceditas, yo me acuerdo bien de la cara pálida que tenía y el contraste con los labios rojos, nunca  pude olvidarla, parecía un espectro escapado del infierno, la pobre.  
Cuando llegó el  comisario Ramuspi, un gordo amigable y sordo, quiso saber qué había pasado,  nadie pudo explicar,  excepto la muchacha. Dicen que la llevó detenida  y al no tener pruebas, no se llegó a  comprobar que ella había sido la autora del hecho. El comisario la mandó a la casa y cerró la investigación.  El muerto era un forastero, nadie  lo había reclamado,  consultadas las autoridades, lo enterraron en el cementerio bajo el nombre que decían los documentos hallados en su poder: Rosendo Juárez. La madre y las tres  hijas se encargaron durante años de mandar viandas a la comisaría como muestras de agradecimiento. Mucho se habló de lo ocurrido en el baile del Club Atlético Belgrano, si hasta salió en el diario, guardé el recorte porque hablaba de mi pueblo.
Pasaron los años, tal vez dos o tres  y Emma empezó a noviar con un extranjero, dueño de  una licorería que viajaba a la Argentina pero residía en Francia, eso decían en el club. Merceditas estaba más recatada, seguía viendo a escondidas a su amante y Beatriz no tenía candidato, sin embargo, la vida de las tres estaba siempre en boca de todos. Ya no eran tan lindas, ni tan jóvenes. Yo las dejé de ver al poco tiempo de que el francés abandonara  a Emma y doña Antonita lo corriera con una escopeta de caño recortado. Dicen que le gritaba a vos también te vamos  a hacer cagar hijo de puta a mis pobres hijas no las van a joder más. Me fui sin despedirme, por si acaso me pasara lo mismo.
Desde que me jubilé como viajante de indumentaria  femenina  y representante de hilos Cadena, pensé en volver al pueblo. Uno recuerda con nostalgia el pasado y lo vuelve mitológico; hay cosas que nos  quedan grabadas para siempre, aunque distorsionadas;  tal vez sintamos indulgencia por nosotros mismos y dejamos que el pibe ése que vive en nuestro interior crea lo que quiera creer;  silenciamos algunas cosas y engrandecemos otras; nos conformamos por piedad, por ternura o por miedo;  nos consentimos como se consiente a un niño. Recordamos, sin embargo la verdad se opaca por los recuerdos. No sé por qué se me vino a la cabeza todo esto. Será porque la volví a ver y me volví loco, como antes; será porque me saludó con esa sonrisa, con los hoyuelos  que se le forman cuando sonríe, será por el tono cálido de su voz, por el que casi mato o me dejo matar. Porque el cuchillo lo sacó primero  el otro,  cuando la tomé de la cintura  y le dije que se fuera para adentro, vi relucir el acero  y ella se adelantó y no sé cómo hizo, pero  le retorció el brazo y le enterró  la hoja  en el vientre.  Chilló como un chancho el hijo de puta, les juro.
Así no más.  Lo carneó como a un chancho y el tipo me miró, entró a la fiesta tambaleando como borracho, cayó mirando hacia la salida como buscando algo o a alguien; detrás, ella. Yo la veía de espalda, despeinada, agitada, como quien ha sufrido un ataque. Dijeron en aquel tiempo que Borges conoció los hechos y los escribió en un cuento,  aunque los  cambió, porque  ni  los nombres, ni la época son los mismos. Seguía sonando la música, ahora  tocaban tangos y milongas  y meta dar vueltas por la pista, como en una calesita, una pareja detrás de la otra al ritmo de la orquesta típica. El moribundo boqueaba  a un lado, sólo unos pocos mirones lo rodeaban.
Vacilante, con náuseas, me quedé en la puerta para ver  qué pasaba y escapar, si hubiera hecho falta; aunque ella me había dicho algo que no he podido decir a nadie ni olvidar. Sosteniendo firme el cuchillo en la panza del forastero, sin hacer caso de la sangre que caía, me dijo quedáte tranquilo aquí no pasó nada yo sé lo que te digo no seas flojo a mi vieja le pasó ya con el marido y ni la llevaron presa no pasó nada vos no viste ni sabés nada no iba a dejar que te abriera la panza a vos. Sí, el hombre aquél  se fue muriendo con los ojos clavados en mis ojos. Por eso me fui del pueblo. Merceditas conmigo era puro amor y mi mujer  era una santa que nunca se enteró de  nada, pero pensé que era  mejor olvidar; porque las Amadas son  así, capaces de todo por amor y yo, no.






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