Agua
No quiero,
dijo. Cada vez que nos íbamos a dormir me decía que no. Marisel no me quería. Es
sencillo contarlo ahora, pero no lo fue; en realidad, no
pasaba nada del otro mundo, al principio, Marisel no quería ni verme.
Vivimos
tres años en la pensión de Balbina, fuimos buenos vecinos; mientras comíamos, hablábamos
de todo, aunque cada uno se cocinaba lo suyo o mirábamos televisión en los
sillones viejos donde dormían a los gatos.
Después de varios güisquis le pedía que se viniera a dormir a mi cama. Ella
siempre contestaba que no quería dormir con borrachos perdedores. Yo me reía, le
daba un beso en la mejilla y le decía que algún día me iba a rogar, ella levantaba
los hombros haciendo qué me importa, revoleaba el pelo a medida que subía la
escalera y se encerraba en su habitación, que estaba justo sobre la mía.
Entonces, escuchaba sus movimientos o los imaginaba, siempre tuve buen oído. Primero un ruido seco,
tiraba los zapatos, después caminaba
descalza hasta el baño, oía levantar la
tapa que golpeaba contra la pared, meaba, el agua caía en el inodoro. La cama hacía ruido, así que cuando se tiraba,
me estremecía como si hubiera estado a mi lado; si no dormía y daba vueltas, yo la podía
sentir, nos separan pocos centímetros,
me decía devastado por el insomnio, estamos casi juntos, prestaba atención a los sonidos que venían de arriba hasta que me
dormía por el cansancio.
Balbina. Balbina
era la dueña de la pensión y nosotros sus ocho pensionistas; una casa chorizo, seguramente de la década del
’30, transformada en vivienda colectiva, una construcción refaccionada que le
habían agregado habitaciones y una escalera que daba a una pieza en el
primer piso. La atmósfera que se vivía en la casona era deprimente; la
humedad, el calor, la poca circulación de aire y la oscuridad propiciaban el crecimiento de moho y hongos; el olor a viejo en la telas de las cortinas,
en las alfombras y muebles estaba arraigado desde hacía tiempo. Sin embargo, todos éramos jóvenes y le imprimíamos algo de
color a la casa de la calle 11 de septiembre. Balbina era una mujer alta, rubia, todavía
hermosa, siempre parecía demasiado
arreglada; era elegante y pausada para hablar,
tenía un aspecto entre un ama de llaves inglesa y una actriz de la
época de oro del cine argentino. Demostraba su hospitalidad permitiéndonos usar todos los ambientes de la
casa para comer, tomar mates o para que leyéramos. El televisor estaba en
la sala, así que el que quería ver algo
tenía que aguantar a los gatos y, a veces, a su amante. Creo recordar que el amante sólo venía por las noches,
tenía familia y que era milico retirado o jubialdo, me sentía observado por él.
Los pensionistas teníamos entre 20 y 35 años; formábamos un grupo interesante: Tres
hombres, por casualidad dedicados a la escritura, porque dos eran periodistas
del diario local y yo que estaba escribiendo para algunas revistas literarias,
además de estudiar abogacía; las chicas eran Marisel, que estudiaba ciencias de la educación en el Instituto, Lali
que trabajaba y estudiaba para maestra y
las otras tres, que ni veíamos, eran coperas de clubes nocturnos, creo que Lili, Rita y Ana.
Goteras. Goteras.
Siempre la lluvia nos traía complicaciones en la pensión. El agua fue el
principio y el fin de mi historia con Marisel. Ella se quejaba, decía que la vieja era una mentirosa, que debía
rebajarnos el alquiler si no arreglaba las goteras. Una noche, después de tres
días consecutivos de lluvia, hartos de poner tachos y cacerolas donde había goteras, o sea, en toda la casa,
decidimos sublevarnos y exigirle una solución definitiva al problema del techo.
Yo, feliz; el motín se había iniciado en la pieza de arriba. Esperé
pacientemente a que todos se fueran para quedarme a dormir. Y me quedé. Fue el
comienzo de nuestra relación, pero los celos no la dejaban vivir en paz. Cuando
nos peleábamos, volvía a la soledad de mi cuarto para oír cómo tiraba los
zapatos o las botas, caminaba hasta el baño, meaba y
se tiraba en la cama revuelta, me la imaginaba durmiendo abrazada a la
almohada húmeda por el llanto o acostada
boca arriba, fumando. Éramos muy jóvenes y locos, cuando nos reconciliábamos,
pasábamos en la cama el día hasta que
los demás se iban de la casa, entonces, deambulábamos desnudos o envueltos en alguna
sábana. A veces, comíamos así en el comedor, riéndonos al imaginar la cara que hubiera puesto Balbina,
si nos hubiese visto.
La inundación.
La inundación previa a nuestra separación fue tremenda. Media ciudad estuvo bajo
el agua. Nadie ni nada quedó seco o limpio.
Es sabido que el arroyo se desborda e inunda las zonas cercanas a su curso,
donde no deberían haber permitido las construcciones, pero a principios del siglo pasado no se hizo planeamiento urbano, los vecinos saben
que para el período de lluvias sus casas se van a inundar y están preparados. Ese
año nos inundamos todos, hasta nosotros que estábamos más cerca del centro, a pocas cuadras de la plaza Merced. En la pensión estuvimos sacando agua los dos primeros días, el tercero comenzó a
bajar el agua del arroyo. Las mesas, las camas, todos los enseres tuvieron que
ser elevados con ladrillos o tacos de madera, lo que tuviéramos a mano. En esos
momentos nos distanciamos Marisel y yo. Ella no quiso que ayudáramos a la vieja por tacaña y mentirosa,
por la cuestión de las goteras. A mí me parecía que no era para tanto y me
solidaricé con ella.
Con otros
vecinos, organizamos un equipo para socorrer a las personas mayores, enfermos y
mascotas. Marisel se burlaba de mi “nueva
vocación de servicio” “sos un pelotudo dejáte de joder”. Los tres hombres de la
pensión salimos a buscar alimentos casa por casa, porque los comercios
permanecieron cerrados por el agua; nos
pusimos de acuerdo en hacer la comida y repartirla, de ese modo sorteamos las
dificultades con menos penurias. El primer día, nos habíamos reunido en el
galpón de la antigua carpintería y decidimos ayudarnos unos a otros; todo
estaba mojado y había pocas provisiones,
algunos tenían salames y quesos, otros galletas y pan viejo, preparamos café, mate cocido, sopas y pudimos
comer. Marisel se había acostado enojada
conmigo y no salió de su cuarto en esos
días. De nuevo, sólo la oí mear. Cuando volvió la calma, Balbina preparó una comida para
agasajarnos por la ayuda que le habíamos dado y celebrar que el agua había bajado. Creo que
a Marisel le dio vergüenza compartir la cena y dijo que estaba engripada, me
fui a su cuarto.
Sexo. Hicimos
el amor con furia. La calentura se renovaba cada vez que terminábamos. Para que
los demás no nos molestaran, dijimos que estábamos estudiando para rendir. Nadie
nos creyó. Yo hacía semanas que no iba a la facultad y ella dejó el Instituto
por aquellos días. Inventamos besos nuevos, morder, estrechar, apretujar, simular el roce,
con ligeras, imperceptibles caricias, mínimos gestos de sensualidad. Hubo
acciones ineludibles: dormir para reiniciar el juego, salir a buscar comida y
regresar, ir al baño, bañarnos juntos; todo para tener sexo otra vez. En las
pausas, fumábamos y tomábamos mates. La obsesión del jugador frente a la ruleta
o a las máquinas de juego debe ser así.
No se piensa demasiado, se juega, se apuesta lo que queda, porque hay que ganar. Uno cree que va a ganar.
La separación.
Después de la última noche de sexo, nos separamos. Me abandonó. Ella se había
dormido sobre mi pecho, era tan delgada que yo podía seguir el itinerario de las
venas azules que recorrían sus brazos
hasta las manos. La miraba dormida y, con la obsesión del que lo posee todo y
quiere más, deseaba entrar en su sueño. El
mentón suave apoyado sobre mi pecho. El cabello suelto, revuelto y oscuro caía sobre mí. No era mía, no sabría decir por qué
la presentía lejana. Extranjera en mi territorio o tal vez haya sido yo un intruso
en el suyo. Esa madrugada comenzó a
llover otra vez y nos abrazamos para
seguir durmiendo bajo las chapas
golpeadas por el agua.
A las siete y
media me levanté, ella dormía desnuda y enroscada. Tomé unos mates y salí de la
pensión. Tenía que cobrar un cheque que
mi padre me había enviado para mis gastos, por eso había madrugado. No advertí que
Marisel me observaba detrás de las cortinas, pero Lali sí la había visto, después me lo dijo; ella
esperaba el colectivo en la parada de la esquina, había salido unos minutos
antes que yo, porque trabajaba en unas oficinas del centro para poder estudiar en el turno noche del Normal de la calle
Colón. Llovía, me metí debajo de su
paraguas. Cuando regresé, ya se había ido. Sólo le dejó la plata que le debía a
Balbina y desocupó la habitación. Para
mí no dejó nada, no, ni mensajes, ni cartas,
no Andrés, para vos no dejó nada.
La esperé todo
el día, no regresó; creí que me iría a buscar al bar de la galería, donde
solíamos tomar cafés después de clases; a la noche fui hasta allá, estuve solo
en una mesa. No apareció. Pensé que la habrían llamado de su casa con urgencia
por algún problema familiar, pero no tenía el
teléfono ni la dirección de su familia que vivía en Río Cuarto. Se
fue sin dar explicaciones y yo no
conocía a nadie que la conociera a ella
fuera de la pensión. Fue cruel. Al otro día, me paré frente al Instituto donde estudiaba, me quedé
en la puerta para verla llegar; lo hice durante días, no llegó nunca; me volvía desolado a mi cuarto de pensión. Pregunté por
ella al chico del kiosco, a la señora de la biblioteca, en la perfumería donde
compraba habitualmente, pasee por las librerías, por los bares. No estaba. Leí
temeroso los diarios pensando que podía encontrar noticias sobre el suicidio o el
crimen de una joven estudiante en la ciudad de Pergamino. Quise creer en algún
momento que todo eso era una pesadilla, que me despertaría abrazándola, que la
comería a besos.
Fueron días confusos.
No podía o no quería comprender lo que estaba pasando, por qué se había escapado
así; desde el primer momento intuí que era el final. Algunas veces la realidad
nos golpea, nos apuñala por la espalda con acontecimientos que no esperamos y, a pesar de que nos sucede a
menudo, sufrimos el desconcierto del inexperto, del que ha estado libre de
desengaños o traiciones hasta el momento de ocurrir la situación desdichada.
Repasé los últimos hechos, no el sexo, no el dormir con ella, no el morir
de placer tantas veces, no el jurarle amor eterno, no
el besarla una y cien veces, no, esos
recuerdos los sepulté; evoqué los
últimos días previos al sexo descontrolado y hallé una explicación revisando mis actos y mis palabras. Llegué a
la conclusión de que yo había sido el culpable. Se fue por mí. No podía creer lo
que estaba viviendo.
Los celos.
Lali también vivía en la pensión, yo salí un par de veces con ella antes de que
llegara Marisel, pero no pasó nada, porque a ella le gustaba un compañero del
profesorado, un poeta y no sé si marica. No quiso salir más conmigo. Me dijo que
estaba hablando con él. Igual, cuando me disponía a volver a la
carga, llegó Marisel y la olvidé; entonces la muy perra le contó que la había
encarado a ella primero, cómo hacen las mujeres que se cuentan todo a la media
hora de conocerse. Y siempre se tuvieron celos. Se fue. No llegó carta para mí, no Andrés,
nada. No me dijo que se iba a ir. No
gritó, no lloró, no me tiró los libros por la cabeza. No nos despedimos nunca. El
sexo fue su modo de despedirse, de terminar lo que yo pensaba que era amor.
Dejó la hoja
sobre la mesa junto a la máquina de escribir, la computadora permanecía apagada. Se levantó, caminó
descalza por la habitación, miró por la ventana del tercer piso. Llovía. Hacía
varios días que no paraba de llover en la costa y la lluvia le traía recuerdos.
Escribía cartas que no enviaba, fumaba sin parar. Le dio una pitada al cigarrillo, sacó la hoja de un tirón, la abolló y,
mientras soltaba el humo, la tiró lejos, lo más lejos que pudo contra los
vidrios mojados.