sábado, 17 de diciembre de 2016
Los diarios del alquimista
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novela
martes, 13 de diciembre de 2016
En la contratapa escribe el periodista Jorge Cadús :
"¿Qué busca Obdulio Quesada en la intimidad de sus silencios, en la asombrosa persistencia de sus soledades? ¿Qué oros y negros persigue en sus laboriosos insomnios? ¿Qué intuiciones lo alientan en su batalla contra el tiempo? ¿Qué secretos reserva -y para quiénes- en la apretada letra de sus cuadernos? En el horizonte difuso que el alquimista va construyendo en esos apuntes se dibujan, entrelazan y confunden los materiales que definen la historia del hombre, sus interrogantes permanentes, sus transformaciones: allí laten el amor, el poder, y la muerte.
Y el tiempo, que los atraviesa de manera imperceptible.
En la tradición de la nueva narrativa latinoamericana, de manera clara y vigorosa, la escritora Adriana Tuffo nos invita a transitar la historia de Obdulio Quesada, el alquimista del Paraíso, en un recorrido que atraviesa la vida de tres generaciones de mujeres.
Una historia de amor, rebeldías y ausencia, pero sobre todo de búsquedas. Quizás, de la única búsqueda que en realidad vale la pena."
lunes, 12 de diciembre de 2016
Adelanto
82/79 Los diarios del alquimista
Etiquetas: poesía, cuentos
novela
domingo, 11 de diciembre de 2016
Amigos, se viene la presentación de mi novela.
82/79
Los diarios del alquimista
Una novela de amor (de los de antes) y de alquimia en tiempos de amores líquidos.
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novela
sábado, 8 de octubre de 2016
Anida corazón
El
olvido fue más prolongado
Que
el amor
Que
nos tuvimos.
Una
ola en el mar.
Casi
nada. Lágrimas.
Para
qué mentir,
El
corazón (uno sólo sabe del que anida en su cuerpo)
Se
encoge acobardado
Ante
cada desengaño.
Entonces,
desencantado y roto
Fabrica
Un
nido inerte,
Con
pocas cosas
Material
Inservible
para otras causas,
Como
los pájaros desorientados.
Se
rehace
Carcomido
por el dolor.
Callado,
Para
no aullar la pena.
Quieto
Se
protege,
Descansa
Continúa
el vuelo.
Y
como el amor es mío
Me
lo llevo adonde quiera, te dije.
Adonde
me quieran, digo.
Anida
corazón maltrecho.
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Poesía
sábado, 24 de septiembre de 2016
Allí van
Allí van
pobres
niños y niñas
mendicantes de fiesta
han aprendido rituales
ajenos
ya no se ofrecen a los dioses
sino a los viajeros,
turistas de lo antiguo
ceremonias
desolación de pobres
venden lo que tienen
la imagen
el recuerdo
un pasado glorioso
envueltos en coloridos trapos
limosnas
del capitalismo, quedan
los ríos de inmundicia
agregan los que vienen más pobreza a los pobres.
La inocencia sacrificada, otra vez.
Al fin
nada ha cambiado.
Los dioses siguen ordenando la vida de los hombres.
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Poesía
martes, 13 de septiembre de 2016
Presentación de libros: "HISTORIAS DE ALCORTA" de Pedro Prece y "EL JUEGO DE CONTAR HISTORIAS" de Adriana Tuffo
Amigos, los esperamos en La favrika, el jueves 15 de setiembre a las 19 hs, Tucumán 1816, Rosario. Para hablar de libros, contar historias de Alcorta y sobre el modo en que las palabras y los sueños tejen nuestra identidad. Nos encontraremos con Pedro Prece quien presentará el libro "Historias de Alcorta" y con mi obra, "El juego de contar historias". Estaremos entre amigos para compartir un momento entrañable.
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presentación
martes, 30 de agosto de 2016
Siete Cuentos para despabilarse
Mi primer libro digital
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LIBRO DIGITAL
martes, 16 de agosto de 2016
La casa donde se pierden los niños de El juego de contar historias
La
casa donde se pierden los niños está muy cerca de la mía. Ahora está cerrada.
Queda en un barrio de clase media, de trabajadores y empleados, edificaciones bajas, o chalet de tejas con moho. En una ciudad tranquila, donde
nunca pasa nada, desaparecieron tres
chicos en su propia casa: la Gorda, la Flaca
y el Nene.
El
más chico, el Nene, era fatal, a mí me acompañó en cien travesuras, íbamos a
cazar pajaritos, a pescar mojarritas en el puente, donde el arroyo hace la Y,
lo que más nos gustaba era entrar a alguna tapera a buscar alguna cosa que
despertara nuestra fantasía o robar frutas; íbamos los cinco: Cacho, el Nene,
el Tito, Carlitos y yo, fuimos inseparables hasta los doce o trece años.
Todos sabíamos lo que pasaba en la casa del Nene. A veces lo miraba desde mi ventana, cuando me agarraba el asma y no podía ir a jugar. Si no salíamos por el barrio o no íbamos al arroyo, el Nene se entretenía cortando tiras de telas para hacer las colas de los barriletes de papel de diario, a veces usaba papel de barrilete suave, fino, de colores, de todos los colores, aunque prefería el rojo, porque era de los Diablos Rojos. Siempre ponía mucho empeño en atarlos, decía que los hacía fuertes para irse volando en uno, cuando se hinchara las bolas.
