martes, 16 de agosto de 2016

La casa donde se pierden los niños de El juego de contar historias


La casa donde se pierden los niños está muy cerca de la mía. Ahora está cerrada. Queda en un barrio de clase media, de trabajadores  y empleados, edificaciones bajas,  o chalet de tejas  con moho. En una ciudad tranquila, donde nunca pasa nada,  desaparecieron tres chicos en su propia casa: la Gorda, la Flaca  y el Nene.
El más chico, el Nene, era fatal, a mí me acompañó en cien travesuras, íbamos a cazar pajaritos, a pescar mojarritas en el puente, donde el arroyo hace la Y, lo que más nos gustaba era entrar a alguna tapera a buscar alguna cosa que despertara nuestra fantasía o robar frutas; íbamos los cinco: Cacho, el Nene, el Tito, Carlitos y yo, fuimos inseparables hasta los doce o trece años. 
Todos sabíamos lo que pasaba en la casa  del Nene. A veces lo miraba desde mi ventana, cuando me agarraba el asma y no podía ir a jugar. Si no salíamos por el barrio o no íbamos al arroyo, el Nene  se entretenía cortando tiras de telas para hacer las colas de los barriletes de  papel de diario, a veces usaba papel de barrilete suave, fino, de colores, de todos los colores, aunque prefería  el  rojo, porque era de los Diablos Rojos.  Siempre ponía mucho empeño en atarlos, decía que los hacía fuertes para irse volando en uno, cuando se hinchara las bolas.
La  Flaca, mientras tanto,  lloraba lágrimas de sangre,  se escondía  debajo de la cama o detrás de las puertas,  todos le decíamos la Flaca; la mayor era la Gorda,  un tanque que arrasaba con todo, con su risa, su voz chillona, o con los pataleos cuando se encaprichaba. Era la más alegre. Los tres se la pasaban intentando escapar de la vida. Fugarse.
Cuando el Nene nos contó, no le creímos, cómo que se esfumaban  sin que nadie los viera. La nuestra es una casa con agujeros, nos dijo, son como túneles que nos conectan a otra dimensión, otros mundos. En el dormitorio había tres huecos en los que solían esconderse los chicos, si los buscaban allí, sólo se veían  las camas bien hechas, como quería la mamá. Hay tres camas con cubrecamas estampados con flores  y flecos de hilos de seda  que se metían en la nariz de la Flaca cuando se escondía debajo de la cama, sin moverse, para que el elástico de hierro no le doliera en la espalda si se levantaba de golpe, o para que  él no la encontrara,  la sacara a la rastra y la levantara  de los pelos como una cosa o un animalito indefenso. Qué fuerza debe tener alguien para alzarla de los pelos con una mano y pegarle con la otra. Pero, claro, la Flaca era flaquita. Por eso ella lloró lágrimas de sangre, por lo de la cabeza me dijo mi tía, en voz baja, casi en secreto, porque a la nena la tuvieron que llevar al médico, pero nadie de la familia dijo nada, menos los vecinos. Quién se iba a meter. Ella estuvo unos días sin ir a la escuela y con el ojito vendado. Total en  primer grado mucho no  hacen y así la maestra no pregunta. 
Otro hueco grande estaba en la cocina, junto a la mesa donde comían, en un armario alto y angosto, detrás de unas escobas y   trapos de piso, se sumergían allí para desaparecer, no siempre, sólo cuando  se sentían amenazados, pero a la Gorda la agarraron un día, antes de esconderse, y le tuvieron que poner tres o cuatro puntos en la cabeza. Tampoco nadie dijo  nada.
Un día el Nene se escondió en el techo de la casa, lo buscaron por las calles del vecindario, gritaron NeneNeneNene, no aparecía porque sabía que lo iban a fajar.  Si un vecino se quejaba porque le robaban las monedas de los sifones, si a otro  le habían roto las macetas o los vidrios, o le rayaban el coche, iban a tocar timbre a la casa del Nene, a la mía o a la de los otros pibes no, caía él fija aunque no fuera el autor de la fechoría. Cada vez que alguien se quejaba, le daban una biaba que diomio. En mi casa también, pero menos, era mi vieja la que me daba unos chancletazos; mi viejo que dios lo tenga en la gloria nunca me tocó. Qué grande mi viejo. El Nene estuvo en el techo de la casa hasta la noche, él dijo que se había ido por el  aire, pero yo no le creí.
Mis vecinos,  si estaban solos  en el parque o en la calle,  parecían  pibes como nosotros, cuando nos juntábamos en la esquina, de noche en verano y atrapábamos  luciérnagas, les decíamos bichos de luz, éramos todos dichosos, como se es antes de los trece  años.  Ellos también se sentían felices, y no se hacían humo ni nada de eso, me acuerdo bien.
La Flaca se escapó, anduvo por desiertos. De vez en cuando, se le caía una lágrima roja, como pétalo que cae y se deshace. Pero ella no quiere ver los botones rojos. Sigue porque tiene los libros. La  fantasía la lleva por ciudades y aldeas, se aleja del desierto, se acerca. Viene y va con su cabeza de nido, le crecen alas. Niega  los manchones rojos    que la empujan a irse. Sangra, pero no alcanza para perder la vida. Lleva un libro en su bolsa, siempre. Regresó por el padre cuando tuvo que cuidarlo. Una mañana me la crucé en la vereda, no era más la flaquita que yo conocía. Estoy sola, me dijo. De lo que pasó acá no puedo olvidarme, vos sabés bien, me dijo ese día en la puerta de su casa.
