jueves, 12 de marzo de 2015

Milonga de las amadas

Milonga de las mujeres
Que transitan como amadas
Cuesta  encontrar las palabras,
Porque   son las olvidadas.

No se aman como amantes,
Fáciles las llaman, putas,
Sabemos que  no es lo mismo
Ir de putas,  vida puta,

Semántica, puta madre.
Palomas de alas cortadas
Que  tienen el  vuelo bajo,
Chicas de la calle atadas

Sueñan las encadenadas
Un día  dejar la mierda,
Un día, el amor las salva,
Un día,  tirar la piedra.

Perdonan las meretrices
Los sueños que les robaron,
Comprenden que son flojitos
Los hombres que las ataron,

Basura de todo tipo,
Cafishios de lo más bajo,
Cobardes que no son buenos,
Para buscarse un trabajo.

Son niñas,  claras mujeres
Las que les dan a esos machos
El amor que no tuvieron
Y cargan sus hijos guachos.

Son madres desprotegidas,
Hijas golpeadas, sufridas,
Agonizan  en las calles
Las  princesas travestidas.

Transitan así sus días,
El miedo es el pan y el queso
Esperan cambiar la vida,  
Por qué no hablaremos de eso.

miércoles, 4 de marzo de 2015

AGUA

Agua


No quiero, dijo. Cada vez que nos íbamos a dormir me decía que no. Marisel no me quería. Es sencillo contarlo ahora, pero  no lo  fue; en realidad, no pasaba nada del otro mundo, al principio, Marisel no quería ni verme. 
Vivimos tres años en la pensión de Balbina,  fuimos buenos vecinos; mientras comíamos, hablábamos de todo, aunque cada uno se cocinaba lo suyo o mirábamos televisión en los sillones viejos donde dormían  a los gatos. Después de varios güisquis le pedía que se viniera a dormir a mi cama. Ella siempre contestaba que no quería dormir con borrachos perdedores. Yo me reía, le daba un beso en la mejilla y le decía que algún día me iba a rogar, ella levantaba los hombros haciendo qué me importa, revoleaba el pelo a medida que subía la escalera y se encerraba en su habitación, que estaba justo sobre la mía. Entonces, escuchaba  sus  movimientos o los imaginaba,  siempre tuve buen oído. Primero un ruido seco, tiraba los zapatos,  después caminaba descalza hasta el baño,  oía levantar la tapa que golpeaba contra la pared, meaba, el agua  caía en el inodoro.  La cama hacía ruido, así que cuando se tiraba, me estremecía como si hubiera estado a mi lado;  si no dormía y daba vueltas, yo la podía sentir,  nos separan pocos centímetros, me decía devastado por el insomnio, estamos casi juntos, prestaba atención  a los sonidos que venían de arriba hasta que me dormía por el cansancio.
Balbina. Balbina era la dueña de la pensión y nosotros sus ocho pensionistas;  una casa chorizo, seguramente de la década del ’30, transformada en vivienda colectiva, una construcción refaccionada que le habían agregado  habitaciones  y una escalera que daba a una pieza en el primer piso. La atmósfera que se vivía en la casona era  deprimente; la  humedad, el calor, la poca circulación de aire y la oscuridad  propiciaban el crecimiento de moho y hongos;  el olor a viejo en la telas de las cortinas, en las alfombras y muebles  estaba  arraigado desde hacía tiempo. Sin embargo,  todos éramos jóvenes y le imprimíamos algo de color a la casa de la calle 11 de septiembre.  Balbina era una mujer alta, rubia, todavía hermosa,  siempre parecía demasiado arreglada; era elegante y pausada para hablar,  tenía un aspecto  entre  un ama de llaves inglesa y una actriz de la época de oro del cine argentino. Demostraba su hospitalidad  permitiéndonos usar todos los ambientes de la casa para comer, tomar mates   o para que leyéramos. El televisor estaba en la sala, así  que el que quería ver algo tenía que aguantar a los gatos y, a veces, a su amante. Creo recordar  que el amante sólo venía por las noches, tenía familia y que era milico retirado o jubialdo, me sentía observado por él. Los pensionistas teníamos entre 20 y 35 años; formábamos un grupo interesante: Tres hombres, por casualidad dedicados a la escritura, porque dos eran periodistas del diario local y yo que estaba escribiendo para algunas revistas literarias, además de estudiar abogacía; las chicas eran Marisel, que estudiaba  ciencias de la educación en el Instituto, Lali que trabajaba y estudiaba  para maestra y las otras tres, que ni veíamos, eran coperas de clubes nocturnos, creo que Lili, Rita y Ana.