Todos sabíamos lo que pasaba en la casa del Nene. A veces lo miraba desde mi ventana, cuando me agarraba el asma y no podía ir a jugar. Si no salíamos por el barrio o no íbamos al arroyo, el Nene se entretenía cortando tiras de telas para hacer las colas de los barriletes de papel de diario, a veces usaba papel de barrilete suave, fino, de colores, de todos los colores, aunque prefería el rojo, porque era de los Diablos Rojos. Siempre ponía mucho empeño en atarlos, decía que los hacía fuertes para irse volando en uno, cuando se hinchara las bolas.
La Flaca, mientras tanto, lloraba lágrimas de sangre, se escondía
debajo de la cama o detrás de las puertas, todos le decíamos la Flaca; la mayor era la
Gorda, un tanque que arrasaba con todo,
con su risa, su voz chillona, o con los pataleos cuando se encaprichaba. Era la
más alegre. Los tres se la pasaban intentando escapar de la vida. Fugarse.
Cuando
el Nene nos contó, no le creímos, cómo que se esfumaban sin que nadie los viera. La nuestra es una
casa con agujeros, nos dijo, son como túneles que nos conectan a otra
dimensión, otros mundos. En el dormitorio había tres huecos en los que solían
esconderse los chicos, si los buscaban allí, sólo se veían las camas bien hechas, como quería la mamá.
Hay tres camas con cubrecamas estampados con flores y flecos de hilos de seda que se metían en la nariz de la Flaca cuando
se escondía debajo de la cama, sin moverse, para que el elástico de hierro no
le doliera en la espalda si se levantaba de golpe, o para que él no la encontrara, la sacara a la rastra y la levantara de los pelos como una cosa o un animalito
indefenso. Qué fuerza debe tener alguien para alzarla de los pelos con una mano
y pegarle con la otra. Pero, claro, la Flaca era flaquita. Por eso ella lloró
lágrimas de sangre, por lo de la cabeza me dijo mi tía, en voz baja, casi en
secreto, porque a la nena la tuvieron que llevar al médico, pero nadie de la
familia dijo nada, menos los vecinos. Quién se iba a meter. Ella estuvo unos
días sin ir a la escuela y con el ojito vendado. Total en primer grado mucho no hacen y así la maestra no pregunta.
Otro hueco grande estaba en la cocina, junto a la mesa donde comían, en un armario alto y angosto, detrás de unas escobas y trapos de piso, se sumergían allí para desaparecer, no siempre, sólo cuando se sentían amenazados, pero a la Gorda la agarraron un día, antes de esconderse, y le tuvieron que poner tres o cuatro puntos en la cabeza. Tampoco nadie dijo nada.
Otro hueco grande estaba en la cocina, junto a la mesa donde comían, en un armario alto y angosto, detrás de unas escobas y trapos de piso, se sumergían allí para desaparecer, no siempre, sólo cuando se sentían amenazados, pero a la Gorda la agarraron un día, antes de esconderse, y le tuvieron que poner tres o cuatro puntos en la cabeza. Tampoco nadie dijo nada.
Un
día el Nene se escondió en el techo de la casa, lo buscaron por las calles del
vecindario, gritaron NeneNeneNene, no aparecía porque sabía que lo iban a
fajar. Si un vecino se quejaba porque le
robaban las monedas de los sifones, si a otro
le habían roto las macetas o los vidrios, o le rayaban el coche, iban a
tocar timbre a la casa del Nene, a la mía o a la de los otros pibes no, caía él
fija aunque no fuera el autor de la fechoría. Cada vez que alguien se quejaba,
le daban una biaba que diomio. En mi casa también, pero menos, era mi vieja la
que me daba unos chancletazos; mi viejo que dios lo tenga en la gloria nunca me
tocó. Qué grande mi viejo. El Nene estuvo en el techo de la casa hasta la
noche, él dijo que se había ido por el
aire, pero yo no le creí.
Mis
vecinos, si estaban solos en el parque o en la calle, parecían
pibes como nosotros, cuando nos juntábamos en la esquina, de noche en
verano y atrapábamos luciérnagas, les
decíamos bichos de luz, éramos todos dichosos, como se es antes de los
trece años. Ellos también se sentían felices, y no se
hacían humo ni nada de eso, me acuerdo bien.
La
Flaca se escapó, anduvo por desiertos. De vez en cuando, se le caía una lágrima
roja, como pétalo que cae y se deshace. Pero ella no quiere ver los botones
rojos. Sigue porque tiene los libros. La
fantasía la lleva por ciudades y aldeas, se aleja del desierto, se
acerca. Viene y va con su cabeza de nido, le crecen alas. Niega los manchones rojos que la empujan a irse. Sangra, pero no
alcanza para perder la vida. Lleva un libro en su bolsa, siempre. Regresó por
el padre cuando tuvo que cuidarlo. Una mañana me la crucé en la vereda, no era
más la flaquita que yo conocía. Estoy sola, me dijo. De lo que pasó acá no
puedo olvidarme, vos sabés bien, me dijo ese día en la puerta de su casa.
Ellos
desafiaban la autoridad, jugar a la hora de la siesta en la casa de al lado era
como orillar un precipicio; luchaban con las almohadas, saltaban de una a otra
cama, rompían el silencio a esa hora con
sus risas, sus gritos, sus acusaciones. La paliza era parte del destino. Uno de
esos días desmesurados, los chicos decidieron escabullirse y no regresar. Ya
conocían bien los caminos del ocultamiento. Se fugarían. Primero quisieron probar cómo ir desapareciendo. Fue de a poco, un día
unos minutos, después algunas horas. Cuando la madre salía a buscarlos, gritaba
en el patio NeneNene y reaparecían.