Ellos desafiaban la autoridad, jugar a la hora de la siesta en la casa de al lado era como orillar un precipicio; luchaban con las almohadas, saltaban de una a otra cama, rompían el silencio a esa hora  con sus risas, sus gritos, sus acusaciones. La paliza era parte del destino. Uno de esos días desmesurados, los chicos decidieron escabullirse y no regresar. Ya conocían bien los caminos del ocultamiento. Se fugarían. Primero  quisieron probar  cómo ir desapareciendo. Fue de a poco, un día unos minutos, después algunas horas. Cuando la madre salía a buscarlos, gritaba en el patio NeneNene  y reaparecían.
Cuando no pudieron más, los tres se fueron, dijeron que se habían ido a trabajar a la ciudad, porque ya tenían edad para ganarse la vida y aquí no tenían trabajo. Yo conozco otra historia. El día en que el infierno se duplicó en la casa, y la madre se fue a la cama a llorar como siempre, y el padre vociferaba, como de costumbre,  ese día los tres dijeron: Chau. Los chicos se fueron por los huecos que habían ido quedando después de tanto infortunio,  de tanta injuria; cada uno había sacado algo quebrado de adentro y  el hueco había crecido; así fabricaron los túneles.
 Una noche en que el viejo les puso la mano encima y la Gorda quiso llamar a la policía, ellas se fueron por el hueco. No volvieron más, porque las que regresaron a ver a la madre una tarde de verano ya no eran ellas. Más tarde, se fue el Nene, tampoco regresó. Volvió  un hombre oscuro, no era él, no se parecía a mi amigo  de la infancia. Yo sabía que los tres se habían ido por los huecos, aunque dijeran que estaban trabajando en alguna parte del mundo.
El Nene fue el peor de todos, como estaba escrito, como siempre le habían dicho, como le hicieron creer, y todos lo vimos. Conoció  los caminos peligrosos de la calle. Cuando se llevó el 38 que estaba escondido en el cajón del ropero, sabía muy bien qué hacer, motivos no le faltaban. Y no lo hizo. Porque la vida tiene esas cosas. Cuando el viejo se enfermó, el Nene regresó y lo cuidó, le dio de comer, lo acompañó, llamó al médico, hasta le limpió el culo. Todo eso hizo. No usó el 38 como había imaginado.
Nadie usó el 38, los años  hicieron su tarea, no las balas. La Flaca  también tuvo el 38 un día entre sus manos. Ese día decidió rajarse un tiro, volarse la cabeza, pero lo dejó donde estaba.  La otra, también se lo llevó para matarlo cuando estuviera durmiendo, lo pensó tanto tiempo que desistió por el peso que tienen las horas y los días sobre las emociones y, al final,  abandonó la idea. Entonces pensó en volver a la casa, lo perdonó. Pero él no había cambiado. A la Gorda se le abrieron  las  cicatrices. Rebrotó el odio. Cuando le llegó la hora sin embargo su  corazón se  ablandó  y se despojó de todo el dolor. Se fue en paz por el hueco. La buena gente tiene el perdón a la mano.
El viejo se fue solo, el 38 se quedó con  apetito justiciero, los chicos eran buenos de verdad; qué quieren que les diga,  se merecía un tiro en la frente, pero no lo hicieron, a veces pienso que él quería ver si eran capaces de hacerlo.
El último día estuvo solo, dijeron; imagino que puteando, enojado con los hijos o con alguien más, puteando a la  vida que  despreció, o llamando  NeneNene, vaya uno a saber cómo es el último minuto de un hombre así. ¿Y si se arrepintió y quiso pedirle  perdón a alguien?, decir te quiero mucho, perdoname. Los vi a la Flaca y al Nene  en el entierro, y el Nene me dijo: Qué jodido irse  sin que nadie te llore. Yo le dije que sí, nos abrazamos y me fui caminando hasta mi casa, no quise volver en auto. Necesitaba pensar en la vida, que a veces sale bien y  a veces mal, en que es improbable el olvido  y   que es digno pero difícil, perdonar. Los chicos me dijeron mientras caminábamos los tres muy juntos, con pasos lentos y la voz apagada: Pobre viejo, eso me dijeron, pobre viejo.
Al ver la casa cerrada, se me da por pensar  que la familia es una invención  hecha para estar con los otros y mitigar el desamparo, pero a  veces no resulta de ese modo; pienso en el amor que damos y en el que nos entregan, si la vida es lo que uno hace con  uno mismo y con los demás, o es lo que imaginamos; creo que somos  la memoria almacenada, las huellas que  vamos dejando unos en  otros. 
El viejo se fue  por el hueco también, estaba solo una tarde de invierno, dormido en una de las  camas donde antes se habían  escabullido los hijos, y no supe nada más de ellos.


lunes, 15 de agosto de 2016

Pobre la palabra que no vuela

Hace un tiempo que se han ido de aquí,
No vienen, no me visitan,
Ni siquiera preguntan
Cómo anda tu destartalado corazón.
No sé, no las he visto, digo,
No escucho nada.
                          
A veces sucede que me escondo de mí,
Que ando llevando las palabras a escondidas.
Otras,  las llevo
Como el caracol lleva la casa,
 A cuestas.
Ahora  soy un caracolito que se niega a salir.

Algunos días ellas han sobrevolado
La materia y brillaron como piedras
Disparadas con la honda.
Ahora están emboscadas
A la espera.

Pobre de la palabra que no vuele.

Destino de silencio, será el mío.