jueves, 10 de abril de 2014

Bolero





Henri Matisse: Lydia
Tenía los ojos de color de las avellanas, eran pequeños, algo saltones y brillantes. Había sido graciosa, divertida, fresca. Me cuesta recordarla riendo.
En algunas fotografías se la ve menuda, en los ’60 con pescadores ajustados, anteojos de sol oscuros, pañuelo en la cabeza para sujetar los rulos negros y largos, sonriente en las típicas fotos del verano. Las vacaciones en familia, los chicos sobre los burritos, ella en una roca apoyando el codo en la rodilla y la mano en la cara, el laberinto de Los Cocos, la calle techada. Las tardes en los ríos de Cosquín y Capilla del Monte o de La Falda. Caminatas en los cerros, la cosecha de berros en las orillas, entre las piedras y el agua clara. Es fácil ver las fotos, recordar y asociarla con los motivos más ricos de la infancia. El río, las sierras, el olor a menta o  a peperina. Las mañanas amasando pastas y el olor a salsa de tomates y cebollas, el estofado de los domingos, la radio dando canciones a todo volumen.
En un momento, algo se rompió en su matrimonio y en la vida, no pudo separar una cosa de la otra. Después, quedó tan vulnerable que se hizo trizas cuando también perdió la fantasía que la había sostenido. No supo vivir con el dolor a cuestas. Tuvo años  sumida en los  sentimientos de fracaso y en los recuerdos de la juventud. Hasta que un día se encontró en la calle con una amiga con quien solía ir a los bailes del club; después de casadas  dejaron de verse, sobre todo, porque la otra se había ido a vivir a Santa Fe con el marido. Ahora era viuda, alegre, vital, a pesar de sus setenta  años, andaba paseando y visitaba a la familia.
En ese encuentro descubrió  que su primer amor había sido  un engaño, puras mentiras, él me quería a mí, pero yo lo dejé, decía una y otra vez. Que ella había sido la mujer de  su vida,  que no  lo había elegido, pero siempre la había estado esperando,  aunque ella se hubiera casado con otro. Frases tranquilizadoras, palabras como sones repetidos, recuerdos de la juventud. Fugaba hacia el pasado.
Siempre dijo con sinceridad que podría haberse casado con Juan Carlos y hasta que hubiera sido mejor eso que lo que le había tocado en suerte, que hubiera tenido una vida más fácil, que él la quería, que siempre la buscaba cuando volvía de Córdoba, donde estudiaba medicina, que la familia era muy buena y la aceptaban, sobre todo Clarita porque eran amigas. Pero no se dio. Ella quiso a otro y se casó con el otro.
Todas las veces que era traicionada, cuando rumiaba penas por el marido, pensaba que casarse había sido un error, lo recordaba a Juan Carlos, él sí era el hombre que ella merecía. Era doctor. Se había quedado soltero. Creía que por ella había elegido la soledad, ella o ninguna otra. Era un raro privilegio que le daba felicidad,  pero era también una dualidad, se sentía feliz porque él no la había olvidado, porque no pudo reemplazarla con otra mujer, no hay otra, se decía, pero es triste que pase la vida en soledad.  Eso la consolaba, sin embargo no se animó a buscarlo en tantos años, para sacudir un poco su vida o para dejar al marido. Las dos se encontraron casualmente, ya había pasado tanto tiempo y se pusieron a contar historias, a recordar, a compartir cómo les había ido a cada una, después de un rato largo llegaron a nombrar al hermano de Clara, Juan Carlos, yo estaba presente y pude ver el vendaval que produjo la verdad revelada.
“Te acordás, dijo Zulema, está en Córdoba, es un doctor muy conocido, nosotros fuimos novios, antes de que yo me casara él quería que yo me fuera para allá, siempre que venía iba a casa a visitarme, mis padres estaban felices, casi me caso con él, por esas cosas de la vida José apareció un día que había venido de Santa Fe a pasear de sus tíos y me enganchó, chau Juan Carlos, pobre, yo sé que sufrió mucho, me quería, pero nunca más lo vi, creo que no se casó. Él estaba loco por mí. ¿Vos te acordás, no? Si íbamos juntas a los bailes, vos sos más chica, pero igual como yo me casé de grande, bah, no tanto, igual pude tener a las chicas y ver a mis nietos. Vos cómo estás que no me decís nada”.
Un puntazo le rozó el corazón (las coronarias, el ventrículo izquierdo, una isquemia de amor).
De a poco se fue apagando. Yo la vi con menos luz. No sabría decir si era por la vida que llevaba siempre amarga o bien por lo que había soñado tanto tiempo. Entendía tarde que tampoco  el  sueño habría podido ser. Ahora, ni la vida que le había tocado,  ni lo que había construido en su fantasía con el primer amor  le daban felicidad.
Hay un destino para cada uno de nosotros y, como en la tómbola, te toca el número y ¡bingo! Ella pensaba así, que era cuestión de suerte, que la vida no le pertenecía, sino que te toca o no te toca y a mí me tocó esta vida, decía a veces con resignación, cansada.
El encuentro con Zulema  produjo un cambio. Comprendió que no era afortunada, eso era evidente, que al fin de cuentas no había sido su decisión dejar a Juan Carlos, ponerse de novia y casarse con otro, sino la traición (triste es la verdad y más cuando es demasiado tarde). Él le había mentido siempre, las veía a las dos cuando venía al pueblo o quizás habría otras. Se desplomó el sueño romántico.
Allí estaba maltrecha su pobre fantasía, algún día tal vez con suerte me pueda ir mejor y hasta volver a verlo y preguntarle, si todavía no se casó por algo fue, aunque ya somos grandes, pero era tan bueno, siempre me trató tan bien, era fino y educado, ni me tocaba, era todo un señor, Juan Carlos. Eso de la Zulema es un cuento de ella, si siempre fue mentirosa, como cuando le dijo a la Negrita Lezama que el novio le había tirado los galgos y los hizo pelear, después se amigaron y  la Zulema, no nos saludó más, claro, fue por eso que no fuimos más a los bailes con  ella, por eso, no por Juan Carlos, cuentera, siempre armó líos, si él estaba en Córdoba y estudiaba de doctor y se recibió y no se casó nunca, prefirió quedarse soltero, porque yo lo rechacé, ese domingo  vino a casa y yo le dije que no me tocara, que así no quería estar con él, que nos van a escuchar mi mamá o mi hermano que están en la cocina y se escucha todo, porque dejan la puerta abierta del comedor para ver qué pasa y te enojás, nunca te había visto así, tan enojado, Juan Carlos, no parecés un doctor. No lo vi más, aunque después  yo sé que le preguntaba a Clarita por mí y pasó el tiempo, no venía o no se hacía ver, porque yo sabía que le duraba el enojo, pobre, y, claro, me puse de novia y me casé; un poco antes, la Zulema se había casado y se fue a vivir a Santa Fe, pero Juan Carlos no se casó nunca, nunca que yo sepa  y Clarita no me contó nada más sobre su hermano.



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