Goteras. Goteras. Siempre la lluvia nos traía complicaciones en la pensión. El agua fue el principio y el fin de mi historia con Marisel. Ella se quejaba,  decía  que la vieja era una mentirosa, que debía rebajarnos el alquiler si no arreglaba las goteras. Una noche, después de tres días consecutivos de lluvia, hartos de poner tachos y cacerolas donde  había goteras, o sea, en toda la casa, decidimos sublevarnos y exigirle una solución definitiva al problema del techo. Yo, feliz; el motín se había iniciado en la pieza de arriba. Esperé pacientemente a que todos se fueran para quedarme a dormir. Y me quedé. Fue el comienzo de nuestra relación, pero los celos no la dejaban vivir en paz. Cuando nos peleábamos, volvía a la soledad de mi cuarto para oír cómo tiraba los zapatos o las botas, caminaba hasta el baño,  meaba y  se tiraba en la cama revuelta, me la imaginaba durmiendo abrazada a la almohada húmeda por el llanto o  acostada boca arriba, fumando. Éramos muy jóvenes y locos, cuando nos reconciliábamos, pasábamos  en la cama el día   hasta que los demás se iban de la casa, entonces, deambulábamos desnudos o envueltos en alguna sábana. A veces, comíamos así en el comedor, riéndonos  al imaginar la cara que hubiera puesto Balbina,  si nos hubiese visto.
La inundación. La inundación previa a nuestra separación fue tremenda. Media ciudad estuvo bajo el agua. Nadie  ni nada quedó seco o limpio. Es sabido que el arroyo se desborda e inunda las zonas cercanas a su curso, donde no deberían haber permitido las construcciones, pero  a principios del  siglo  pasado no  se hizo planeamiento urbano, los vecinos saben que para el período de lluvias sus casas se van a inundar y están preparados. Ese año nos inundamos todos, hasta nosotros que estábamos más cerca del centro,  a pocas cuadras de la plaza Merced.  En la pensión estuvimos sacando agua  los dos primeros días, el tercero comenzó a bajar el agua del arroyo. Las mesas, las camas, todos los enseres tuvieron que ser elevados con ladrillos o tacos de madera, lo que tuviéramos a mano. En esos momentos nos distanciamos Marisel y yo. Ella no quiso que  ayudáramos a la vieja por tacaña y mentirosa, por la cuestión de las goteras. A mí me parecía que no era para tanto y me solidaricé con ella.
Con otros vecinos, organizamos un equipo para socorrer a las personas mayores, enfermos y mascotas.  Marisel se burlaba de mi “nueva vocación de servicio” “sos un pelotudo dejáte de joder”. Los tres hombres de la pensión salimos a buscar alimentos casa por casa, porque los comercios permanecieron cerrados por el agua;  nos pusimos de acuerdo en hacer la comida y repartirla, de ese modo sorteamos las dificultades con menos penurias. El primer día, nos habíamos reunido en el galpón de la antigua carpintería y decidimos ayudarnos unos a otros; todo estaba mojado y  había pocas provisiones, algunos tenían salames y quesos, otros galletas y pan viejo,  preparamos café, mate cocido, sopas y pudimos comer. Marisel se había acostado  enojada conmigo y no  salió de su cuarto en esos días. De nuevo, sólo la oí mear. Cuando volvió  la calma, Balbina preparó una comida para agasajarnos por la ayuda que le habíamos dado  y celebrar que el agua había bajado. Creo que a Marisel le dio vergüenza compartir la cena y dijo que estaba engripada, me fui a su cuarto.
Sexo. Hicimos el amor con furia. La calentura se renovaba cada vez que terminábamos. Para que los demás no nos molestaran, dijimos que estábamos estudiando para rendir. Nadie nos creyó. Yo hacía semanas que no iba a la facultad y ella dejó el Instituto por aquellos días. Inventamos besos nuevos,  morder, estrechar, apretujar, simular el roce, con ligeras, imperceptibles caricias, mínimos gestos de sensualidad. Hubo acciones ineludibles: dormir para reiniciar el juego, salir a buscar comida y regresar, ir al baño, bañarnos juntos; todo para tener sexo otra vez. En las pausas, fumábamos y tomábamos mates. La obsesión del jugador frente a la ruleta o a las máquinas  de juego debe ser así. No se piensa demasiado, se juega, se apuesta lo que queda,  porque hay que ganar.  Uno cree que va a ganar.
