martes, 13 de diciembre de 2016



En la contratapa escribe el periodista Jorge Cadús :

 "¿Qué busca Obdulio Quesada en la intimidad de sus silencios, en la asombrosa persistencia de sus soledades? ¿Qué oros y negros persigue en sus laboriosos insomnios? ¿Qué intuiciones lo alientan en su batalla contra el tiempo? ¿Qué secretos reserva -y para quiénes- en la apretada letra de sus cuadernos? En el horizonte difuso que el alquimista va construyendo en esos apuntes se dibujan, entrelazan y confunden los materiales que definen la historia del hombre, sus interrogantes permanentes, sus transformaciones: allí laten el amor, el poder, y la muerte. 
Y el tiempo, que los atraviesa de manera imperceptible.
En la tradición de la nueva narrativa latinoamericana, de manera clara y vigorosa, la escritora Adriana Tuffo nos invita a transitar la historia de Obdulio Quesada, el alquimista del Paraíso, en un recorrido que atraviesa la vida de tres generaciones de mujeres.
Una historia de amor, rebeldías y ausencia, pero sobre todo de búsquedas. Quizás, de la única búsqueda que en realidad vale la pena."

domingo, 11 de diciembre de 2016

Amigos, se viene la presentación de mi novela. 


82/79
Los diarios del alquimista



Una novela de amor (de los de antes) y de alquimia en tiempos de amores líquidos.

sábado, 8 de octubre de 2016

Anida corazón



El olvido fue más prolongado
Que el amor
Que nos tuvimos.
Una ola en el mar.
Casi nada. Lágrimas.

Para qué mentir,
El corazón (uno sólo sabe del que  anida en su cuerpo)
Se encoge acobardado
Ante cada desengaño.

Entonces, desencantado y roto
Fabrica
Un nido inerte,
Con pocas cosas
Material  
Inservible para otras causas,
Como los pájaros desorientados.

Se rehace  
Carcomido por el dolor.
Callado,
Para no aullar la pena.

Quieto
Se protege,
Descansa  
Continúa el vuelo.

Y como el amor es mío
Me lo llevo adonde quiera, te dije.
Adonde me quieran, digo.

Anida corazón maltrecho.




sábado, 24 de septiembre de 2016

Allí van

Allí van
pobres
niños y niñas
mendicantes de fiesta
han aprendido rituales
ajenos
ya no se ofrecen a los dioses
sino  a los viajeros, turistas de lo antiguo
ceremonias
desolación de pobres
venden lo que tienen
la imagen
el recuerdo
un pasado glorioso
envueltos en coloridos trapos
limosnas
del capitalismo, quedan
la muerte de los bosques
los ríos de inmundicia
agregan los que vienen más pobreza a los pobres.
La inocencia sacrificada, otra vez.
              
Al fin
nada ha cambiado.
Los dioses siguen ordenando la vida de los hombres.



martes, 13 de septiembre de 2016

Presentación de libros: "HISTORIAS DE ALCORTA" de Pedro Prece y "EL JUEGO DE CONTAR HISTORIAS" de Adriana Tuffo

Amigos, los esperamos en La favrika, el jueves 15 de setiembre a las 19 hs, Tucumán 1816, Rosario. Para hablar de libros, contar historias de Alcorta y sobre el modo en que las palabras y los sueños tejen nuestra identidad. Nos encontraremos con Pedro Prece quien presentará el libro "Historias de Alcorta" y con mi obra, "El juego de contar historias". Estaremos entre amigos para compartir un momento entrañable.



