viernes, 19 de febrero de 2016

El lector de El juego de contar historias

Llegué a la mesa del patio de comidas y lo vi,  sólo deseaba sentarme para ver qué hacían los demás y además  llenar el estómago con alguna comida aceptable para el colesterol. Caminar sin  objetivos por un shopping es para mí como caminar en un desierto o en un laberinto, no  sé cómo salirme;  aunque todo se vea atractivo para malgastar el salario, la comida es lo que más me satisface,  por  los pocos billetes que me quedan y porquen no llevo tarjetas de crédito, los plásticos no son lo mío, aun cuando suene anticuado; aquí soy como un niño amante de los libros frente a la vidriera de la juguetería, no me gusta nada. Es tan grande la oferta de bienes necesarios, como de los  inútiles y bellos, tanto que alguien como yo está a punto de correr pidiendo socorro. Mascullo entre dientes mierdalasociedadeconsumo y me siento en la mesa. Qué otra cosa puedo hacer, como si fuera sencillo encontrar lugar para sentarse, comer bien después del siglo transcurrido entre el pedido y el plato de comida, satisfacer el hambre y salir indemne del asalto a mano armada. En fin, como tenía que esperar a mi mujer y a mi hija, preferí almorzar solo.
Junto a mi mesa estaba él, el lector. Un señor mayor, muy delgado,  con gesto nervioso y atildado. Por qué tan ofuscado, me pregunté, tan acostumbrado estoy a ver en los demás como en un mapa las emociones; el hombre daba vueltas las hojas de un libro con energía exagerada. Leía una página, la de la derecha, con gesto determinado tomaba la hoja de papel rústico de color crema, la asía por el extremo  superior derecho y la arrancaba. Acto seguido, la rompía en pedazos, serían seis u ocho fragmentos. No  podía creer que alguien hiciera eso con un libro. Pienso que, lejos de valorar el texto, de ser crítico o de olvidarlo en un estante de la biblioteca, hacía lo que nadie en su sano juicio, rompía una tras otra las hojas después de leerlas. Como el que come nueces, pero al revés. El autor  metafóricamente muere en la lectura, y no hace falta romper el libro, muere cuando el  lector  realiza una reescritura a partir del acto mismo de leer. El texto, digo, es un tejido de citas, uno como lector las reconoce o no, según las lecturas previas; entonces leer es como pescar en un mar  de múltiples voces y cruces culturales. Eso, leer es como pescar, me digo ufano por la metáfora ingeniosa. Por lo que entiendo este lector es un psicópata, se desquita con brutalidad del objeto libro. Él es el no lector. El lector sin texto.
Quién lee una página y la rompe, es como hacer el amor y luego, matar al consorte. Arranca, rasga por la mitad y la multiplica hasta hacerla nada, los significados son cadáveres sobre la mesa. La muerte del significante, determino con sentimiento de pesar verdadero. Leer es resignificar el texto, este tipo lo destruía literalmente. Leer y no saber qué pasará en las siguientes líneas, con la secuencia interrumpida. De nuevo pienso en el coito. Por qué leería alguien sólo las páginas pares. Los segmentos, pedazos aislados no son el texto;  la idea de unidad y de coherencia es aniquilada por el tipo de la mesa de al lado, antes de fraccionar el papel ya lo había destruído con su lectura inválida. Pienso todas estas cosas, mientras trago como en un acto reflejo la ensalada desabrida. El flaco, personaje lector, busca crear otra historia, discurro. No quiere leer la que escribió el autor, sino otra;  el lenguaje es el que habla. Por qué acabar con el libro, sigo mis cavilaciones,  destruye el texto o lo construye en su extraña lectura. Tal vez haga  ambas cosas. La obra nunca es la misma después de la lectura. Éste es un experimento literario, concluyo orgullosamente.
Entonces, busco cambiar la dirección del razonamiento como parte de mis ejercicios mentales. Pienso que el libro incompleto tiene un mensaje cifrado para alguien que está oculto en una callecita del barrio, que llegará hasta nosotros sin ser visto, el sujeto tomará el misterioso objeto cuando el otro lo deje sobre la mesa. Mi vecino sólo saca algunas páginas y deja las que encierran, para el que sepa leer, el enigma. Entonces debería esperar  sentado aquí mismo para ver quién se acerca a la mesa y lo recoge. Podría ser parte de un plan terrorista, exagero la deducción por vicio profesional. Lo desestimo. Es muy obvio. El lector parece un extranjero, tal vez sea un inglés o irlandés que visita la ciudad.