La separación. Después de la última noche de sexo, nos separamos. Me abandonó. Ella se había dormido sobre mi pecho, era tan delgada que yo podía seguir el itinerario de las venas azules  que recorrían sus brazos hasta las manos. La miraba dormida y, con la obsesión del que lo posee todo y quiere más,  deseaba entrar en su sueño. El mentón suave apoyado sobre mi pecho. El cabello suelto, revuelto y oscuro caía  sobre mí. No era mía, no sabría decir por qué la presentía lejana. Extranjera en mi territorio o tal vez haya sido yo un intruso en el suyo. Esa  madrugada comenzó a llover  otra vez y nos abrazamos para seguir durmiendo  bajo las chapas golpeadas por el agua.
A las siete y media me levanté, ella dormía desnuda y enroscada. Tomé unos mates y salí de la pensión. Tenía  que cobrar un cheque que mi padre me había enviado para mis gastos, por eso  había madrugado.  No advertí  que  Marisel me observaba detrás de las cortinas, pero Lali  sí la había visto, después me lo dijo; ella esperaba el colectivo en la parada de la esquina, había salido unos minutos antes que yo, porque trabajaba en unas oficinas del centro para poder estudiar  en el turno noche del Normal de la calle Colón.  Llovía, me metí debajo de su paraguas. Cuando regresé, ya se había ido. Sólo le dejó la plata que le debía a Balbina y desocupó la habitación.  Para mí no dejó nada, no, ni mensajes, ni cartas,  no Andrés, para vos no dejó nada.
La esperé todo el día, no regresó; creí que me iría a buscar al bar de la galería, donde solíamos tomar cafés después de clases; a la noche fui hasta allá, estuve solo en una mesa. No apareció. Pensé que la habrían llamado de su casa con urgencia por algún problema familiar, pero no tenía el  teléfono ni la dirección de su familia que vivía en Río Cuarto. Se fue  sin dar explicaciones y yo no conocía  a nadie que la conociera a ella fuera de la pensión. Fue cruel. Al otro día, me paré  frente al Instituto donde estudiaba, me quedé en la puerta para verla llegar; lo hice  durante días, no llegó nunca;  me volvía  desolado a mi cuarto de pensión. Pregunté por ella al chico del kiosco, a la señora de la biblioteca, en la perfumería donde compraba habitualmente, pasee por las librerías, por los bares. No estaba. Leí temeroso los diarios pensando que podía encontrar noticias sobre el suicidio o el crimen de una joven estudiante en la ciudad de Pergamino. Quise creer en algún momento que todo eso era una pesadilla, que me despertaría abrazándola, que la comería a besos.
Fueron días confusos. No podía o no quería comprender lo que estaba pasando, por qué se había escapado así; desde el primer momento intuí que era el final. Algunas veces la realidad nos golpea, nos apuñala por la espalda con acontecimientos que  no esperamos y, a pesar de que nos sucede a menudo, sufrimos el desconcierto del inexperto, del que ha estado libre de desengaños o traiciones hasta el momento de ocurrir la situación  desdichada.  Repasé  los últimos hechos,  no el sexo, no el dormir con ella, no el morir  de placer  tantas veces, no el jurarle amor eterno, no el besarla una y cien veces,  no, esos recuerdos los sepulté;  evoqué los últimos días  previos al sexo  descontrolado y hallé una explicación  revisando mis actos y mis palabras. Llegué a la conclusión de que yo había sido el culpable. Se fue por mí. No podía creer lo que estaba viviendo.
Los celos. Lali también vivía en la pensión, yo salí un par de veces con ella antes de que llegara Marisel, pero no pasó nada, porque a ella le gustaba un compañero del profesorado, un poeta y no sé si marica. No quiso salir más conmigo. Me dijo que estaba  hablando con él.  Igual, cuando me disponía a volver a la carga, llegó Marisel y la olvidé; entonces la muy perra le contó que la había encarado a ella primero, cómo hacen las mujeres que se cuentan todo a la media hora  de conocerse.  Y siempre  se tuvieron celos.  Se fue. No llegó carta para mí, no Andrés, nada. No  me dijo que se iba a ir. No gritó, no lloró, no me tiró los libros por la cabeza. No nos despedimos nunca. El sexo  fue su modo de despedirse,  de terminar lo que yo pensaba que era amor.


Dejó la hoja sobre la mesa junto a la máquina de escribir,  la computadora  permanecía apagada. Se levantó, caminó descalza por la habitación, miró por la ventana del tercer piso. Llovía. Hacía varios días que no paraba de llover en la costa y la lluvia le traía recuerdos. Escribía cartas que no enviaba, fumaba sin parar. Le dio una pitada al cigarrillo, sacó la hoja de un tirón, la abolló y, mientras soltaba el humo, la tiró lejos, lo más lejos que pudo contra los vidrios mojados.