Cuando
no pudieron más, los tres se fueron, dijeron que se habían ido a trabajar a la
ciudad, porque ya tenían edad para ganarse la vida y aquí no tenían trabajo. Yo
conozco otra historia. El día en que el infierno se duplicó en la casa, y la
madre se fue a la cama a llorar como siempre, y el padre vociferaba, como de
costumbre, ese día los tres dijeron:
Chau. Los chicos se fueron por los huecos que habían ido quedando después de
tanto infortunio, de tanta injuria; cada
uno había sacado algo quebrado de adentro y
el hueco había crecido; así fabricaron los túneles.
Una noche en que el viejo les puso la mano
encima y la Gorda quiso llamar a la policía, ellas se fueron por el hueco. No
volvieron más, porque las que regresaron a ver a la madre una tarde de verano
ya no eran ellas. Más tarde, se fue el Nene, tampoco regresó. Volvió un hombre oscuro, no era él, no se parecía a
mi amigo de la infancia. Yo sabía que
los tres se habían ido por los huecos, aunque dijeran que estaban trabajando en
alguna parte del mundo.
El
Nene fue el peor de todos, como estaba escrito, como siempre le habían dicho,
como le hicieron creer, y todos lo vimos. Conoció los caminos peligrosos de la calle. Cuando se
llevó el 38 que estaba escondido en el cajón del ropero, sabía muy bien qué
hacer, motivos no le faltaban. Y no lo hizo. Porque la vida tiene esas cosas.
Cuando el viejo se enfermó, el Nene regresó y lo cuidó, le dio de comer, lo
acompañó, llamó al médico, hasta le limpió el culo. Todo eso hizo. No usó el 38
como había imaginado.
Nadie
usó el 38, los años hicieron su tarea,
no las balas. La Flaca también tuvo el
38 un día entre sus manos. Ese día decidió rajarse un tiro, volarse la cabeza,
pero lo dejó donde estaba. La otra,
también se lo llevó para matarlo cuando estuviera durmiendo, lo pensó tanto
tiempo que desistió por el peso que tienen las horas y los días sobre las
emociones y, al final, abandonó la idea.
Entonces pensó en volver a la casa, lo perdonó. Pero él no había cambiado. A la
Gorda se le abrieron las cicatrices. Rebrotó el odio. Cuando le llegó
la hora sin embargo su corazón se ablandó
y se despojó de todo el dolor. Se fue en paz por el hueco. La buena
gente tiene el perdón a la mano.
El
viejo se fue solo, el 38 se quedó con
apetito justiciero, los chicos eran buenos de verdad; qué quieren que
les diga, se merecía un tiro en la
frente, pero no lo hicieron, a veces pienso que él quería ver si eran capaces
de hacerlo.
El
último día estuvo solo, dijeron; imagino que puteando, enojado con los hijos o
con alguien más, puteando a la vida
que despreció, o llamando NeneNene, vaya uno a saber cómo es el último
minuto de un hombre así. ¿Y si se arrepintió y quiso pedirle perdón a alguien?, decir te quiero mucho,
perdoname. Los vi a la Flaca y al Nene
en el entierro, y el Nene me dijo: Qué jodido irse sin que nadie te llore. Yo le dije que sí, nos
abrazamos y me fui caminando hasta mi casa, no quise volver en auto. Necesitaba
pensar en la vida, que a veces sale bien y
a veces mal, en que es improbable el olvido y que es
digno pero difícil, perdonar. Los chicos me dijeron mientras caminábamos los
tres muy juntos, con pasos lentos y la voz apagada: Pobre viejo, eso me
dijeron, pobre viejo.
Al
ver la casa cerrada, se me da por pensar
que la familia es una invención
hecha para estar con los otros y mitigar el desamparo, pero a veces no resulta de ese modo; pienso en el amor que
damos y en el que nos entregan, si la vida es lo que uno hace con uno mismo y con los demás, o es lo que
imaginamos; creo que somos la memoria
almacenada, las huellas que vamos
dejando unos en otros.
El viejo se fue por el hueco también, estaba solo una tarde de invierno, dormido en una de las camas donde antes se habían escabullido los hijos, y no supe nada más de ellos.
El viejo se fue por el hueco también, estaba solo una tarde de invierno, dormido en una de las camas donde antes se habían escabullido los hijos, y no supe nada más de ellos.
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Cuentos
lunes, 15 de agosto de 2016
Pobre la palabra que no vuela
Hace un tiempo que se han ido de aquí,
No vienen, no me visitan,
Ni siquiera preguntan
Cómo anda tu destartalado corazón.
No sé, no las he visto, digo,
No escucho nada.
A veces sucede que me escondo de mí,
Que ando llevando las palabras a escondidas.
Otras, las
llevo
Como el caracol lleva la casa,
A cuestas.
Ahora soy un
caracolito que se niega a salir.
Algunos días ellas han sobrevolado
La materia y brillaron como piedras
Disparadas con la honda.
Ahora están emboscadas
A la espera.
Pobre de la palabra que no vuele.
Destino de silencio, será el mío.
Etiquetas: poesía, cuentos
Poesía
miércoles, 3 de agosto de 2016
viernes, 17 de junio de 2016
El limonero lánguido suspende de Antonio Machado
|
Etiquetas: poesía, cuentos
Escritores
lunes, 23 de mayo de 2016
lunes, 14 de marzo de 2016
El hombre tiene miedo
Cuando un hombre tiene miedo, se le nota. Ser elegido para una función para la cual no se está preparado, es serio. Más cuando se es elegido para presidir una República. No digo país, porque circulan diversos poderes de arriba abajo y viceversa. Una res publicae, una cosa pública, de todos. No de unos pocos.
Cuando un hombre tiene miedo, se le desfigura el rostro. La musculatura se tensa. Los ojos vidriosos reflejan más verdades que cualquier diario amigo o protector. Y las imágenes lo muestran.
