Una familia es una familia, aunque
sean tres que casi no se dirigen la palabra, apenas se miran, trabajan de sol a
sol, se acuestan, se levantan igual o caminan en fila india por las calles. No
era el orden o el andar acompasado lo que los hacía ver a los
Di Santi como
parte de un grupo cuando pasaban. Era un grupo familiar. Familiar el
andar lento, las ropas de campo descuidadas, viejas, como de otro tiempo por
lo gastadas y por lo pasadas de moda. Familia, por el silencio que los mantenía
atados, no indiferentes.
Los inmigrantes
trajeron a estas tierras usos europeos como el traje oscuro, el saco de
lanilla, el gabán largo o el sombrero que los protegía del sol del verano y
del frío en el invierno helado, se distinguían de los criollos por el atavío, además, claro, por el lenguaje, los modales, las habilidades; hemos
visto también las faldas largas, delantales y pañuelos sobre los hombros o cubriendo
la cabeza de las mujeres que trabajaban con la familia. Los que no gozaron de las mieles del progreso en América siguieron
con las costumbres de su terruño, vistiendo lo que habían traído en sus baúles, haciendo el trabajo rural duro y mal pago.
Eran silenciosos y ordenados. Pascual Di Santi siempre
marchaba adelante, llevaba sombrero de ala ancha, alpargatas raídas, por lo general cargaba al hombro una horquilla, la azada o empuñaba la pala; ella, María, era baja, redonda, lenta, seguía
los pasos del hombre callado, con las faldas rozaba
la maleza de los senderos abiertos a fuerza de pasar una y otra vez por las orillas de tierra, llevaba un pañuelo en la cabeza rubia, blanca, tal vez
ceniza. O quizás todo eso, porque la vi
durante años del mismo modo a diario. El hijo bobo detrás. Muy grande, demasiado alto, demasiado tonto. Un grandulón
tierno detrás de papá y de mamá.
Hugo caminaba
balanceando los brazos, dando grandes zancadas con sus zapatones de cuero. La
vida del hijo se hallaba atada a la madre aún. El padre era huraño, poco lo habría podido ayudar a madurar. Y además estaba el
estigma, signo de lo defectuoso, llaga social que dolía. Duele la normalidad de los otros cuando la anomalía es propia, aunque la ignorancia o el amor suelen apaciguar el pesar. La vida es así, se consuela María mirando con ternura al hijo que le mandó Dios.
Cuando Pascual murió, se arreglaron solos. Él pudo hacer algunos
trabajos en el campo, mandados o changas
y de ese modo mantener la casa. Ya no se los veía ir y venir. La madre anciana
permanecía detenida en el tiempo, perdida en sus recuerdos, enmarañada, confundida,
pero la cuidaba su único hijo. Un buen
hijo.
Sólo dos habitaciones de la casa estaban
habitables, la tercera había comenzado a deteriorarse por las lluvias y las
goteras, los ladrillos comenzaron a ceder, primero uno, luego otro. Pascual no
estaba para remendar con barro y ajustar las piezas. Hugo no se daba maña para
eso, aunque ella se lo explicaba, no lo hacía. No podía o no quería, vaya a saber. Sin embargo,
cada lluvia él corría la cama, secaba las pocas cosas que tenían en la cocina,
encendía un fuego en el brasero para darle calor a la mujer que lo amaba como
nadie más en toda su vida. Sólo un amor así podía darles fortaleza a pesar de
la vida difícil.
Cuando despertó aquella mañana fría de
julio y la llamó, pensó que seguiría durmiendo, total por lo que hacía.
Entonces fue hasta la casa del vecino, tomó unos mates con el carpintero, no se levanta tiene que tomar el mate cocido
con pan, de pasada, compró el pan
en la panadería de la esquina donde siempre le regalaban un pan o alguna torta
negra, mejor la sopa con calabaza pasó
a buscar la leche, recogió las últimas calabazas de la quinta y volvió a
llamarla. Tendría que sacar yuyos de los frutales y buscar los hormigueros uno
de esos días. Ella no respondió.
Los vecinos lo acompañaron con afecto,
unos parientes pagaron los gastos del sepelio y todo acabó así para Hugo,
porque al volver a la casa estuvo solo por primera vez en su vida. Se encontró
con la cama vacía y se acostó abrazado a la almohada. Estaba cansado y tenía
hambre. Se haría unos huevos fritos para acallar los ruidos del estómago
vacío.
Algunos dicen que al poco tiempo se
casó con una mujer singular por su indefinida naturaleza genital; otros cuentan que se burlaron de él y que, ante
el fracaso y la humillación que pudo percibir a pesar de su escaso
entendimiento, se le fue la cabeza quién sabe adónde.
Ya no fue Hugo. Anduvo por las
sinuosas sendas de la enajenación y como la insania es poética, fue un pájaro. Deambulaba por las calles agitando las
alas, hacía equilibrio en el cordón de la vereda, comía lo que le daban sin
mendigar. Hablaba con sus pocos amigos imaginarios. Todos lo querían, pero él
no podía devolver el afecto ni dejar de pensar en su madre. Por eso al llegar
la noche caminaba hasta la última cuadra del pueblo, saltaba el muro bajo o
abría la puerta de hierro que daba al campo y dormía en el cementerio, junto a
la tumba de María. Hasta que lo vieron, avisaron a la policía y lo fueron a
buscar.
Le cortaron las alas. Por lo del cementerio o porque no podía seguir solo, se lo llevaron y terminó sus días
en un manicomio, enjaulado. Estuvo cautivo con una esporádica lucidez recetada hasta
que se liberó de lo poco que lo ligaba a la vida. Yo estaba en
el profesorado cuando supe que se había ido para siempre.