martes, 16 de agosto de 2016

La casa donde se pierden los niños de El juego de contar historias


La casa donde se pierden los niños está muy cerca de la mía. Ahora está cerrada. Queda en un barrio de clase media, de trabajadores  y empleados, edificaciones bajas,  o chalet de tejas  con moho. En una ciudad tranquila, donde nunca pasa nada,  desaparecieron tres chicos en su propia casa: la Gorda, la Flaca  y el Nene.
El más chico, el Nene, era fatal, a mí me acompañó en cien travesuras, íbamos a cazar pajaritos, a pescar mojarritas en el puente, donde el arroyo hace la Y, lo que más nos gustaba era entrar a alguna tapera a buscar alguna cosa que despertara nuestra fantasía o robar frutas; íbamos los cinco: Cacho, el Nene, el Tito, Carlitos y yo, fuimos inseparables hasta los doce o trece años. 
Todos sabíamos lo que pasaba en la casa  del Nene. A veces lo miraba desde mi ventana, cuando me agarraba el asma y no podía ir a jugar. Si no salíamos por el barrio o no íbamos al arroyo, el Nene  se entretenía cortando tiras de telas para hacer las colas de los barriletes de  papel de diario, a veces usaba papel de barrilete suave, fino, de colores, de todos los colores, aunque prefería  el  rojo, porque era de los Diablos Rojos.  Siempre ponía mucho empeño en atarlos, decía que los hacía fuertes para irse volando en uno, cuando se hinchara las bolas.
La  Flaca, mientras tanto,  lloraba lágrimas de sangre,  se escondía  debajo de la cama o detrás de las puertas,  todos le decíamos la Flaca; la mayor era la Gorda,  un tanque que arrasaba con todo, con su risa, su voz chillona, o con los pataleos cuando se encaprichaba. Era la más alegre. Los tres se la pasaban intentando escapar de la vida. Fugarse.
Cuando el Nene nos contó, no le creímos, cómo que se esfumaban  sin que nadie los viera. La nuestra es una casa con agujeros, nos dijo, son como túneles que nos conectan a otra dimensión, otros mundos. En el dormitorio había tres huecos en los que solían esconderse los chicos, si los buscaban allí, sólo se veían  las camas bien hechas, como quería la mamá. Hay tres camas con cubrecamas estampados con flores  y flecos de hilos de seda  que se metían en la nariz de la Flaca cuando se escondía debajo de la cama, sin moverse, para que el elástico de hierro no le doliera en la espalda si se levantaba de golpe, o para que  él no la encontrara,  la sacara a la rastra y la levantara  de los pelos como una cosa o un animalito indefenso. Qué fuerza debe tener alguien para alzarla de los pelos con una mano y pegarle con la otra. Pero, claro, la Flaca era flaquita. Por eso ella lloró lágrimas de sangre, por lo de la cabeza me dijo mi tía, en voz baja, casi en secreto, porque a la nena la tuvieron que llevar al médico, pero nadie de la familia dijo nada, menos los vecinos. Quién se iba a meter. Ella estuvo unos días sin ir a la escuela y con el ojito vendado. Total en  primer grado mucho no  hacen y así la maestra no pregunta. 
Otro hueco grande estaba en la cocina, junto a la mesa donde comían, en un armario alto y angosto, detrás de unas escobas y   trapos de piso, se sumergían allí para desaparecer, no siempre, sólo cuando  se sentían amenazados, pero a la Gorda la agarraron un día, antes de esconderse, y le tuvieron que poner tres o cuatro puntos en la cabeza. Tampoco nadie dijo  nada.
Un día el Nene se escondió en el techo de la casa, lo buscaron por las calles del vecindario, gritaron NeneNeneNene, no aparecía porque sabía que lo iban a fajar.  Si un vecino se quejaba porque le robaban las monedas de los sifones, si a otro  le habían roto las macetas o los vidrios, o le rayaban el coche, iban a tocar timbre a la casa del Nene, a la mía o a la de los otros pibes no, caía él fija aunque no fuera el autor de la fechoría. Cada vez que alguien se quejaba, le daban una biaba que diomio. En mi casa también, pero menos, era mi vieja la que me daba unos chancletazos; mi viejo que dios lo tenga en la gloria nunca me tocó. Qué grande mi viejo. El Nene estuvo en el techo de la casa hasta la noche, él dijo que se había ido por el  aire, pero yo no le creí.
Mis vecinos,  si estaban solos  en el parque o en la calle,  parecían  pibes como nosotros, cuando nos juntábamos en la esquina, de noche en verano y atrapábamos  luciérnagas, les decíamos bichos de luz, éramos todos dichosos, como se es antes de los trece  años.  Ellos también se sentían felices, y no se hacían humo ni nada de eso, me acuerdo bien.
La Flaca se escapó, anduvo por desiertos. De vez en cuando, se le caía una lágrima roja, como pétalo que cae y se deshace. Pero ella no quiere ver los botones rojos. Sigue porque tiene los libros. La  fantasía la lleva por ciudades y aldeas, se aleja del desierto, se acerca. Viene y va con su cabeza de nido, le crecen alas. Niega  los manchones rojos    que la empujan a irse. Sangra, pero no alcanza para perder la vida. Lleva un libro en su bolsa, siempre. Regresó por el padre cuando tuvo que cuidarlo. Una mañana me la crucé en la vereda, no era más la flaquita que yo conocía. Estoy sola, me dijo. De lo que pasó acá no puedo olvidarme, vos sabés bien, me dijo ese día en la puerta de su casa.
Ellos desafiaban la autoridad, jugar a la hora de la siesta en la casa de al lado era como orillar un precipicio; luchaban con las almohadas, saltaban de una a otra cama, rompían el silencio a esa hora  con sus risas, sus gritos, sus acusaciones. La paliza era parte del destino. Uno de esos días desmesurados, los chicos decidieron escabullirse y no regresar. Ya conocían bien los caminos del ocultamiento. Se fugarían. Primero  quisieron probar  cómo ir desapareciendo. Fue de a poco, un día unos minutos, después algunas horas. Cuando la madre salía a buscarlos, gritaba en el patio NeneNene  y reaparecían.
Cuando no pudieron más, los tres se fueron, dijeron que se habían ido a trabajar a la ciudad, porque ya tenían edad para ganarse la vida y aquí no tenían trabajo. Yo conozco otra historia. El día en que el infierno se duplicó en la casa, y la madre se fue a la cama a llorar como siempre, y el padre vociferaba, como de costumbre,  ese día los tres dijeron: Chau. Los chicos se fueron por los huecos que habían ido quedando después de tanto infortunio,  de tanta injuria; cada uno había sacado algo quebrado de adentro y  el hueco había crecido; así fabricaron los túneles.
 Una noche en que el viejo les puso la mano encima y la Gorda quiso llamar a la policía, ellas se fueron por el hueco. No volvieron más, porque las que regresaron a ver a la madre una tarde de verano ya no eran ellas. Más tarde, se fue el Nene, tampoco regresó. Volvió  un hombre oscuro, no era él, no se parecía a mi amigo  de la infancia. Yo sabía que los tres se habían ido por los huecos, aunque dijeran que estaban trabajando en alguna parte del mundo.
El Nene fue el peor de todos, como estaba escrito, como siempre le habían dicho, como le hicieron creer, y todos lo vimos. Conoció  los caminos peligrosos de la calle. Cuando se llevó el 38 que estaba escondido en el cajón del ropero, sabía muy bien qué hacer, motivos no le faltaban. Y no lo hizo. Porque la vida tiene esas cosas. Cuando el viejo se enfermó, el Nene regresó y lo cuidó, le dio de comer, lo acompañó, llamó al médico, hasta le limpió el culo. Todo eso hizo. No usó el 38 como había imaginado.
Nadie usó el 38, los años  hicieron su tarea, no las balas. La Flaca  también tuvo el 38 un día entre sus manos. Ese día decidió rajarse un tiro, volarse la cabeza, pero lo dejó donde estaba.  La otra, también se lo llevó para matarlo cuando estuviera durmiendo, lo pensó tanto tiempo que desistió por el peso que tienen las horas y los días sobre las emociones y, al final,  abandonó la idea. Entonces pensó en volver a la casa, lo perdonó. Pero él no había cambiado. A la Gorda se le abrieron  las  cicatrices. Rebrotó el odio. Cuando le llegó la hora sin embargo su  corazón se  ablandó  y se despojó de todo el dolor. Se fue en paz por el hueco. La buena gente tiene el perdón a la mano.
El viejo se fue solo, el 38 se quedó con  apetito justiciero, los chicos eran buenos de verdad; qué quieren que les diga,  se merecía un tiro en la frente, pero no lo hicieron, a veces pienso que él quería ver si eran capaces de hacerlo.
El último día estuvo solo, dijeron; imagino que puteando, enojado con los hijos o con alguien más, puteando a la  vida que  despreció, o llamando  NeneNene, vaya uno a saber cómo es el último minuto de un hombre así. ¿Y si se arrepintió y quiso pedirle  perdón a alguien?, decir te quiero mucho, perdoname. Los vi a la Flaca y al Nene  en el entierro, y el Nene me dijo: Qué jodido irse  sin que nadie te llore. Yo le dije que sí, nos abrazamos y me fui caminando hasta mi casa, no quise volver en auto. Necesitaba pensar en la vida, que a veces sale bien y  a veces mal, en que es improbable el olvido  y   que es digno pero difícil, perdonar. Los chicos me dijeron mientras caminábamos los tres muy juntos, con pasos lentos y la voz apagada: Pobre viejo, eso me dijeron, pobre viejo.
Al ver la casa cerrada, se me da por pensar  que la familia es una invención  hecha para estar con los otros y mitigar el desamparo, pero a  veces no resulta de ese modo; pienso en el amor que damos y en el que nos entregan, si la vida es lo que uno hace con  uno mismo y con los demás, o es lo que imaginamos; creo que somos  la memoria almacenada, las huellas que  vamos dejando unos en  otros. 
El viejo se fue  por el hueco también, estaba solo una tarde de invierno, dormido en una de las  camas donde antes se habían  escabullido los hijos, y no supe nada más de ellos.


lunes, 15 de agosto de 2016

Pobre la palabra que no vuela

Hace un tiempo que se han ido de aquí,
No vienen, no me visitan,
Ni siquiera preguntan
Cómo anda tu destartalado corazón.
No sé, no las he visto, digo,
No escucho nada.
                          
A veces sucede que me escondo de mí,
Que ando llevando las palabras a escondidas.
Otras,  las llevo
Como el caracol lleva la casa,
 A cuestas.
Ahora  soy un caracolito que se niega a salir.

Algunos días ellas han sobrevolado
La materia y brillaron como piedras
Disparadas con la honda.
Ahora están emboscadas
A la espera.

Pobre de la palabra que no vuele.

Destino de silencio, será el mío.

viernes, 17 de junio de 2016

El limonero lánguido suspende de Antonio Machado

El limonero lánguido suspende
una pálida rama polvorienta
sobre el encanto de la fuente limpia,
y allá en el fondo sueñan
los frutos de oro...
Es una tarde clara,
casi de primavera;
tibia tarde de marzo,
que al hálito de abril cercano lleva;
y estoy solo, en el patio silencioso,
buscando una ilusión cándida y vieja:
alguna sombra sobre el blanco muro,
algún recuerdo, en el pretil de piedra
de la fuente dormido, o, en el aire,
algún vagar de túnica ligera.

En el ambiente de la tarde flota
ese aroma de ausencia
que dice al alma luminosa: nunca,
y al corazón: espera.

Ese aroma que evoca los fantasmas
de las fragancias vírgenes y muertas.

Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,
casi de primavera,
tarde sin flores, cuando me traías
el buen perfume de la hierbabuena,
y de la buena albahaca,
que tenía mi madre en sus macetas.

Que tú me viste hundir mis manos puras
en el agua serena,
para alcanzar los frutos encantados
que hoy en el fondo de la fuente sueñan...

Sí, te conozco, tarde alegre y clara,
casi de primavera.

lunes, 14 de marzo de 2016

El hombre tiene miedo

Cuando un hombre tiene miedo, se le nota. Ser elegido para una función para la cual no se está preparado, es serio. Más cuando se es elegido para presidir una República. No digo país, porque circulan diversos poderes de arriba abajo y viceversa. Una res publicae, una cosa pública, de todos. No de unos pocos.
Cuando un hombre tiene miedo, se le desfigura el rostro. La musculatura se tensa. Los ojos vidriosos reflejan más verdades que cualquier diario amigo o protector. Y las imágenes lo muestran.
Cuando un señor, que ha cometido exabruptos y ha dicho mentiras varias, desmantela la precaria felicidad de los que menos tienen, sabe que hace mal y daña; entonces, tiene miedo.
Cualquier predicción puede parecerse a una falsa profecía o a un deseo de irremediable apocalipsis. No, el tipo sabe que está todo mal y que vamos a estar peor, que las personas sufren si no hay comida en la mesa, que si no hay trabajo, no se come, que los niños (TODOS) deben ir a la escuela a aprender y recibir amor (NO A COMER). Por eso teme.
Y pone más policías y gendarmes para que lo protejan, porque los otros, esos que no  tienen nada, ni entienden ni saben nada, son capaces de hacer algo, por ejemplo, que la república funcione, que la tortilla se vuelva.
Que la tortilla se vuelva...
Es para temer, al fin y al cabo, hay que darle la razón, al menos en esto del temor al pueblo soberano.

viernes, 19 de febrero de 2016

El lector de El juego de contar historias

Llegué a la mesa del patio de comidas y lo vi,  sólo deseaba sentarme para ver qué hacían los demás y además  llenar el estómago con alguna comida aceptable para el colesterol. Caminar sin  objetivos por un shopping es para mí como caminar en un desierto o en un laberinto, no  sé cómo salirme;  aunque todo se vea atractivo para malgastar el salario, la comida es lo que más me satisface,  por  los pocos billetes que me quedan y porquen no llevo tarjetas de crédito, los plásticos no son lo mío, aun cuando suene anticuado; aquí soy como un niño amante de los libros frente a la vidriera de la juguetería, no me gusta nada. Es tan grande la oferta de bienes necesarios, como de los  inútiles y bellos, tanto que alguien como yo está a punto de correr pidiendo socorro. Mascullo entre dientes mierdalasociedadeconsumo y me siento en la mesa. Qué otra cosa puedo hacer, como si fuera sencillo encontrar lugar para sentarse, comer bien después del siglo transcurrido entre el pedido y el plato de comida, satisfacer el hambre y salir indemne del asalto a mano armada. En fin, como tenía que esperar a mi mujer y a mi hija, preferí almorzar solo.
Junto a mi mesa estaba él, el lector. Un señor mayor, muy delgado,  con gesto nervioso y atildado. Por qué tan ofuscado, me pregunté, tan acostumbrado estoy a ver en los demás como en un mapa las emociones; el hombre daba vueltas las hojas de un libro con energía exagerada. Leía una página, la de la derecha, con gesto determinado tomaba la hoja de papel rústico de color crema, la asía por el extremo  superior derecho y la arrancaba. Acto seguido, la rompía en pedazos, serían seis u ocho fragmentos. No  podía creer que alguien hiciera eso con un libro. Pienso que, lejos de valorar el texto, de ser crítico o de olvidarlo en un estante de la biblioteca, hacía lo que nadie en su sano juicio, rompía una tras otra las hojas después de leerlas. Como el que come nueces, pero al revés. El autor  metafóricamente muere en la lectura, y no hace falta romper el libro, muere cuando el  lector  realiza una reescritura a partir del acto mismo de leer. El texto, digo, es un tejido de citas, uno como lector las reconoce o no, según las lecturas previas; entonces leer es como pescar en un mar  de múltiples voces y cruces culturales. Eso, leer es como pescar, me digo ufano por la metáfora ingeniosa. Por lo que entiendo este lector es un psicópata, se desquita con brutalidad del objeto libro. Él es el no lector. El lector sin texto.
Quién lee una página y la rompe, es como hacer el amor y luego, matar al consorte. Arranca, rasga por la mitad y la multiplica hasta hacerla nada, los significados son cadáveres sobre la mesa. La muerte del significante, determino con sentimiento de pesar verdadero. Leer es resignificar el texto, este tipo lo destruía literalmente. Leer y no saber qué pasará en las siguientes líneas, con la secuencia interrumpida. De nuevo pienso en el coito. Por qué leería alguien sólo las páginas pares. Los segmentos, pedazos aislados no son el texto;  la idea de unidad y de coherencia es aniquilada por el tipo de la mesa de al lado, antes de fraccionar el papel ya lo había destruído con su lectura inválida. Pienso todas estas cosas, mientras trago como en un acto reflejo la ensalada desabrida. El flaco, personaje lector, busca crear otra historia, discurro. No quiere leer la que escribió el autor, sino otra;  el lenguaje es el que habla. Por qué acabar con el libro, sigo mis cavilaciones,  destruye el texto o lo construye en su extraña lectura. Tal vez haga  ambas cosas. La obra nunca es la misma después de la lectura. Éste es un experimento literario, concluyo orgullosamente.
Entonces, busco cambiar la dirección del razonamiento como parte de mis ejercicios mentales. Pienso que el libro incompleto tiene un mensaje cifrado para alguien que está oculto en una callecita del barrio, que llegará hasta nosotros sin ser visto, el sujeto tomará el misterioso objeto cuando el otro lo deje sobre la mesa. Mi vecino sólo saca algunas páginas y deja las que encierran, para el que sepa leer, el enigma. Entonces debería esperar  sentado aquí mismo para ver quién se acerca a la mesa y lo recoge. Podría ser parte de un plan terrorista, exagero la deducción por vicio profesional. Lo desestimo. Es muy obvio. El lector parece un extranjero, tal vez sea un inglés o irlandés que visita la ciudad.
Entre bocado y bocado de bife de chorizo, sigo observándolo y puedo percibir su adrenalina, goza en el acto de destruir la obra de otro, alguien a quien nunca le verá el rostro, a quien no tendrá que darle explicaciones por su ofensa. El autor. Qué mensajes habrá querido dar al mundo, qué objetos produjo su ingenio para conservar la memoria  y, a la vez, dejar su sello personal. Mientras engullo la comida pienso en  cosas así, sobre los artefactos culturales y los valores de la herencia colectiva que representan. El autor. Quién sabe  los fracasos que debió padecer para llegar a ser publicado, cuántos amigos lectores lo halagaron o a cuántos defraudó por la desidia o la torpeza de su pluma. Destruir libros, pienso, es cosa de fanáticos, de quienes no aceptan las discrepancias ideológicas, políticas o religiosas; los intolerantes que demuestran desprecio por el conocimiento, la historia, la cultura, destruyen libros, como si así aniquilaran a  los enemigos. Romper libros, arriesgo en el límite, es como  arrojarlos al fuego. La quema de libros ha devorado el diálogo y la tolerancia entre las personas tantas veces en la historia desde la creación de la imprenta. Me quedo pensando en esos monstruos un momento, segundos. Concluyo, es pura ignorancia o peor, me acomodo intranquilo en la silla por la presencia de un lunático,  es un fanático intolerante. En eso estaban mis ideas cuando llegaron Adela y nuestra hija de quince años. Ambas felices, cargadas de bolsas; las tardes de shopping rejuvenecen a mi mujer y mi hija adolescente sigue el camino de su madre. Digo mierdaconestasociedadeconsumo.
-Qué hacías, me dice mi mujer. Nada, comí un bife de chorizo con ensalada, le cuento sin perder de vista al vecino que continúa su metódica destrucción. Mi mujer habla del encuentro casual con una amiga, Carmencita Acuña o Aguirre, que regresó del Caribe con un color espectacular, y de los zapatos que compró en Nueva York o Londres, o no sé dónde porque no la quiero escuchar ocupado como estoy en quitar los elementos inútiles de mi mente y reservar sólo aquellos que me pueden ayudar a deducir el misterio del lector.
Delgado, de nariz aguileña, mirada penetrante, a primera vista me llamaron la atención  la gorra escosesa con visera y la pipa apagada en su mano derecha; cuando dejaba la pipa, deslizaba la mano sobre el libro y con decisión de guillotina cercenaba la página leída. Era un homicidio en primer grado. Me inquietaba el asesino tan próximo, cometía el crimen a la vista de todos y seguía allí sentado, mutilando a la víctima sin que nadie lo advirtiera excepto yo, sin que lo detuvieran.
Adela me decía que teníamos que hablar ahora que la nena se había ido con sus amigas. Me decía que ella ya no podía vivir así, que yo sabía bien que ser detective privado no nos permitía vivir decorosamente; que si en lugar de dejar  las clases de historia y de literatura en el colegio inglés hubiera hecho méritos para que me renovaran el contrato, no seríamos ricos porque con la docencia nadie se hace rico, pero al menos tendríamos otras relaciones; que era un muerto de hambre, si no fuera por ella que tuvo la mala suerte de perder a sus padres y heredar los campos de Santa Fe, y que la renta de la chacra de Máximo Paz y la cría de vacas le permitirán a ella tener otra clase de vida, la que se merece. Yo no prestaba mucha atención, ese discurso lo conocía de memoria, lo venía recitando desde el día en que volvimos de la escribanía y se transformó en una mujer rica con aires de hacendada. Para mí lo único que tenía ella  era la pretensión de aparentar, por eso había dejado de usar el apellido de casada y adoptó los de su madre, de rancia aristocracia. Yo soy un ratón de archivos, busco información para otros, paso las horas  entre papeles, observo encubierto la vida de los demás, trato de ser invisible. Es cierto que por esos días  tenía pocos casos, pero eran  importantes. Si  lograba resolver alguno, entraría buen dinero. Había que ser paciente. Como colaborador de uno o dos empresarios que espiaban a sus socios o a sus esposas jóvenes, apenas tenía para vivir. Claro que lo que más dinero deja son las esposas celosas y los maridos que, por no ceder nada en el divorcio, buscan amantes y otras traiciones conyugales. Yo prefiero los casos policiales, pero hoy no son muchos los que me contratan para asesorarlos. En el pasado colaboré en hechos resonantes,  en secuestros extorsivos, en crímenes, en desapariciones de personas. Hay que entender, a veces se sube  la cuesta  y otras se baja.
Mi mujer se levantó indignada porque yo no le prestaba atención y no lograba  sacarme de quicio con  sus reproches, me tiró las llaves de casa, dijo algo así como que me vaya al carajo, que a ese departamento oscuro y maloliente de pocos metros cuadrados no volvería, que para qué se casó conmigo, que habían tenido razón sus padres y que la nena estaba de acuerdo en mudarse con ella. Y se alejó. Me dejó así, después de dieciséis años.
El hombre de la mesa de al lado también se levantó, tomó el libro, o lo que quedaba de él, y la pipa y se fue. Esperé que caminara unos diez metros, cuando dio vuelta en el recodo de  la galería, me acerqué a la mesa para ver qué había estado destruyendo, y recogí algunos pedazos de papel. Para mi sorpresa, eran relatos de Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle.
                                                                                                  
           

miércoles, 20 de enero de 2016

Primer amor, en EL JUEGO DE CONTAR HISTORIAS




Una mañana de diciembre vino un circo al pueblo y todos  corrimos a ver llegar a los gitanos. Era el primer encuentro, el descubrimiento de los húngaros como  les decían los más viejos, eran individuos distintos aún cuando compartían nuestro territorio, ellos no formaban parte de las comunidades que visitaban. Eran los otros. Salimos a la puerta de casa para ver cómo eran esos de los que siempre nos habían hablado. Desde ese día y todas las otras veces se instalaron a la vuelta de casa, en la manzana siguiente, en un terreno baldío que ocupaban los parques ambulantes. Después del almuerzo, cruzamos la calle de la mano con mis hermanos y nos paramos frente a los carromatos recién llegados y cerca de  las jaulas de los animales.
Nunca había estado en un lugar como el circo de los gitanos, me asustó un poco el rugido del león viejo, un poco flaco y despeinado, pero me atrajeron los personajes que ensayaban sus juegos habituales, los payasos, los malabaristas y la mujer que adivinaba la suerte. Las visitas se hicieron frecuentes. A la mañana siguiente, mi hermana y yo fuimos a verlos sin pedir permiso a mi madre que estaba dando de comer a las gallinas. Cuando nos acercamos a las jaulas, quedamos boquiabiertas. El oso estaba atado a una cadena, una mona daba de mamar a un tigre de pocos meses de vida y, para calmar los celos de su hijo, le rascaba la cabeza.  Caminamos entre las jaulas malolientes y llegamos adonde estaban unos hombres jóvenes que  armaban la carpa. Entonces lo vi a Tas, jugaba con los tigres, del otro lado de  las rejas yo sólo veía una parte de su rostro y el pelo negro. Por mirarlo, me tropecé no sé con qué y Azuleima me sostuvo para que no me cayera;  la gitana se reía, él era su hermano. Era una mujer  hermosa, tenía el cabello largo atado en dos trenzas, la falda de color amarillo y un pañuelo  medio caído en la cabeza. Nos preguntó nuestros nombres y desde aquel día nos hicimos amigas. No fue  fácil para mí tener una amiga diez años más grande  y,  además,  gitana.
La caravana de gitanos comenzó a venir al pueblo dos veces al año. En el verano, cuando terminaban las clases y en la primavera. Nunca supe por dónde andaban mientras transcurría el invierno frío y húmedo de la pampa. La primera vez que llegaron yo había terminado la primaria, cumplía trece años por aquellos días y, de algún modo, esos nómadas cambiaron mi vida. La gitana  Azuleima era adivina, leía las manos y tiraba las cartas; ella me enseñó a tejer, también me leyó las manos y predijo algo que sucedería  tiempo después.
La adolescencia en esa época  no existía tal como la conocemos hoy; con trece años me ocupaba de la limpieza de la casa, del lavado y planchado de las camisas de mi padre que era telegrafista en el ferrocarril  que fue inglés hasta que llegó Perón, me encargaba también del cuidado de mi hermana menor; esas tareas me alejaban de la lectura y  de las labores con lanas e hilos de seda que era lo que más me gustaba hacer. Sólo algunas chicas estudiaban,  las demás íbamos a corte y confección, tejíamos  o bordábamos en casa. Los chicos a esa edad se iniciaban en los trabajos rurales o  en los oficios, los que no iban a juntar maíz con toda la familia. Azuleima me regaló un tesoro cuando me enseñó a tejer  “si no tienes agujas toma dos ramitas… yo te voy a enseñar”. Tejí con ramas, con dos agujas, con los días y las noches, los afectos,  los recuerdos, el rencor y también el perdón.  Azuleima era  madre,  llevaba siempre con ella a su niña, la caravana iba de pueblo en pueblo, como una gran familia,  hijos, padres, abuelos, el clan completo. Todos compartían satisfechos esa vida de errantes atávicos. En mi familia odiaban que fuera al circo a ver a mi amiga gitana, mucho más que ella pasara por mi casa.
- Cómo una niña iba a tratar a una mujer de ésas. Una bruja que ofende al Señor. Nada de juntarse con los húngaros. Cómo es posible que una señorita se pase las horas en un carromato o entre la mugre de los animales.
A veces me veían niña,  otras, señorita. No era chica para enamorarme de Tas,  un gitano cautivador de ojos marrones y piel oscura. A pesar de los sermones de mi madre, jugábamos con los gitanos  en el arroyo o en el parque, corríamos o saltábamos a la soga con mis hermanos menores; me gustaba pasear de la mano de él. En aquel tiempo, tuve  que  cuidar a mi madre enferma de tifus, no era una nena, no. Ellos eran gitanos, trotamundos, libres, alegres. Nosotros, una buena  familia, religiosos, nómades también, porque vivíamos en las estaciones del ferrocarril, aunque no recuerdo que fuéramos tan  felices.
La  cuarta visita de los gitanos  se adelantó, era  sábado, fines de noviembre, y fuimos a verlos. Tres cosas inolvidables pasaron durante aquel verano.  Empecé a tejer con lanas de colores y dos agujas con la gitana  Azuleima;  se cumplió lo que ella me había augurado, que algo maravilloso iba a ocurrir en mi vida  y, la tercera,  me enamoré de Tas, el domador del circo. Fue después de que atrapó a un puma suelto entre los carromatos. Éste es uno de esos hechos inesperados que,  aún desconociendo lo que sobrevendrá, intuimos que pueden modificar nuestra manera de ver el mundo.
Los animales del circo  no tenían  libertad,  los sacaban a caminar, paseaban por las calles de tierra mientras hacían publicidad y volvían al encierro. Una tarde, cuando la madre del mono de poco más  de un año, empezó a gritar y a saltar dentro de la jaula, todos salieron a ver qué pasaba. El travieso monito se había escapado y ella lo reclamaba a gritos. Azuleima había perdido de vista a Zaira, su hija, pues en ese momento estaba dándome consejos; decía con suavidad: “Una lazada, que no se te escape el punto, tira  de la lana  parejito, que si no,  te quedan agujeros,  tranquila,  que cada vez te va a salir mejor y verás, hija,  cuántas cosas podrás hacer”. Mientras yo hacía mis primeras lazadas con las dos agujas, entre las jaulas caminaba un puma. Después  supimos que  había huído del patio de don Otto, un   cazador que no siempre mataba  a los animales y, por cariño o por empecinamiento,   traía algunos al pueblo y los tenía enjaulados o sueltos en su parque. El animal era esbelto y ágil; el gitano Tas, lo recuerdo bien, lo enfrentó con coraje. El puma que tenía  casi dos metros de largo de la nariz a la cola se paseaba determinado a cazar. Azuleima estaba tan entretenida en la tarea  de enseñarme a tejer,  que olvidó a su pequeña hija.  El felino, aunque ajeno  al lugar,  sorteaba seguro las estacas donde  habían atado las sogas que sostenían la carpa; se dirigía  a los corrales,  donde había caballos, mulas, camellos y ponis. Los caniches   hacían piruetas, andaban en bicicleta o pasaban a través de los aros, a ellos se les habían unido varios perros de la calle que iban a buscar algunos desperdicios, cuando  olfatearon el peligro, comenzaron a ladrar y ante el peligro, todos  huyeron.  En la corrida, llevaron por delante a Zaira. El llanto nos sacó del tejido, corrimos las dos  y nos quedamos paralizadas. La nena estaba muy cerca del puma. El animal caminaba  hacia ella, se detuvo, la olfateó y ronroneando  continuó con determinación hacia los corrales.

Zaira no dejaba de llorar. Muchos días después se siguió comentando lo increíble del hecho.  La mona Hilda, enloquecida porque había perdido a su hijo,  cuando oyó el llanto de la chiquita se escapó de la jaula. El monito jugaba  haciendo piruetas   en lo alto de la carpa, sin  luces ni  música,  se comportaba como si hubiera estado en medio de una función. Zaira apenas caminaba, iba hacia el carromato con pasos inseguros, tambaleándose como el  payaso cuando finge una borrachera, ella pasó muy cerca del puma y todos pensamos  en ese momento que podía ser presa del animal. Azuleima gritó espantada; todas  llorábamos. Fue entonces cuando Tas tomó el látigo para reducir a la fiera.
Algunos  acontecimientos resultan inolvidables en la historia de cada persona, por lo singulares. Los recuerdos de la infancia y de la  adolescencia se van atando a ratos felices, pactos familiares, mandatos paternos,   culpa,  miedo y hasta   mitos religiosos. En la vida adulta  quedan dentro de un universo ficticio donde uno recuerda u olvida lo conveniente; sin embargo,  las emociones son las que  dejan huellas,  los sentimientos, el amor, la pasión  nos marcan, pero suelen pasar desapercibidos porque nos empeñamos en esconderlos, quizás sea  pudor o tal vez uno quiera ocultar la pena. Hay historias que  guardamos celosamente, y entran en la categoría de lo mágico o milagroso. Historias entrañables se reservan íntimamente, como el primer amor. Lo que queda de ese instante del pasado  arrinconado es una especie de  folletín, que sigue allí, y podemos encontrarlo donde menos se espera. Recuerdo ahora que el cabello largo del gitano, suelto sobre sus hombros, caía sobre mi cara. Recuerdo los brazos morenos, la sonrisa blanca, perfecta. Pensé que el puma se habría dejado  seducir también. Cuando comenzó a llover, me sentí segura, abrigada en su abrazo. Nos refugiamos en una tapera, los dos solos por primera vez; escuché la música de su guitarra conmovida y su voz áspera. Yo amé a Tas desde ese día. Él también me amó, es mentira todo lo que me dijeron después.
Decían las señoras  entre mates y los hombres  en el Club Unión que las chicas de buena familia no andan por la calle a la hora de la siesta. Que sólo las chicas malas van al arroyo a bañarse. Que los viajantes y los gitanos les roban la inocencia a las pibas  fáciles y las abandonan. Que las malas lenguas hablan de  esas chicas.
Alguien había dejado la puerta de la jaula abierta, ese hecho casual hizo que  la mona escapara  y se interpusiera  entre la niña y el puma que,  para nuestra sorpresa,  no demostró interés en la pequeña. Saltó sobre Hilda  que fue más ágil  y  desde el mástil mayor  ella comenzó a arrojarle  una lluvia de orines. En medio de la confusión, algunos empezaron a reírse. La mona se creyó la estrella del circo e hizo gala de   una fuerza fenomenal, arrancó un caño  de la estructura para aporrear  a la fiera,  el puma se enfureció. Y  apareció él. Tas lo sometió con el látigo, lo llevó hasta la jaula más próxima y allí quedó encerrado en medio de los aplausos. El animal hambriento  no había visto nunca un domador,  sin embargo quedó inmóvil  mientras   él se   acercaba. Tas lo enfrentó resuelto y nos devolvió la tranquilidad. Aún lo puedo ver, tan hermoso el gitano.
Después de la captura,  llegó don Otto, el puma se entregó manso al viejo.  Pasado el susto, el monito bajó del poste y se abrazó  a la mona Hilda;   Azuleima  lloraba de alegría. Tas vino a mi encuentro. Yo no olvido su gesto resuelto, ni su sonrisa. Entre aplausos, caminó hasta mí  con el látigo enroscado en el antebrazo,  cuando estuvo cerca, me miró a los ojos y me llamó por mi nombre. Ese verano fuimos tan felices, como lo había anticipado la gitana. Al año siguiente, cuando llegó el circo al pueblo,  mis padres  decidieron mandarme a la casa de mis tíos que vivían en Santa Eulalia. Él ya no regresó con la caravana. De aquella época feliz tengo muchos recuerdos y la costumbre de  tejer una lazada y otra lazada  para cerrar los huecos que  va dejando la vida.

                         



domingo, 17 de enero de 2016

Un clavelito rojo

Mi niño                      
Me  ha ofrecido  su corazón  de néctar.
Lleva  unas pocas monedas   (Sólo tiene seis años),
Compraría una golosina,
Pero elige la ternura.
El niño  trae el amor (Sola, 
Me trajiste el amor)
En un clavelito  falso.
Me guardo la mirada
De tus ojos intensos cuando miras tan hondo.

El niño  tiene una semilla en  el corazón
Que  ha germinado. (No toques las espinas,
No salgas a enfrentar los jinetes del odio).
El niño
Y el dolor que no cesa.
Adoro la sonrisa que amanece en tu cara
Cuando te ves feliz.


Llega solo,
Sus  manos pequeñas  me regalan una flor
De pétalos encarnados, de  material etéreo,
Y aroma esquivo. 
La falsificación de esa flor
No  es otra cosa que puro amor.



martes, 5 de enero de 2016

Vuelo, las referencias históricas corresponden a los Juicios por delitos de Lesa Humanidad


Reescritura de la crónica

Argentina, 1977
Atada,  embotada se asomó al abismo y  vio el río en sombras.
No podía ser cierto. Los seres humanos no vuelan. A menos que fuera pájaro ahora, canario o colibrí por lo pequeña. No podía mover las alas atadas con una soga. Duelen.
Bajaba muy lentamente, agitando las aletas crecidas en el calabozo. Pez, entonces debería nadar. De pronto supo quién era, no era pájaro ni pez, recordó una capucha, los grilletes, susurró Patricia, hermana de Pedro y de Carlitos, buscaba a Pedro, en la Santa Cruz. 
La buscaron por cielo y tierra.

Los casos de Pedro y Patricia Oviedo (nro. 738 y 493)

Megacausa ESMA, día 81,  21  de agosto de 2013, Espacio Memoria y Derechos Humanos

lunes, 4 de enero de 2016

SEGUNDO ANIVERSARIO DEL BLOG


¡SALUTE! 


Elegí estas tres imágenes porque hay algo de ellas en mí y en este blog; en el silencio, sigo buscando palabras nuevas.

domingo, 3 de enero de 2016

El cazador

Me miro, no soy yo

Es otra la que habita este territorio

Mío,  viene de lejos, desde la arcaica sombra

De aquellos que anduvieron por desiertos,

De los que se refugiaron en cavernas.

No soy yo, son ellos

Los que hambrientos persiguieron

A la presa.

Yo recojí la obstinación y el cansancio

De esos hombres hoscos y desgreñadas mujeres,

Primeras madres nuestras.

No soy yo, son ellos.

Sus ojos brillaban en las sombras;

Yo también me escondí y huí,

Feroces garras,  sed de sangre.

El animal y el hombre.

El hambre y el terror.

Son ellos

Los que recogieron frutos,

Vieron la  creación completa en la semilla

Y enterraron para que brotara el mínimo universo,

Una y otra  vez.

Ahora, de mí brota la palabra secuestrada,

Enterrada,

Viva.

Son ellos, no yo,

Me habitan,

Estremecen sus voces,

Escucho  lenguas oscuras, vienen desde el fondo de la tierra,

De un tiempo desvaído.

Escribo.

Después del silencio.

Escribo.

El cazador no está. No volverá.

Ahora, puedo descansar en mí.

Ahora, escribo la palabra liberada.