Cuando un señor, que ha cometido exabruptos y ha dicho mentiras varias, desmantela la precaria felicidad de los que menos tienen, sabe que hace mal y daña; entonces, tiene miedo.
Cualquier predicción puede parecerse a una falsa profecía o a un deseo de irremediable apocalipsis. No, el tipo sabe que está todo mal y que vamos a estar peor, que las personas sufren si no hay comida en la mesa, que si no hay trabajo, no se come, que los niños (TODOS) deben ir a la escuela a aprender y recibir amor (NO A COMER). Por eso teme.
Y pone más policías y gendarmes para que lo protejan, porque los otros, esos que no tienen nada, ni entienden ni saben nada, son capaces de hacer algo, por ejemplo, que la república funcione, que la tortilla se vuelva.
Que la tortilla se vuelva...
Es para temer, al fin y al cabo, hay que darle la razón, al menos en esto del temor al pueblo soberano.
Cuando un hombre tiene miedo, se le desfigura el rostro. La musculatura se tensa. Los ojos vidriosos reflejan más verdades que cualquier diario amigo o protector. Y las imágenes lo muestran.
Cuando un señor, que ha cometido exabruptos y ha dicho mentiras varias, desmantela la precaria felicidad de los que menos tienen, sabe que hace mal y daña; entonces, tiene miedo.
Cualquier predicción puede parecerse a una falsa profecía o a un deseo de irremediable apocalipsis. No, el tipo sabe que está todo mal y que vamos a estar peor, que las personas sufren si no hay comida en la mesa, que si no hay trabajo, no se come, que los niños (TODOS) deben ir a la escuela a aprender y recibir amor (NO A COMER). Por eso teme.
Y pone más policías y gendarmes para que lo protejan, porque los otros, esos que no tienen nada, ni entienden ni saben nada, son capaces de hacer algo, por ejemplo, que la república funcione, que la tortilla se vuelva.
Que la tortilla se vuelva...
Es para temer, al fin y al cabo, hay que darle la razón, al menos en esto del temor al pueblo soberano.
Etiquetas: poesía, cuentos
opinión
lunes, 7 de marzo de 2016
TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA CREATIVA
Etiquetas: poesía, cuentos
taller
viernes, 19 de febrero de 2016
El lector de El juego de contar historias
Llegué
a la mesa del patio de comidas y lo vi, sólo deseaba sentarme para ver qué hacían los
demás y además llenar el estómago con
alguna comida aceptable para el colesterol. Caminar sin objetivos por un shopping es para mí como
caminar en un desierto o en un laberinto, no sé cómo salirme; aunque todo se vea atractivo para malgastar el
salario, la comida es lo que más me satisface, por los
pocos billetes que me quedan y porquen no llevo tarjetas de crédito, los
plásticos no son lo mío, aun cuando suene anticuado; aquí soy como un niño
amante de los libros frente a la vidriera de la juguetería, no me gusta nada. Es
tan grande la oferta de bienes necesarios, como de los inútiles y bellos, tanto que alguien como yo
está a punto de correr pidiendo socorro. Mascullo entre dientes mierdalasociedadeconsumo
y me siento en la mesa. Qué otra cosa puedo hacer, como si fuera sencillo encontrar
lugar para sentarse, comer bien después del siglo transcurrido entre el pedido
y el plato de comida, satisfacer el hambre y salir indemne del asalto a mano
armada. En fin, como tenía que esperar a mi mujer y a mi hija, preferí almorzar
solo.
Junto
a mi mesa estaba él, el lector. Un señor mayor, muy delgado, con gesto nervioso y atildado. Por qué tan
ofuscado, me pregunté, tan acostumbrado estoy a ver en los demás como en un
mapa las emociones; el hombre daba vueltas las hojas de un libro con energía
exagerada. Leía una página, la de la derecha, con gesto determinado tomaba la
hoja de papel rústico de color crema, la asía por el extremo superior derecho y la arrancaba. Acto seguido,
la rompía en pedazos, serían seis u ocho fragmentos. No podía creer que alguien hiciera eso con un
libro. Pienso que, lejos de valorar el texto, de ser crítico o de olvidarlo en
un estante de la biblioteca, hacía lo que nadie en su sano juicio, rompía una
tras otra las hojas después de leerlas. Como el que come nueces, pero al revés.
El autor metafóricamente muere en la
lectura, y no hace falta romper el libro, muere cuando el lector realiza una reescritura a partir del acto
mismo de leer. El texto, digo, es un tejido de citas, uno como lector las
reconoce o no, según las lecturas previas; entonces leer es como pescar en un
mar de múltiples voces y cruces
culturales. Eso, leer es como pescar, me digo ufano por la metáfora ingeniosa.
Por lo que entiendo este lector es un psicópata, se desquita con brutalidad del
objeto libro. Él es el no lector. El lector sin texto.
Quién
lee una página y la rompe, es como hacer el amor y luego, matar al consorte. Arranca,
rasga por la mitad y la multiplica hasta hacerla nada, los significados son
cadáveres sobre la mesa. La muerte del significante, determino con sentimiento
de pesar verdadero. Leer es resignificar el texto, este tipo lo destruía
literalmente. Leer y no saber qué pasará en las siguientes líneas, con la
secuencia interrumpida. De nuevo pienso en el coito. Por qué leería alguien
sólo las páginas pares. Los segmentos, pedazos aislados no son el texto; la idea de unidad y de coherencia es
aniquilada por el tipo de la mesa de al lado, antes de fraccionar el papel ya lo
había destruído con su lectura inválida. Pienso todas estas cosas, mientras
trago como en un acto reflejo la ensalada desabrida. El flaco, personaje
lector, busca crear otra historia, discurro. No quiere leer la que escribió el
autor, sino otra; el lenguaje es el que
habla. Por qué acabar con el libro, sigo mis cavilaciones, destruye el texto o lo construye en su extraña
lectura. Tal vez haga ambas cosas. La
obra nunca es la misma después de la lectura. Éste es un experimento literario,
concluyo orgullosamente.
Entonces,
busco cambiar la dirección del razonamiento como parte de mis ejercicios
mentales. Pienso que el libro incompleto tiene un mensaje cifrado para alguien
que está oculto en una callecita del barrio, que llegará hasta nosotros sin ser
visto, el sujeto tomará el misterioso objeto cuando el otro lo deje sobre la mesa.
Mi vecino sólo saca algunas páginas y deja las que encierran, para el que sepa
leer, el enigma. Entonces debería esperar
sentado aquí mismo para ver quién se acerca a la mesa y lo recoge.
Podría ser parte de un plan terrorista, exagero la deducción por vicio
profesional. Lo desestimo. Es muy obvio. El lector parece un extranjero, tal
vez sea un inglés o irlandés que visita la ciudad.
Entre
bocado y bocado de bife de chorizo, sigo observándolo y puedo percibir su
adrenalina, goza en el acto de destruir la obra de otro, alguien a quien nunca
le verá el rostro, a quien no tendrá que darle explicaciones por su ofensa. El
autor. Qué mensajes habrá querido dar al mundo, qué objetos produjo su ingenio
para conservar la memoria y, a la vez,
dejar su sello personal. Mientras engullo la comida pienso en cosas así, sobre los artefactos culturales y
los valores de la herencia colectiva que representan. El autor. Quién sabe los fracasos que debió padecer para llegar a
ser publicado, cuántos amigos lectores lo halagaron o a cuántos defraudó por la
desidia o la torpeza de su pluma. Destruir libros, pienso, es cosa de fanáticos,
de quienes no aceptan las discrepancias ideológicas, políticas o religiosas; los
intolerantes que demuestran desprecio por el conocimiento, la historia, la
cultura, destruyen libros, como si así aniquilaran a los enemigos. Romper libros, arriesgo en el
límite, es como arrojarlos al fuego. La
quema de libros ha devorado el diálogo y la tolerancia entre las personas
tantas veces en la historia desde la creación de la imprenta. Me quedo pensando
en esos monstruos un momento, segundos. Concluyo, es pura ignorancia o peor, me
acomodo intranquilo en la silla por la presencia de un lunático, es un fanático intolerante. En eso estaban
mis ideas cuando llegaron Adela y nuestra hija de quince años. Ambas felices,
cargadas de bolsas; las tardes de shopping rejuvenecen a mi mujer y mi hija
adolescente sigue el camino de su madre. Digo mierdaconestasociedadeconsumo.
-Qué
hacías, me dice mi mujer. Nada, comí un bife de chorizo con ensalada, le cuento
sin perder de vista al vecino que continúa su metódica destrucción. Mi mujer
habla del encuentro casual con una amiga, Carmencita Acuña o Aguirre, que
regresó del Caribe con un color espectacular, y de los zapatos que compró en
Nueva York o Londres, o no sé dónde porque no la quiero escuchar ocupado como
estoy en quitar los elementos inútiles de mi mente y reservar sólo aquellos que
me pueden ayudar a deducir el misterio del lector.
Delgado,
de nariz aguileña, mirada penetrante, a primera vista me llamaron la atención la gorra escosesa con visera y la pipa apagada
en su mano derecha; cuando dejaba la pipa, deslizaba la mano sobre el libro y
con decisión de guillotina cercenaba la página leída. Era un homicidio en
primer grado. Me inquietaba el asesino tan próximo, cometía el crimen a la
vista de todos y seguía allí sentado, mutilando a la víctima sin que nadie lo
advirtiera excepto yo, sin que lo detuvieran.
Adela
me decía que teníamos que hablar ahora que la nena se había ido con sus amigas.
Me decía que ella ya no podía vivir así, que yo sabía bien que ser detective privado
no nos permitía vivir decorosamente; que si en lugar de dejar las clases de historia y de literatura en el
colegio inglés hubiera hecho méritos para que me renovaran el contrato, no
seríamos ricos porque con la docencia nadie se hace rico, pero al menos
tendríamos otras relaciones; que era un muerto de hambre, si no fuera por ella que
tuvo la mala suerte de perder a sus padres y heredar los campos de Santa Fe, y
que la renta de la chacra de Máximo Paz y la cría de vacas le permitirán a ella
tener otra clase de vida, la que se merece. Yo no prestaba mucha atención, ese
discurso lo conocía de memoria, lo venía recitando desde el día en que volvimos
de la escribanía y se transformó en una mujer rica con aires de hacendada. Para
mí lo único que tenía ella era la
pretensión de aparentar, por eso había dejado de usar el apellido de casada y
adoptó los de su madre, de rancia aristocracia. Yo soy un ratón de archivos,
busco información para otros, paso las horas entre papeles, observo encubierto la vida de
los demás, trato de ser invisible. Es cierto que por esos días tenía pocos casos, pero eran importantes. Si lograba resolver alguno, entraría buen
dinero. Había que ser paciente. Como colaborador de uno o dos empresarios que
espiaban a sus socios o a sus esposas jóvenes, apenas tenía para vivir. Claro
que lo que más dinero deja son las esposas celosas y los maridos que, por no
ceder nada en el divorcio, buscan amantes y otras traiciones conyugales. Yo
prefiero los casos policiales, pero hoy no son muchos los que me contratan para
asesorarlos. En el pasado colaboré en hechos resonantes, en secuestros extorsivos, en crímenes, en
desapariciones de personas. Hay que entender, a veces se sube la cuesta y otras se baja.
Mi
mujer se levantó indignada porque yo no le prestaba atención y no lograba sacarme de quicio con sus reproches, me tiró las llaves de casa,
dijo algo así como que me vaya al carajo, que a ese departamento oscuro y
maloliente de pocos metros cuadrados no volvería, que para qué se casó conmigo,
que habían tenido razón sus padres y que la nena estaba de acuerdo en mudarse
con ella. Y se alejó. Me dejó así, después de dieciséis años.
El
hombre de la mesa de al lado también se levantó, tomó el libro, o lo que
quedaba de él, y la pipa y se fue. Esperé que caminara unos diez metros, cuando
dio vuelta en el recodo de la galería, me
acerqué a la mesa para ver qué había estado destruyendo, y recogí algunos
pedazos de papel. Para mi sorpresa, eran relatos de Sherlock Holmes de Arthur
Conan Doyle.
Etiquetas: poesía, cuentos
Cuentos
miércoles, 3 de febrero de 2016
miércoles, 20 de enero de 2016
Primer amor, en EL JUEGO DE CONTAR HISTORIAS
Una
mañana de diciembre vino un circo al pueblo y todos corrimos a ver llegar a los gitanos. Era el
primer encuentro, el descubrimiento de los húngaros como les decían los más viejos, eran individuos
distintos aún cuando compartían nuestro territorio, ellos no formaban parte de
las comunidades que visitaban. Eran los otros. Salimos a la puerta de casa para
ver cómo eran esos de los que siempre nos habían hablado. Desde ese día y todas
las otras veces se instalaron a la vuelta de casa, en la manzana siguiente, en
un terreno baldío que ocupaban los parques ambulantes. Después del almuerzo,
cruzamos la calle de la mano con mis hermanos y nos paramos frente a los
carromatos recién llegados y cerca de
las jaulas de los animales.
Nunca
había estado en un lugar como el circo de los gitanos, me asustó un poco el
rugido del león viejo, un poco flaco y despeinado, pero me atrajeron los
personajes que ensayaban sus juegos habituales, los payasos, los malabaristas y
la mujer que adivinaba la suerte. Las visitas se hicieron frecuentes. A la
mañana siguiente, mi hermana y yo fuimos a verlos sin pedir permiso a mi madre
que estaba dando de comer a las gallinas. Cuando nos acercamos a las jaulas,
quedamos boquiabiertas. El oso estaba atado a una cadena, una mona daba de
mamar a un tigre de pocos meses de vida y, para calmar los celos de su hijo, le
rascaba la cabeza. Caminamos entre las
jaulas malolientes y llegamos adonde estaban unos hombres jóvenes que armaban la carpa. Entonces lo vi a Tas,
jugaba con los tigres, del otro lado de
las rejas yo sólo veía una parte de su rostro y el pelo negro. Por
mirarlo, me tropecé no sé con qué y Azuleima me sostuvo para que no me cayera; la gitana se reía, él era su hermano. Era una
mujer hermosa, tenía el cabello largo
atado en dos trenzas, la falda de color amarillo y un pañuelo medio caído en la cabeza. Nos preguntó
nuestros nombres y desde aquel día nos hicimos amigas. No fue fácil para mí tener una amiga diez años más
grande y, además,
gitana.
La
caravana de gitanos comenzó a venir al pueblo dos veces al año. En el verano,
cuando terminaban las clases y en la primavera. Nunca supe por dónde andaban
mientras transcurría el invierno frío y húmedo de la pampa. La primera vez que
llegaron yo había terminado la primaria, cumplía trece años por aquellos días
y, de algún modo, esos nómadas cambiaron mi vida. La gitana Azuleima era adivina, leía las manos y tiraba
las cartas; ella me enseñó a tejer, también me leyó las manos y predijo algo
que sucedería tiempo después.
La
adolescencia en esa época no existía tal
como la conocemos hoy; con trece años me ocupaba de la limpieza de la casa, del
lavado y planchado de las camisas de mi padre que era telegrafista en el
ferrocarril que fue inglés hasta que
llegó Perón, me encargaba también del cuidado de mi hermana menor; esas tareas
me alejaban de la lectura y de las
labores con lanas e hilos de seda que era lo que más me gustaba hacer. Sólo
algunas chicas estudiaban, las demás íbamos
a corte y confección, tejíamos o
bordábamos en casa. Los chicos a esa edad se iniciaban en los trabajos rurales
o en los oficios, los que no iban a
juntar maíz con toda la familia. Azuleima me regaló un tesoro cuando me enseñó
a tejer “si no tienes agujas toma dos
ramitas… yo te voy a enseñar”. Tejí con ramas, con dos agujas, con los días y las
noches, los afectos, los recuerdos, el
rencor y también el perdón. Azuleima
era madre, llevaba siempre con ella a su niña, la
caravana iba de pueblo en pueblo, como una gran familia, hijos, padres, abuelos, el clan completo.
Todos compartían satisfechos esa vida de errantes atávicos. En mi familia
odiaban que fuera al circo a ver a mi amiga gitana, mucho más que ella pasara
por mi casa.
-
Cómo una niña iba a tratar a una mujer de ésas. Una bruja que ofende al Señor. Nada de juntarse con los húngaros. Cómo es
posible que una señorita se pase las horas en un carromato o entre la mugre de
los animales.
A
veces me veían niña, otras, señorita. No
era chica para enamorarme de Tas, un
gitano cautivador de ojos marrones y piel oscura. A pesar de los sermones de mi
madre, jugábamos con los gitanos en el
arroyo o en el parque, corríamos o saltábamos a la soga con mis hermanos
menores; me gustaba pasear de la mano de él. En aquel tiempo, tuve que
cuidar a mi madre enferma de tifus, no era una nena, no. Ellos eran
gitanos, trotamundos, libres, alegres. Nosotros, una buena familia, religiosos, nómades también, porque vivíamos
en las estaciones del ferrocarril, aunque no recuerdo que fuéramos tan felices.
La cuarta visita de los gitanos se adelantó, era sábado, fines de noviembre, y fuimos a verlos.
Tres cosas inolvidables pasaron durante aquel verano. Empecé a tejer con lanas de colores y dos
agujas con la gitana Azuleima; se cumplió lo que ella me había augurado, que
algo maravilloso iba a ocurrir en mi vida
y, la tercera, me enamoré de Tas,
el domador del circo. Fue después de que atrapó a un puma suelto entre los
carromatos. Éste es uno de esos hechos inesperados que, aún desconociendo lo que sobrevendrá,
intuimos que pueden modificar nuestra manera de ver el mundo.
Los
animales del circo no tenían libertad,
los sacaban a caminar, paseaban por las calles de tierra mientras hacían
publicidad y volvían al encierro. Una tarde, cuando la madre del mono de poco
más de un año, empezó a gritar y a
saltar dentro de la jaula, todos salieron a ver qué pasaba. El travieso monito
se había escapado y ella lo reclamaba a gritos. Azuleima había perdido de vista
a Zaira, su hija, pues en ese momento estaba dándome consejos; decía con
suavidad: “Una lazada, que no se te escape el punto, tira de la lana
parejito, que si no, te quedan
agujeros, tranquila, que cada vez te va a salir mejor y verás,
hija, cuántas cosas podrás hacer”.
Mientras yo hacía mis primeras lazadas con las dos agujas, entre las jaulas caminaba
un puma. Después supimos que había huído del patio de don Otto, un cazador que no siempre mataba a los animales y, por cariño o por
empecinamiento, traía algunos al pueblo
y los tenía enjaulados o sueltos en su parque. El animal era esbelto y ágil; el
gitano Tas, lo recuerdo bien, lo enfrentó con coraje. El puma que tenía casi dos metros de largo de la nariz a la cola
se paseaba determinado a cazar. Azuleima
estaba tan entretenida en la tarea de
enseñarme a tejer, que olvidó a su
pequeña hija. El felino, aunque
ajeno al lugar, sorteaba seguro las estacas donde habían atado las sogas que sostenían la carpa;
se dirigía a los corrales, donde había caballos, mulas, camellos y ponis.
Los caniches hacían piruetas, andaban
en bicicleta o pasaban a través de los aros, a ellos se les habían unido varios
perros de la calle que iban a buscar algunos desperdicios, cuando olfatearon el peligro, comenzaron a ladrar y
ante el peligro, todos huyeron. En la corrida, llevaron por delante a Zaira.
El llanto nos sacó del tejido, corrimos las dos
y nos quedamos paralizadas. La nena estaba muy cerca del puma. El animal
caminaba hacia ella, se detuvo, la
olfateó y ronroneando continuó con
determinación hacia los corrales.
Zaira no dejaba de llorar. Muchos días después se siguió comentando lo increíble del hecho. La mona Hilda, enloquecida porque había perdido a su hijo, cuando oyó el llanto de la chiquita se escapó de la jaula. El monito jugaba haciendo piruetas en lo alto de la carpa, sin luces ni música, se comportaba como si hubiera estado en medio de una función. Zaira apenas caminaba, iba hacia el carromato con pasos inseguros, tambaleándose como el payaso cuando finge una borrachera, ella pasó muy cerca del puma y todos pensamos en ese momento que podía ser presa del animal. Azuleima gritó espantada; todas llorábamos. Fue entonces cuando Tas tomó el látigo para reducir a la fiera.
Algunos acontecimientos resultan inolvidables en la
historia de cada persona, por lo singulares. Los recuerdos de la infancia y de
la adolescencia se van atando a ratos
felices, pactos familiares, mandatos paternos,
culpa, miedo y hasta mitos religiosos. En la vida adulta quedan dentro de un universo ficticio donde
uno recuerda u olvida lo conveniente; sin embargo, las emociones son las que dejan huellas, los sentimientos, el amor, la pasión nos marcan, pero suelen pasar desapercibidos
porque nos empeñamos en esconderlos, quizás sea
pudor o tal vez uno quiera ocultar la pena. Hay historias que guardamos celosamente, y entran en la
categoría de lo mágico o milagroso. Historias entrañables se reservan íntimamente,
como el primer amor. Lo que queda de ese instante del pasado arrinconado es una especie de folletín, que sigue allí, y podemos encontrarlo
donde menos se espera. Recuerdo ahora que el cabello largo del gitano, suelto
sobre sus hombros, caía sobre mi cara. Recuerdo los brazos morenos, la sonrisa
blanca, perfecta. Pensé que el puma se habría dejado seducir también. Cuando comenzó a llover, me
sentí segura, abrigada en su abrazo. Nos refugiamos en una tapera, los dos
solos por primera vez; escuché la música de su guitarra conmovida y su voz
áspera. Yo amé a Tas desde ese día. Él también me amó, es mentira todo lo que
me dijeron después.
Decían
las señoras entre mates y los
hombres en el Club Unión que las chicas
de buena familia no andan por la calle a la hora de la siesta. Que sólo las
chicas malas van al arroyo a bañarse. Que los viajantes y los gitanos les roban
la inocencia a las pibas fáciles y las
abandonan. Que las malas lenguas hablan de esas chicas.
Alguien
había dejado la puerta de la jaula abierta, ese hecho casual hizo que la mona escapara y se interpusiera entre la niña y el puma que, para nuestra sorpresa, no demostró interés en la pequeña. Saltó
sobre Hilda que fue más ágil y desde el mástil mayor ella comenzó a arrojarle una lluvia de orines. En medio de la
confusión, algunos empezaron a reírse. La mona se creyó la estrella del circo e
hizo gala de una fuerza fenomenal,
arrancó un caño de la estructura para
aporrear a la fiera, el puma se enfureció. Y apareció él. Tas lo sometió con el látigo, lo
llevó hasta la jaula más próxima y allí quedó encerrado en medio de los
aplausos. El animal hambriento no había
visto nunca un domador, sin embargo
quedó inmóvil mientras él se acercaba. Tas lo enfrentó resuelto y nos
devolvió la tranquilidad. Aún lo puedo ver, tan hermoso el gitano.
Después
de la captura, llegó don Otto, el puma
se entregó manso al viejo. Pasado el
susto, el monito bajó del poste y se abrazó a la mona Hilda; Azuleima
lloraba de alegría. Tas vino a mi encuentro. Yo no olvido su gesto
resuelto, ni su sonrisa. Entre aplausos, caminó hasta mí con el látigo enroscado en el antebrazo, cuando estuvo cerca, me miró a los ojos y me
llamó por mi nombre. Ese verano fuimos tan felices, como lo había anticipado la
gitana. Al año siguiente, cuando llegó el circo al pueblo, mis padres
decidieron mandarme a la casa de mis tíos que vivían en Santa Eulalia. Él
ya no regresó con la caravana. De aquella época feliz tengo muchos recuerdos y la
costumbre de tejer una lazada y otra
lazada para cerrar los huecos que va dejando la vida.
Etiquetas: poesía, cuentos
Cuentos
domingo, 17 de enero de 2016
Un clavelito rojo
Me ha ofrecido su corazón
de néctar.
Lleva unas pocas monedas (Sólo tiene seis años),
Compraría una golosina,
Pero elige la ternura.
El niño trae el amor (Sola,
Me trajiste el amor)
En un clavelito falso.
Me guardo la mirada
De tus ojos intensos
cuando miras tan hondo.
El niño tiene una semilla en el corazón
Que ha germinado. (No toques las espinas,
No salgas a enfrentar
los jinetes del odio).
El niño
Y el dolor que no cesa.
Adoro la sonrisa que amanece en tu cara
Cuando te
ves feliz.
Llega solo,
Sus manos pequeñas me regalan una flor
De pétalos encarnados, de material etéreo,
Y aroma esquivo.
La falsificación de esa
flor
No es otra cosa que puro amor.
Etiquetas: poesía, cuentos
Poesía
martes, 5 de enero de 2016
Vuelo, las referencias históricas corresponden a los Juicios por delitos de Lesa Humanidad
Reescritura de la crónica
Argentina, 1977
Atada, embotada se asomó al abismo y vio el río en sombras.
No
podía ser cierto. Los seres humanos no vuelan. A menos que fuera pájaro ahora,
canario o colibrí por lo pequeña. No podía mover las alas atadas con una soga. Duelen.
Bajaba
muy lentamente, agitando las aletas crecidas en el calabozo. Pez, entonces
debería nadar. De pronto supo quién era, no era pájaro ni pez, recordó una
capucha, los grilletes, susurró Patricia, hermana
de Pedro y de Carlitos, buscaba a Pedro, en la Santa Cruz.
La buscaron por cielo y tierra.
La buscaron por cielo y tierra.
Los casos de Pedro y Patricia Oviedo (nro. 738 y 493)
Megacausa ESMA, día
81, 21
de agosto de 2013, Espacio Memoria y Derechos
Humanos
Etiquetas: poesía, cuentos
Las mujeres
lunes, 4 de enero de 2016
SEGUNDO ANIVERSARIO DEL BLOG
¡SALUTE!
Elegí estas tres imágenes porque hay algo de ellas en mí y en este blog; en el silencio, sigo buscando palabras nuevas.
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aniversario
domingo, 3 de enero de 2016
El cazador
Me miro,
no soy yo
Es otra
la que habita este territorio
Mío, viene de lejos, desde la arcaica sombra
De
aquellos que anduvieron por desiertos,
De los
que se refugiaron en cavernas.
No soy
yo, son ellos
Los que
hambrientos persiguieron
A la
presa.
Yo recojí
la obstinación y el cansancio
De esos
hombres hoscos y desgreñadas mujeres,
Primeras
madres nuestras.
No soy
yo, son ellos.
Sus ojos
brillaban en las sombras;
Yo
también me escondí y huí,
Feroces
garras, sed de sangre.
El animal
y el hombre.
El hambre
y el terror.
Son ellos
Los que
recogieron frutos,
Vieron
la creación completa en la semilla
Y
enterraron para que brotara el mínimo universo,
Una y
otra vez.
Ahora, de
mí brota la palabra secuestrada,
Enterrada,
Viva.
Son
ellos, no yo,
Me
habitan,
Estremecen
sus voces,
Escucho lenguas oscuras, vienen desde el fondo de la
tierra,
De un
tiempo desvaído.
Escribo.
Después
del silencio.
Escribo.
El
cazador no está. No volverá.
Ahora,
puedo descansar en mí.
Ahora, escribo
la palabra liberada.
Etiquetas: poesía, cuentos
Poesía
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