Entre bocado y bocado de bife de chorizo, sigo observándolo y puedo percibir su adrenalina, goza en el acto de destruir la obra de otro, alguien a quien nunca le verá el rostro, a quien no tendrá que darle explicaciones por su ofensa. El autor. Qué mensajes habrá querido dar al mundo, qué objetos produjo su ingenio para conservar la memoria  y, a la vez, dejar su sello personal. Mientras engullo la comida pienso en  cosas así, sobre los artefactos culturales y los valores de la herencia colectiva que representan. El autor. Quién sabe  los fracasos que debió padecer para llegar a ser publicado, cuántos amigos lectores lo halagaron o a cuántos defraudó por la desidia o la torpeza de su pluma. Destruir libros, pienso, es cosa de fanáticos, de quienes no aceptan las discrepancias ideológicas, políticas o religiosas; los intolerantes que demuestran desprecio por el conocimiento, la historia, la cultura, destruyen libros, como si así aniquilaran a  los enemigos. Romper libros, arriesgo en el límite, es como  arrojarlos al fuego. La quema de libros ha devorado el diálogo y la tolerancia entre las personas tantas veces en la historia desde la creación de la imprenta. Me quedo pensando en esos monstruos un momento, segundos. Concluyo, es pura ignorancia o peor, me acomodo intranquilo en la silla por la presencia de un lunático,  es un fanático intolerante. En eso estaban mis ideas cuando llegaron Adela y nuestra hija de quince años. Ambas felices, cargadas de bolsas; las tardes de shopping rejuvenecen a mi mujer y mi hija adolescente sigue el camino de su madre. Digo mierdaconestasociedadeconsumo.
-Qué hacías, me dice mi mujer. Nada, comí un bife de chorizo con ensalada, le cuento sin perder de vista al vecino que continúa su metódica destrucción. Mi mujer habla del encuentro casual con una amiga, Carmencita Acuña o Aguirre, que regresó del Caribe con un color espectacular, y de los zapatos que compró en Nueva York o Londres, o no sé dónde porque no la quiero escuchar ocupado como estoy en quitar los elementos inútiles de mi mente y reservar sólo aquellos que me pueden ayudar a deducir el misterio del lector.
Delgado, de nariz aguileña, mirada penetrante, a primera vista me llamaron la atención  la gorra escosesa con visera y la pipa apagada en su mano derecha; cuando dejaba la pipa, deslizaba la mano sobre el libro y con decisión de guillotina cercenaba la página leída. Era un homicidio en primer grado. Me inquietaba el asesino tan próximo, cometía el crimen a la vista de todos y seguía allí sentado, mutilando a la víctima sin que nadie lo advirtiera excepto yo, sin que lo detuvieran.
Adela me decía que teníamos que hablar ahora que la nena se había ido con sus amigas. Me decía que ella ya no podía vivir así, que yo sabía bien que ser detective privado no nos permitía vivir decorosamente; que si en lugar de dejar  las clases de historia y de literatura en el colegio inglés hubiera hecho méritos para que me renovaran el contrato, no seríamos ricos porque con la docencia nadie se hace rico, pero al menos tendríamos otras relaciones; que era un muerto de hambre, si no fuera por ella que tuvo la mala suerte de perder a sus padres y heredar los campos de Santa Fe, y que la renta de la chacra de Máximo Paz y la cría de vacas le permitirán a ella tener otra clase de vida, la que se merece. Yo no prestaba mucha atención, ese discurso lo conocía de memoria, lo venía recitando desde el día en que volvimos de la escribanía y se transformó en una mujer rica con aires de hacendada. Para mí lo único que tenía ella  era la pretensión de aparentar, por eso había dejado de usar el apellido de casada y adoptó los de su madre, de rancia aristocracia. Yo soy un ratón de archivos, busco información para otros, paso las horas  entre papeles, observo encubierto la vida de los demás, trato de ser invisible. Es cierto que por esos días  tenía pocos casos, pero eran  importantes. Si  lograba resolver alguno, entraría buen dinero. Había que ser paciente. Como colaborador de uno o dos empresarios que espiaban a sus socios o a sus esposas jóvenes, apenas tenía para vivir. Claro que lo que más dinero deja son las esposas celosas y los maridos que, por no ceder nada en el divorcio, buscan amantes y otras traiciones conyugales. Yo prefiero los casos policiales, pero hoy no son muchos los que me contratan para asesorarlos. En el pasado colaboré en hechos resonantes,  en secuestros extorsivos, en crímenes, en desapariciones de personas. Hay que entender, a veces se sube  la cuesta  y otras se baja.
Mi mujer se levantó indignada porque yo no le prestaba atención y no lograba  sacarme de quicio con  sus reproches, me tiró las llaves de casa, dijo algo así como que me vaya al carajo, que a ese departamento oscuro y maloliente de pocos metros cuadrados no volvería, que para qué se casó conmigo, que habían tenido razón sus padres y que la nena estaba de acuerdo en mudarse con ella. Y se alejó. Me dejó así, después de dieciséis años.
El hombre de la mesa de al lado también se levantó, tomó el libro, o lo que quedaba de él, y la pipa y se fue. Esperé que caminara unos diez metros, cuando dio vuelta en el recodo de  la galería, me acerqué a la mesa para ver qué había estado destruyendo, y recogí algunos pedazos de papel. Para mi sorpresa, eran relatos de Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle.