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jueves, 30 de marzo de 2017
martes, 28 de marzo de 2017
Capítulo 8 de 82/79 Los diarios del alquimista
Ocho
EL
PAÍS DE LA TIERRA NEGRA
Anotaciones
para cuarto año. Prueba escrita. Tema incluido. Avisarles la fecha.
Anotar en el cuaderno de Evaluaciones y trabajos prácticos, pedir
el cuaderno mañana sin falta. No olvidarme de hablar con el señor
Director del alumno Martínez, Luis.
Los
hombres, en todos los tiempos, han querido develar los misterios de
la naturaleza, conocer la esencia de las cosas, muy bien, han
invertido vida y esfuerzo en observar, reflexionar y aplicar sus
ideas.
La
curiosidad humana es ilimitada. He aquí el progreso, el motor del
progreso. Pensemos entonces en una época lejana, dos mil quinientos
años o más, nos situamos en el Antiguo Egipto, tierra maravillosa,
no para hablar de faraones o pirámides. Allí nació la alquimia, sí
señores, una disciplina menospreciada, considerada por algunos
erróneamente que está a mitad de camino entre la ciencia y la
fantasía. Sin embargo, muchos de los descubrimientos que ha estado
haciendo la ciencia y que siguen haciendo se han originado en la
alquimia.
No
es cosa de magos, no señores, es ciencia, con el agregado de una
cuota de misticismo y espiritualidad, eso sí. Muy bien, los hombres
y mujeres que se han dedicado a esto y yo personalmente -lo confieso-
buscamos conocer la vida más allá de lo visible, no nos conforman
los dogmas religiosos que han frenado siempre el desarrollo de la
ciencia y del conocimiento humano, no hay límites, señores, para la
sabiduría.
Continúo,
la palabra alquimia probablemente derive de Chem o Kemia país
de la tierra negra
como se conocía a Egipto en los tiempos remotos. Otros dicen que
proviene del árabe al-khimiya
que significa química; para algunos el origen es hebreo, chemesch,
que quiere decir “sol”.
Muy
bien, los saberes de los hombres de la Tierra Negra eran seguramente
herencia de la Mesopotamia. Allí, en ese territorio, cuna de la
Epopeya de Gilgamesh,
el héroe que buscaba la inmortalidad, y de los jardines colgantes de
Babilonia, una de las maravillas del mundo antiguo,
las mujeres fabricaron sus cosméticos con pigmentos minerales, ergo,
fueron las mujeres quienes inspiraron a los hombres, los que luego
serían los llamados alquimistas. Ellos serían menospreciados por
desempeñar tareas femeninas ajenas a la rudeza del trabajo rural o
de la guerra, encerrados en laboratorios entre alambiques, retortas,
tubos y fuegos. Maravilloso, maravilloso…
Bien,
los alquimistas se dedicaron a investigar los elementos de la
naturaleza, sus estructuras, el comportamiento de algunos metales,
pero deseaban lo que hasta hoy es imposible, cómo decirlo de manera
sencilla, deseaban crear, transformar lo conocido y defectuoso, tal
vez poco valioso, en algo codiciado por todos: el oro.
En
tiempos en que el oro era moneda requerida por reyes y papas,
quisieron crearlo. No era avaricia, tal vez haya sido soberbia querer
transformar plomo en oro, pero no les bastó esa quimera, fueron más
allá, desearon crear vida.
Sólo
la literatura lo ha logrado, crear un hombre en un laboratorio, el
homúnculo, u obtener la fórmula
para conseguir
la vida eterna. Sí, es demasiado, es demasiado… Muy bien, en ese
camino descubrieron elementos y procesos desconocidos que aún hoy
usamos.
Estudiar
la historia de la alquimia, nos permite transitar un sendero sinuoso,
o más bien muchos, entre la antigüedad y la Edad Media. Haciendo
ese recorrido veremos el nacimiento de la química moderna. Aquellos
hombres, los alquimistas, dieron los primeros pasos en la ciencia
química.
Dirán
ah, son químicos antiguos, no no no. Ellos deseaban trascender,
trabajaron para obtener vida, vida en el laboratorio y hasta alcanzar
la inmortalidad. ¿No es fascinante?
Anotar
en las carpetas: Baño de María, piedra filosofal, Elixir de la Vida
(con mayúsculas) y serendipia. Traer anotados los significados para
la próxima clase. Y repasar el capitulo UNO completo, porque haremos
preguntas antes de la prueba escrita.
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jueves, 23 de marzo de 2017
Capítulo 7 de la novela 82/ 79 Los diarios del alquimista
Siete
LA
JABONERÍA
De
paso por Buenos Aires, Obdulio se quedó unos días en un hotel de
Almagro, recorrió perfumerías y llegó hasta una fábrica en la que
pudo ver el diseño de máquinas destinadas a la elaboración de
perfumes y a la producción de jabones exclusivos. Había aprendido
a reconocer las fragancias junto a Lila, en su laboratorio, y allí
también se dedicaban a la destilación de esencias naturales, pero
las máquinas eran una novedad. El dueño de la fábrica era un
mallorquín que se dedicaba a trabajar en su pequeño negocio y a la
vez vendía máquinas para otros que se iniciaban. Fueron muchos los
inmigrantes españoles que después de la Guerra Civil se instalaron,
encontraron y dieron oportunidades a otros recién llegados.
Obdulio
conoció también a un gallego que se dedicaba a fabricar jabones y
aguas de colonia y que, en su opinión, era un poco audaz. Se llamaba
Arquímedes Souto y le tomó afecto porque no era nada mezquino y
compartía sus conocimientos.
Al
gallego Souto lo volvió a encontrar por casualidad una mañana en el
Correo de Oro Sacro y se alegró de verlo. Le contó que andaba
buscando un socio, que la venta por catálogo era un éxito en
Estados Unidos y que necesitaba contactos en la villa. Le explicó
cómo funcionaba el negocio:
-
Envío los catálogos por correo, mi socio los distribuye, presenta
las muestras de las fragancias, el cliente elige perfumes o jabones
de tocador y los encarga. Remiten el formulario con el pedido y un
giro postal para el pago. Al contado, señor. Al contado.
-
¿Y los productos?
-
Los envíos se hacen por encomienda.
Habían
pasado dos años sin verse, conversaron un buen rato. Souto le dijo
que iría a Colonia Caroya a comprar grasa y fiambres, que allí
había unos italianos del Friuli que facturaban como los dioses, de
paso quedaría bien con unos amigos de la colonia que lo esperaban
para cenar. Él se hizo el desentendido, agregó que sabía de la
fama que tenían los productos caroyenses, le pidió el nombre y la
dirección de los italianos, porque pensaba ir a comprar para guardar
en la despensa, como acostumbraba su madre.
Fue
casualidad o el destino, pero el apellido de la familia de Lila
apareció en el aire como una flecha y Obdulio se atragantó. Tosió,
hizo ademanes de ahogo. El gallego no sabía qué hacer. Le dieron
agua, lo abanicaron con las carpetas que estaban sobre el mostrador,
lo sentaron, sufría una especie de síncope repentino. Pasado el mal
momento, dijo como disculpa que solía tener esos episodios y que los
venía padeciendo después de una gripe fuerte que le había dado.
Mintió, para no decir que estaba a punto de reventar de alegría.
Pasado
el mal momento, Don Souto habló de su promisorio negocio, le entregó
una tarjeta para que pasara a verlo cuando viajara a Buenos Aires,
deseaba mostrarle su colección de jabones y además le ofreció que
vendiera jabones marca Maja
para él. Obdulio no aceptó porque el trabajo en la escuela le
demandaba mucho tiempo y se despidieron.
El
señor Souto había elaborado un mercado paralelo a la venta del
afamado producto español, Maja
España de Myrurgia,
que
tienen perfumes evocadores de la tierra peninsular: clavel, lavanda,
rosa, geranio, jazmín y cítricos, decía a modo de publicidad.
Había replicado las recetas de algunos jabones, del talco y del agua
de colonia. Se ufanaba: “Alterando las fórmulas, abarato costos y
se venden igual que los auténticos. La clientela ni se entera”.
-Los
Maja,
los
de creación nacional,
siguen
teniendo notas orientales a pachulí, nuez moscada o ámbar, pero en
distintas proporciones. Un acierto, decía feliz Souto.
-¿Y
los clientes, de verdad no se dan cuenta?, preguntaba Obdulio. ¿No
irá usted a perder el negocio? ¿No lo pueden denunciar por fraude?
-Para
nada y gano el triple, amigo. Una ganga.
En
el cuaderno veinticuatro, Obdulio, anotó las fórmulas que le había
pasado el gallego Souto. Pero como no podía con el genio de
transformar las cosas para mejorarlas, él pensaba agregar a los
jabones notas de azahar y de ciruelo. Un hallazgo, un éxito de
Obdulio, aunque no vendió sus productos ni los del gallego, porque
eran una falsificación y podían terminar enfrentando un juicio.
Después
del enredo con la Coca Cola y la Refrescola, no quiero correr
riesgos, decía en el mismo cuaderno. Ahora sí, escribía, con los
datos del jabonero Souto, viajaré a Colonia Caroya a buscar a Lila.
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martes, 21 de marzo de 2017
Capítulo 6 de 82/ 79 Los diarios del alquimista
Seis
LILA
Lentamente
bajó de la cama y caminó hasta el chiffonier
donde tenía los frascos con cremas y perfumes delicados. Desnuda
brillaba en la oscuridad. Se movía serena. Tomó un pote blanco de
crema con esencias de lavanda y romero. Era una sustancia suave que
comenzó a hacer correr por sus piernas, por los brazos. Después, se
volvió hasta mí y en el borde de la cama, tomó mis manos como si
fueran suyas, las frotó con aceites y desprendieron aromas
frutales. Se acostó a mi lado, dejábamos parte de la untuosidad en
el otro cuerpo y en las sábanas de hilo.
La
habitación olía a huertos, a jardines; me susurró que la siguiera
en el juego. La seguí desde ese día. No conocíamos el amor y
retozábamos como aprendices torpes. Yo en ella, en los espacios de
su cuerpo aprendí a morir y a resucitar. Mientras deponíamos los
prejuicios para abandonamos a la fiesta, besé sus pies alargados,
sus dedos delgados, me detuve en sus rodillas, besé su pubis, rocé
su vientre con mi barba, seguí hasta su boca. Yo la amo desde el
primer día en que la vi, porque camina como camina, se ríe con
alegría insolente, burbujea, explota debajo de mi cuerpo. Por eso yo
la amo.
Le
gustaba extender sustancias delicadas sobre su piel, oler a cítrico
o a duraznos. Es una alquimista, pensé la primera vez, que ensaya.
Probaba con sus sentidos lociones y extractos, se untaba con cremas y
bálsamos, observaba cómo respondían su piel y la mía. Lo que
preparaba en el laboratorio, lo aplicaba en nosotros. Avivaba la
pasión con sus fragancias.
Nada
me gusta más que tus perfumes, le había dicho en el laboratorio.
Me gusta la suavidad de tu piel, le dije después, en el dormitorio.
No sabía qué otra cosa decir. Sentía mi alma desbordarse. Ya en
la cama, es el amor que triunfa sobre la soledad, le susurré. Ella
sonrió, volvió su cuerpo, que estaba junto al mío, y se apretujó
contra mí.
Hacía
rato que quería fumar y me había prohibido hacerlo en la casa,
entonces salí a caminar mientras ella dormía. El aire fresco me
ayudaba a pensar. Bajé por la calle, caminé detrás de la iglesia,
de frente se veían las siluetas de las sierras, más que ver uno
intuye las formas, me senté en el puente, como cuando era chico, con
las piernas colgando, para escuchar los grillos y las ranas. Los
aromas de las hierbas me recordaron a Lila. Pensé que estaría
dormida, desnuda y perfumada.
Cómo
no amarla. Es como el paisaje, esta mujer es el paisaje donde quiero
habitar, pensé o dije en voz alta, no sé. Un ruido me llamó la
atención. Eran las diez de la noche y supuse que mi madre me habría
dejado la cena sobre la mesa de la cocina. Era un auto. Tuve que
correrme para que el Ford negro que entraba a la villa no me
atropellara. Oí que el tipo me insultó, aunque no entendí lo que
dijo, y le contesté. Por suerte no se bajó, yo no estaba para
pelear, quería experimentar la laxitud de mi cuerpo, no pelear.
Estuve quieto unos minutos más en el puente y regresé a mi casa.
Después,
nos amamos mucho, mucho no es la palabra, sino con copioso deleite,
con alegría, con honestidad, como cachorros. Sí, nos amamos como
chiquillos. Siempre en su casa, lejos de la mirada de los demás. Esa
noche, la primera, comprendí que mi vida es ella, que nada tendrá
sentido si Lila no está.
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lunes, 20 de marzo de 2017
Capítulo 5 de 82/ 79 Los diarios del alquimista
Cinco
LA
CARTA DE RECOMENDACIÓN
Mientras
el peronismo estaba en su apogeo Obdulio Quesada estuvo a punto de
hacerse rico. Inventó un jarabe que diluido con soda sabía a un
producto que llevaba poco tiempo en el país, la Coca-Cola.
Después
de buscar a Lila en la capital de la provincia y de trabajar más de
la cuenta para sobrevivir, regresó a Oro Sacro, su madre estaba
delicada de salud. No había tenido suerte con Lila, se la había
tragado la tierra.
Al
poco tiempo, comenzó a cambiar su destino. Lo contrataron unos
inmigrantes italianos para trabajar en una fábrica de bebidas que
producían desde principios de siglo. Era catador y creador de
recetas, en aquel tiempo alternó esas actividades con las clases en
la escuela y otros trabajos temporarios. Se atiborraba de bebidas
para aprender, degustaba frutas, olía especias y yuyos de todo
tipo. Las sierras eran un catálogo, por eso salía a caminar, oler
la tierra, reconocer el poleo o la menta, la peperina o la valeriana,
eran sus prácticas habituales, tenía olfato y paladar exquisitos.
Siempre se lo había dicho su querida Lila.
Se
hizo fama de buen catador. Tenía atributos, sensibilidad para
percibir gustos y aromas, y poseía los conocimientos. Fue reconocido
por eso. El tema es que de tanto experimentar, inventó una bebida
que ya estaba patentada, hasta pensaron que él era un espía y había
robado la fórmula secreta. El mismísimo General Perón lo convocó
a una reunión, lo mandó a llamar con el secretario del gobernador
en persona, y él asistió. Estaba sorprendido y temeroso.
Sucedía
que otro químico de profesión estaba produciendo la Refrescola, un
jarabe que replicaba la fórmula de la cola más famosa del mundo, se
dijo que lo hacía a instancias del Presidente.
-Cómo
me dice usted que ha inventado algo que ya está inventado hace
tiempo, m’hijo. Mire no es que quiera desalentarlo, pero acá en
Devoto un jovencito llamado Saúl Patrich está haciendo lo mismo y
ya lo patentó. Vino a que el secretario de comercio lo avalara y le
dimos el visto bueno. Esto ha desatado una tormenta allá en el
Norte. Se dará cuenta de que no podemos pelearnos con la Coca Cola y
con usted al mismo tiempo, con el imperialismo yanki vaya y pase,
pero amigo, usted es un compatriota. Vea, por qué no me hace otra
receta
y listo, lanzamos
la novedad al mundo. Se imagina, dos argentinos creando bebidas
originales, las podríamos exportar. Venga a verme cuando tenga otra
buena fórmula.
Perón
le dio un abrazo y una carta para cuando tuviera el otro invento
listo, en ella lo recomendaba ante el secretario del área. Él se
fue contento, con el abrazo del presidente, su carta de recomendación
y el saludo de Eva a la distancia, le recordó a Lila, tan delgada.
La propuesta era como buscar oro. Él no le había copiado a nadie,
pero había llegado tarde.
La
bebida en cuestión era una mezcla de azúcar, aceites frutales de
limón, naranja y vainilla, aunque no contenía las mismas
proporciones de cafeína que la otra, él la había mejorado, según
dejó constancia en su cuaderno número veinte. No fue sencillo que
le creyeran que la había fabricado en su casa, en cubas de madera de
cien litros, y que hacía todo el procedimiento solo, de modo
artesanal.
El
producto duplicado casualmente era la Refrescola que Saúl Patrich,
el joven de Devoto, ya había patentado y, más tarde, le ganó un
juicio a la empresa norteamericana por el uso de la palabra cola.
Durante años Patrich produjo la bebida que había conseguido crear
de tanto probar recetas en el patio de su casa de Devoto. El
producto
dejó de venderse años más tarde, después de la Revolución
Libertadora, cuando decayó la industria nacional.
-Quién
la inventó, le preguntaron los abogados que habían viajado desde
Buenos Aires para verlo.
-Yo
descubrí la fórmula y la mejoré cuando el creador de la Refrescola
que ustedes representan estaba en la escuela secundaria.
-Y
díganos, ¿cómo lo piensa demostrar?.
Obdulio
recordaba bien la fecha de su descubrimiento; había viajado a Villa
Giardino, pueblo del Valle de Punilla, para encontrarse con un amigo
del boticario quien tenía pistas sobre Lila. Sentado en un bar,
mientras esperaba al hombre, tomó un refresco que lo desconcertó
por lo original y se propuso reproducirlo en su casa. Era la Coca
Cola. Tres meses más tarde había logrado la fórmula, pero no
satisfecho, pensó que sería bueno mejorarla. Y lo consiguió.
Al
final, aunque disconforme, acató la recomendación de no volver a
elaborar el jarabe, de romper la receta, aunque la sabía de memoria,
y de que jamás se lo diría a otra persona.
-A
menos que quiera que le hagan un juicio que perderá y que le
costará millones.
La
dirección que le dio el tipo en Villa Giardino no lo llevó hasta
Lila. Tampoco la receta lo hizo rico, pero lo había conocido al
General Perón y siguió sus consejos durante toda la vida:
-Trabaje
mucho, amigo, sea constante; tarde o temprano va a conseguir lo que
se proponga.
Atesoró
la carta de recomendación de Perón como un objeto precioso. Y
cuando tuvo una bebida nueva pensó que como no se parecía a ninguna
otra, él se salvaría. Lástima que ya no estaban ni el presidente,
ni el secretario para entregarle la carta de recomendación. La
receta la guardó para cuando volviera la bonanza.
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sábado, 18 de marzo de 2017
Capítulos 3 y 4 de 82/ 79 Los diarios del alquimista
Tres
I
NO
TE VAYAS
-No
te vayas, no te vayas…
Repetí
la frase frente al vagón del tren que se ponía en marcha, como una
plegaria; tantas veces he pronunciado esas palabras que a estas
alturas ya han perdido valor. No te vayas, comenzó siendo un deseo,
como si los deseos modificaran la realidad. Cuando me invadía el
pesimismo, pensaba: “Por más que grite para que el ruego llegue al
otro lado de las sierras, no pasará nada”.
Y
no pasó nada. Porque te fuiste de la villa hace años, una tarde de
febrero, y me quedé murmurando en el andén: No te vayas, fue una
plegaria.
Quedé
petrificado, pegado a ese momento como un fósil, mirando el tren que
te llevó, como la vida que pasa y pasa y uno la mira irse no más.
No te vayas pasó a ser, más tarde, un tal vez vuelva pronto, tal
vez si las cosas no le salen tan bien como piensa.
Cada
mañana repasé los hechos de la última noche, dijiste que te irías
a estudiar a la capital, y yo que no era posible separarse así, y
vos que sí, que te ibas porque aquí no teníamos futuro, que ya
volveríamos a vernos, que una mujer no puede ser sólo ama de casa,
tener sexo toda la vida con el mismo hombre y criar hijos como ordena
el cura. Vos tenías ideas que otras no compartían. Te fuiste a
estudiar y dijiste que entre nosotros no habría cambios, que me
escribirías cada día.
Me
da vergüenza desear tu fracaso, sos tan testaruda. Uno sabe cuando
deja de estar en la vida del otro. Sufrí porque en el fondo sabía
que lo ibas a conseguir y yo no iba a estar para acompañarte. Sos
capaz de todo. No creo que hayas cambiado demasiado. Dejaste la casa
de tus padres y el colegio de monjas para aprender con tu abuelo todo
lo que él sabía sobre perfumería; así, dando muestras de coraje
saliste manejando un coche y fuiste la primera mujer en la villa en
tener auto. Renegaste de los gobiernos que impedían el voto femenino
y de los militares por los relatos que hacían los soldados sobre la
milicia o el servicio militar. Y con la misma imprudencia te
acostaste conmigo. Fuimos amantes y, un día, me dejaste para ir a
la capital a estudiar.
-Ser
mujer no me impide nada, dijiste, te estoy oyendo. Me amaste poco,
estoy seguro que yo te amé más.
Hoy
el tiempo pasa lento entre manuscritos, fotografías, fórmulas y
experimentos. Ni bien te fuiste, viajé a la capital, fui a buscarte;
me interesó un curso que dictaban para los que iban a estudiar
medicina y farmacia. Pensé que te iba a encontrar. No estabas en el
aula V, pero me quedé igual. Circunstancias fortuitas cambian el
curso de la vida, le dan sentido. Para mí, fue ese curso de química
para principiantes. La vida, pienso ahora, es una serie de sucesos
que a simple vista se perciben iguales, sin embargo, a veces sucede
el prodigio.
El
dolor por tu pérdida pasó a ser en una revisión del pasado,
estática como un álbum fotográfico o como las cintas del
cinematógrafo, luego fue un catálogo de reproches y estos fueron
transmutando también, según aumentaba mi entusiasmo por la química.
Sólo queda el recuerdo de la pasión.
Me
reproché no haberte detenido, creer que ibas a volver porque no
soportarías vivir sin mí, me reproché no haberte pedido
matrimonio, si después de todo es lo que más quieren las mujeres.
Lamenté tanto haber tenido este amor en secreto, por qué, por qué
guardé el secreto hasta hoy.
Una
mañana, viendo que no dabas señales, empecé a escribir este
diario, es algo parecido a uno que leí una vez, lo hago para que,
cuando estés aquí, puedas saber cuánto te he extrañado, en qué
cosas pensé, cómo apareció el alquimista que había en mí.
De
a poco, las notas han cambiado de tono y contenido, es verdad,
fórmulas y anotaciones de química suplantan a las palabras de amor.
Lecciones para los muchachos de la escuela, tareas y otros
materiales. El amor está intacto, sin embargo debo confesar que el
interés por experimentar y aprender fue en aumento. Salir a buscarte
fue dejando de ser lo único importante en mi vida.
Cómo
es el ser humano, casi me muero aquel día en la estación de
ferrocarril y ahora te agradezco haber llegado hasta acá, de otro
modo no sería químico. No
te vayas
pasó a ser el recuerdo tibio de mi amor por vos, Lila. Un lazo, un
hilo.
Trabajé
diez o doce horas diarias, en lugar de ir a la Universidad, no tuve
el privilegio. Primero en una botica, el boticario me enseñó muchos
secretos del oficio. En mis ratos libres salía a caminar para verte,
deseaba, rogaba encontrarte cerca de la Escuela de Medicina. Después,
trabajé en un laboratorio donde hacían pruebas con medicamentos y
cremas para la piel.
Más
tarde, me quedé sin empleo y volví a la villa. Dado mis
conocimientos avanzados y la recomendación del viejo boticario,
obtuve el cargo de profesor en la única escuela secundaria. Son unos
pocos muchachos que, después de la graduación y con suerte, se irán
también a la ciudad.
No
te vayas, te voy a esperar toda la vida, te dije y me besaste. Una
punzada me atravesó el corazón o el estómago, que para el caso es
lo mismo, cuando comprendí que estabas cortando los lazos que nos
tenían amarrados, que se iba la mujer de mi vida, como dicen.
Pensé
que me moría allí mismo, en la estación, pensé que si caía
muerto, fulminado junto a las vías, mi madre no sabría dónde
estaba, que saldrían a buscarme al día siguiente, que no aparecería
en los periódicos. Sin embargo y, muy a mi pesar, no morí en el
andén, tuve pena de mí, pobre diablo enamorado. Un infeliz de
mierda que llora por una mujer.
Lo
que duele no es tu ausencia, no, duele que estés aquí, que no
deshabitaste este cuerpo, esta mente.
Cuando
hay una pérdida como la nuestra – porque vos también perdiste-
lo que lastima es que el ausente (vos, Lila) no deja de estar
presente en quien lo evoca (yo, Obdulio). Duele la lanza clavada en
el costado, Lila. Cuando uno sufre la pérdida del que ha muerto,
sabe que no volverá a verlo, en cambio, si el otro está vivo le
queda la esperanza de que vuelva, de estar juntos, de amar otra vez.
Y entonces duele más.
La
persistencia del amor y la pasión, mientras transcurren los días y
las noches, se funden como los metales y forman mezclas caprichosas e
inestables; yo lo he visto con mis padres. El amor juvenil deviene en
afecto, que se torna en asistencia fraterna y en solidaridad, se
fusionan el cariño con el hastío y sobreviene la soledad, en los
mejores casos.
Nosotros,
en cambio, atravesamos este tiempo separados; y mi amor ha
permanecido inalterable.
Inalterable,
la mujer exquisita que me cubrió de perfumes y de besos la primera
vez; intacta dentro de mi pequeño mundo. El oro que busco, Lila.
II
Cuando
Obdulio se jubiló, pasaba los días en su casa, salía para comprar
alimentos, ir al correo, caminar cuando anochecía o tomar el fresco
en el puente sobre el brazo del río que cruza la calle. Ella nunca
le escribió. Se había suscrito a revistas de ciencias y a Rider’s
Digest,
que
le enviaban por correo,
lo
avergonzaba preguntar si había carta
para
él. ¿Quién le escribe don Obdulio?, le preguntaría el empleado
del correo. Prefería guardar las formas y el secreto.
Dejó
de esperar o más bien dejó de creer que ella lo recordara, tan
ocupada estaría con su nueva vida. La ansiedad cedió, sobrevino la
resignación. Luego, la tristeza opacó su carácter y el recuerdo se
transformó en un arroyo cristalino como esos que bajan entre las
piedras. A veces se le escapaba un suspiro y un No
te vayas,
aunque era imperceptible. Sólo se lo veía mover la cabeza.
Los
niños nos acercábamos por curiosidad a su casa y nos explicaba los
ensayos que hacía en el laboratorio. Había cambiado una pasión por
otra. Sabía que lo creían loco, pero para él era un honor seguir
los pasos de Paracelso, Hermes Trismegisto y de otros químicos más
modernos que nombraba a menudo. A ellos también les dijeron locos,
decía.
Loco
también por amar a una mujer que no está, es irracional, sin
embargo ¿hay algún otro modo de amar?, se preguntaba en sus
cuadernos.
Él
siguió amándola, creyó que volverían a estar juntos. Por eso
escribía, para ella, aunque escribir también le servía para
aclarar las ideas. Era la razón por la que anotaba fórmulas y el
resultado de sus experimentos; alguna vez alguien vería sus
progresos. Deseaba que ella supiera cuánto había aprendido, que lo
admirara, que se sintiera orgullosa de él.
En
su casa de viejo soltero, siguió viviendo con ella, entre recuerdos.
Cuatro
FLORES
BLANCAS
Cuando
Lila se movía por la casa desprendía perfumes de los más diversos,
según en qué tareas estuviera ocupada. Algunas veces cuando
destilaba, olía a especias o a hierbas aromáticas, a orégano, a
romero o tomillo; otras, al extender sus brazos humedecidos,
exhalaba fragancias de aceites frutales, naranjas, limas,
a flores verdes como el jacinto, el narciso o el lirio de los valles.
En cambio, cuando se desnudaba exhalaba aromas a flores blancas. Así
Obdulio se había enamorado de Lila. Su cuerpo era una amalgama que
olía a huertos, a flores de los valles, a hierbas de las sierras,
decía él.
Andaba
muy segura por la sala, en la cocina o en el jardín, mientras
trabajaba, como una mujer ordinaria. Preparaba el almuerzo empleando
las verduras que se cultivaban en la casa con las que acompañaba las
carnes, cocinaba por puro gusto. Era buena cocinera. Todo es
resultado de procesos químicos, le decía a él. Cuando las tareas
se acumulaban en el taller, era invitado a comer frugalmente. Después
Obdulio se iba a almorzar con su madre, para no darle explicaciones.
Trabajaba unas horas como asistente de laboratorio, cuando no ayudaba
en la carpintería de don Tomás García.
Que
las flores blancas, le explicó Lila a él un día, tienen más
perfume que las otras, son exuberantes y huelen de manera
decididamente femenina. Que era una de ellas, le dijo Obdulio, porque
ya tenía suficiente confianza.
Obdulio
enumeraba especies, arriesgaba nombres, como juego, para halagarla.
-Flor
de tangerina, azahar del naranjo o del limero; madreselva, jazmín,
nardo, hueles a flor del mandarino, alcanfor o karissa. ¿Cuál de
todas es mi Lila?
-No
sé dígalo usted, me siento más cerca de las frutas y de las raíces
de la canela. Embriagaba y lo sabía bien, aunque se hacía la
desentendida. Se dedicó a fabricar perfumes por influencia de su
abuelo, de él había heredado libros, esencias y el laboratorio con
todas sus botellas, alambiques, destiladores, instrumentos y trastos;
aprendió, como antes lo habían hecho las primeras mujeres
alquimistas y perfumistas.
-No
es extraño que lo hagas bien, prueba con esas notas, le decía el
abuelo, y ella lo hacía.
El
tiempo pasó y el abuelo ya no estaba para enseñarle sobre el arte
de la perfumería. Entonces, después de heredar las propiedades
familiares, se mudó, para seguir con la costumbre de producir
fragancias y cremas y de atender los jardines cultivados con flores y
toda clase de hierbas aromáticas. Lila era feliz. Al amante le
pesaba que la pasión por la perfumería le restara tiempo a sus
encuentros amorosos.
Obdulio
la había visto una mañana de abril a la salida de la tienda y la
siguió; el viento le tiraba el cabello hacia atrás y se lo
revolvía, caminó detrás de ella y vio que entraba en la casa de
los Aguirre. Era Lila, la nieta de don Casimiro y de doña Rufina
Dueñas de Aguirre. Ahora vivía sola, con una vieja criada. Tras la
muerte de sus abuelos se había instalado en la villa de modo
permanente, a pesar de la negativa de sus padres.
Los
Aguirre habían sido una familia influyente, descendientes de los
primeros pobladores que llegaron a Córdoba con los jesuitas y se
dedicaron, entre otras tareas, a buscar oro en las vetas auríferas
de las sierras, en las inmediaciones del río La Candelaria. La
tradición familiar fue trabajar en las minas mientras duró el
impulso extractivo, o en el campo para mantener, sino la riqueza, el
prestigio familiar. Durante siete generaciones habían contraído
matrimonio sólo con españoles de la zona o llegados de la Península
y emparentados con otros de probada reputación.
Desconfiaban
de los inmigrantes estos señores que aún se consideraban españoles,
sobre todo de los italianos. A los franceses, que no eran tantos por
allí, los aceptaban y requerían por sus conocimientos probados en
perfumería. Pero no querían nada a los italianos que se iban
asentando de a poco en la provincia.
El
problema que afligió a la familia Aguirre fue que la única hija de
don Casimiro, Gardenia, se casó sin su consentimiento con un
italiano que se dedicaba a criar cerdos y a cultivar vides. El
italiano vivía en una colonia a tres días a caballo de la casa de
Gardenia. Se habían conocido una mañana en que el joven llevó un
pedido al laboratorio. La grasa de cerdo era requerida para hacer
enfleurage
y don Casimiro empleaba abundante grasa blanqueada y desodorizada. En
ese entonces, fabricaba perfumes con un sistema antiguo de extracción
de aceites esenciales, el enflorado o enfleurage.
Antonio
Delapietra, el italiano de Colonia Caroya, era el padre de Lila,
enamorado de Gardenia, la convenció para que huyeran juntos, porque
no querrían casarla con un tano recién llegado y con olor a
chancho, eso le dijo, y ella aceptó, porque conocía lo estricto que
era don Casimiro. Llevaban ocho meses de encuentros furtivos y se
fugaron.
El
día de la fuga, él había llevado grasa y embutidos al pueblo, se
encontró con Gardenia detrás de la iglesia y le avisó a ella que
huirían. Después de hacer las entregas, Antonio no volvió a tomar
la ruta de regreso a la colonia, se quedó descansando a la orilla de
un arroyo, debajo de los árboles. Pasó la noche allí hasta las
cinco de la mañana, mirando las estrellas y planificando el futuro.
Gardenia, temerosa de que la oyeran sus padres, lo esperó sentada en
la cocina, lejos de las habitaciones. Se llevaría un pequeño bolso
tejido con muy poca ropa.
Amanecía,
los amantes huyeron hacia el sur. Cuando don Casimiro advirtió el
secuestro de su hija, salió con la escopeta, disparó unos tiros al
aire pero los novios se fueron cortando campo. A pocos kilómetros,
Antonio devolvió el animal a un amigo y tomaron el Ford T que le
habían prestado sus primos Ricciardi. Se casaron en la soledad de
una capilla pequeña del siglo XVII, en Villa Las Palmas, estaban
ellos y el cura. Nadie más.
Regresaron
a la casa de Casimiro Aguirre, con una niña de tez muy blanca y ojos
color avellana con matices verdes y grises. Era Mariagrazia, fue Lila
para los abuelos.
Antonio
llegó con su familia a la casa de don Aguirre en el nuevo Ford A
que había ido a buscar personalmente a la primera fábrica Ford,
recientemente instalada en La Boca. Ya no era el chico de la grasa y
los salames, era un hombre que había progresado y pronto sería
rico.
-Che
diranno?
-Pero,
Antonio, no van a decir nada, ya está, nos fuimos y tenemos una
hija. Además, nos casamos como Dios
manda.
-Non
m’ interessa. Che dicano quel che dicano… altrimenti andiamo a
casa.
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novela para leer
viernes, 17 de marzo de 2017
Capítulo 2 de 82/ 79 Los diarios del alquimista
OPUS MAGNUM
La
alquimia es un proceso que transforma lo ordinario, aquello de baja
calidad, en oro, decía el viejo profesor de la escuela de Oro
Sacro, Obdulio Quesada, y nosotros lo escuchábamos asombrados. Pato
y Angelito se reían, nunca lo escuchaban ni lo tenían en cuenta. Es
viejo, qué sabe él, decían, es un dinosaurio. Pero Corcho, Lucía
y yo le creíamos, por qué no, si desde la antigüedad los hombres
habían buscado transformar los metales en oro.
En
realidad, él no sólo hablaba de procesos químicos y de
experimentos, le gustaba hacernos pensar en otras cosas. ¿Acaso
piensan que siempre van a ser los mismos?, decía. Hoy son estos.
¿Quiénes serán después, cuando no puedan detenerse ni detener el
tiempo?
Nosotros
no teníamos respuestas. Nunca. Nos sentíamos confundidos y
avergonzados, cómo era eso de no ser quienes éramos. Le gustaba
dejarnos alguna duda prendida por un rato y, cuando se daba cuenta
del efecto de sus palabras, sonreía maliciosamente y nos explicaba
sus ideas.
Don
Obdulio Quesada no era profesor de física y química, pero había
trabajado en la secundaria durante años, hasta que el director
reconoció con pena que sufría algunos problemas mentales y le
sugirió el retiro. De ningún modo, soy capaz de servir a mi país
educando a los muchachos, dijo él. Sin embrago, sus muchachos le
decían Neurus, como el personaje de los dibujos animados, le
escribían carteles que pegaban en el saco y él se paseaba por toda
la escuela, ajeno a las bromas.
En
poco tiempo, fue barranca abajo por sus discursos delirantes, por las
burlas y las faltas de respeto de sus discípulos, hasta de los más
chicos. La que había sido una carrera digna como educador se
transformó en un calvario para el pobre hombre que sí estaba medio
loco, pero él amaba su trabajo.
Don
Quesada, el profesor Neurus, tenía fe en la superación del hombre.
Creía que era posible transformarse, si uno lo deseaba y se
esforzaba para lograrlo. La educación es el motor, nos decía.
Volvió una mañana de la secundaria a su casa del centro y nunca más
pisó la escuela, ni habló de ello. Dedicó su tiempo y
conocimientos a buscar mil cosas en su laboratorio y fuera de él.
Tenía un taller estrafalario con alambiques, pipetas, envases de
vidrio y muchas sustancias en frascos etiquetados.
Una
vez a la semana íbamos a visitarlo y no le decíamos Neurus porque
se enfurecía, prefería que lo llamáramos “profesor”. Él nos
contaba historias, nos escuchaba si le hacíamos preguntas. Era un
buen hombre, aunque se perdía en sus enunciados, iba y venía sin
cesar por los carriles de la razón, que algunas veces se atascaban y
no podía encontrar el paso. En esas ocasiones, se quedaba en
silencio hasta que volvía a arrancar. Tal vez por eso tenía la
costumbre de anotar todo en libretas y cuadernos que identificaba con
etiquetas grandes pegadas en la tapa con un número y el año, iba
por el cuaderno ciento cincuenta en esa época. Había empezado en
1940, nos dijo con orgullo. A simple vista era todo cuanto tenía en
la vida.
Don
Obdulio no tenía familia, su madre había vivido muchos años y la
había acompañado en la casa familiar, cubriendo sus necesidades.
Nunca se había casado y entre los estudiantes se corría la voz de
que era virgen. Todos querían saber si era cierto, aunque de eso no
hablamos nunca.
Don
Obdulio decía que era alquimista y nos fue transmitiendo sus
conocimientos, los secretos de la antigua ciencia: “Buscar el
secreto de la eterna juventud, crear vida, transformar los metales
en oro y lo más inquietante, trascender el propio ser, la búsqueda
de un nuevo plano espiritual para hallar la Piedra filosofal y el
Elixir de la vida”.
Nosotros
no entendíamos nada, pero lo escuchábamos fascinados, sobre todo
Lucía y yo. No había nada que hacer, estaba loco.
La
madre de Lucía nos prevenía:
-Un
día va a pasar una desgracia con tantos experimentos.
-Nadie
puede transformar el plomo en oro.
-No
hay tal piedra filosofal.
-La
inmortalidad no existe. Un día nos vamos a morir.
-El
profesor está chiflado, nadie hace un ser humano en un laboratorio,
¿qué, quiere crear un Frankenstein? Y, cuando nos íbamos y creía
que ya no la escuchábamos, le decía riendo, en voz baja a Carmen,
su cuñada: Sí, se puede hacer un ser humano en el laboratorio, si
te acostás con un señor allí.
El
profesor Quesada nos reveló algunos misterios, pero guardaba
secretos, al menos uno y no hubo manera de arrancárselo. Después
supimos la verdad, estaba en sus cuadernos y en las cartas que había
escrito.
Etiquetas: poesía, cuentos
novela para leer
jueves, 16 de marzo de 2017
Novela para leer: 82/79 Los diarios del alquimista. Capítulo 1
A partir de hoy empezaré a publicar uno a uno los capítulos de la novela. Espero que me acompañen en este proyecto.
Escribir una novela es arriesgado; crear un mundo y sus personajes, un salto que puede ser arriesgado y fatal. Vamos a ver qué pasa con ella.
Les cuento que Obdulio y Lila son creíbles, amorosos, humanos. Todos los datos que aparecen han sido investigados para crear el contexto adecuado, porque la historia (no la novela/ el relato) comienza en la década del 40 del siglo pasado en un pueblo imaginado de la provincia de Córdoba, en la Argentina. El mundo en el que se mueven los protagonistas es el de la perfumería, la alquimia, los inventos. Son creadores, transforman la realidad y, a la vez, su propia vida.
Ojalá que el amor que recorre las páginas los encuentre cuando menos lo esperen.
Escribir una novela es arriesgado; crear un mundo y sus personajes, un salto que puede ser arriesgado y fatal. Vamos a ver qué pasa con ella.
Les cuento que Obdulio y Lila son creíbles, amorosos, humanos. Todos los datos que aparecen han sido investigados para crear el contexto adecuado, porque la historia (no la novela/ el relato) comienza en la década del 40 del siglo pasado en un pueblo imaginado de la provincia de Córdoba, en la Argentina. El mundo en el que se mueven los protagonistas es el de la perfumería, la alquimia, los inventos. Son creadores, transforman la realidad y, a la vez, su propia vida.
Ojalá que el amor que recorre las páginas los encuentre cuando menos lo esperen.
Uno
EL PARAÍSO
Obdulio
Quesada siempre fue un tipo singular, en la villa tuvo reputación de
chiflado. No lo conocían, es decir, conocían algunas de sus
facetas, pero un hombre es mucho más que lo que deja entrever. Tras
las capas de su apariencia pintoresca, encerraba secretos que no
quería revelar. No se supo hasta muchos años después de su retiro
lo que ocultaba. Cuando compró El Paraíso empezó a manifestarse el
misterio.
El
Paraíso es el nombre de una casa que tiene como límites el arroyo y
las sierras, está en Córdoba, al norte de la capital. El paraíso
para Obdulio fue además el recuerdo de lo amado, el destino del que
persigue una quimera.
Lucía
y Mina nos esperaban leyendo o jugando a las cartas en la casa del
arroyo, durante la siesta. Nos bañábamos hasta que les daban
permiso para salir, no nos aburríamos. Pato, Angelito, Corcho, Mina,
Lucía y yo fuimos inseparables durante las vacaciones de verano en
Oro Sacro.
Cuando
apretaba el calor, entrábamos por el fondo de la casa o abríamos la
puerta de hierro del patio, lentamente para que chirriara lo menos
posible, caminábamos en fila india agachados, la madre de nuestras
amigas dormitaba en un sillón de la sala; las macetas de helechos y
de malvones alineadas en las ventanas desfiguraban las siluetas,
mientras pasábamos. Una casa con arroyo en el patio que tenía como
límite las sierras cordobesas era un paraíso para quienes vivíamos
en una casita cerca de la ruta, tan cerca que si los autos
estacionaban en la banquina nos veían dormir o comer.
A
nosotros a los diez u once años, nos alimentaban la curiosidad y la
alegría. Nos alegraban las vacaciones, aunque no había juguetes
nuevos, teníamos con quien jugar. La vida es así decía mi madre,
unos lo tienen todo, otros apenas tenemos para comer. Con el peso de
esas palabras, íbamos a jugar con Mina y Lucía, las pibas más
lindas y divertidas. La dicha era prestada, según la mirada de mi
madre, pero a eso no le dábamos importancia.
En
la villa Oro Sacro, los chicos componíamos la mayoría de la
población desde diciembre hasta marzo. Pueblo serrano exclusivo, con
casonas de alquiler o chalets de los que vivían en la capital y el
caserío de los pobres, de los trabajadores.
Las
familias ricas tenían muchos hijos y los más pobres, también;
éramos un montón para jugar y eso nos gustaba. Los del Paraíso
eran cinco hermanos, cuando nos conocimos, Lucía tenía casi once
años, Mina nueve, Jesús y Leo, los mellizos, catorce, y Pepo, ya
estaba en primer año de la facultad. Vivían todos juntos, pero los
varones eran hijos del padre de las chicas. Nosotros, Pedro, Luli,
Nani, Pato y yo, que teníamos entre nueve y diecisiete.
Jugábamos
todo el día en las calles de tierra, en el arroyo, sobre el puente y
debajo de él, en la playa. Divertirnos era nuestro modo de vivir.
Atacábamos con las bolitas de los paraísos en la Gran Guerra o en
la Segunda Guerra Mundial y las chicas, que normalmente estaban
excluidas de esos combates, nos salvaban la vida en los hospitales
de campaña. Como ellas participaban en las guerrillas, después
teníamos que jugar a la mamá, a la oficina o a los novios. Ensayos,
espejos de lo que veíamos en la televisión y en la vida de los
adultos. Por eso creo que enamorarme de Lucía fue parte del juego.
Así
transcurrían nuestros días, a veces, las travesuras nos ponían al
límite del peligro, como cuando fue lo de Jorgito, el hermano del
Corcho. Era un pibe flaco y despeinado, con el mechón de pelo que le
tapaba el ojo derecho. Vago, intrépido, parecía criado en el monte.
Él nos acompañaba en las caminatas, iba detrás del grupo, porque
tenía cuatro años menos y no queríamos llevarlo. Hablaba poco,
pero se le ocurrían las cosas más increíbles. Una vez trepó la
pared oeste de la sierra, la más pedregosa, y nos dejó sin aliento;
cuando lo vimos, nos separaban de él unos quince metros.
Gato,
le decíamos y él se reía. Jorgito, el Gato, se salvó de milagro
una tarde de enero, se lo había llevado la corriente en el brazo
ancho del río. Cuando vienen las tormentas se desprenden pedazos de
materia, barro y piedras bajan de las sierras con el agua, el alud
arrastra todo lo que encuentra a su paso. También se lo llevó al
Gato y todos salimos a buscarlo. Esa tarde conocimos a las chicas,
Lucía y Mina, mis amigas.
Habían
venido a vivir a la casa del arroyo hacía poco tiempo. Decían que
la habían comprado unos de la capital. Al principio, la habitaban
nada más que tres meses al año. Un día pintaron la fachada de
color rosa y colocaron el cartel que decía El Paraíso, entonces se
quedaron a vivir. Antes de eso, cuando nadie vivía allí, nos
metíamos por atrás, desde octubre nos bañábamos en el arroyo; el
Gato se tiraba al agua desde las piedras, en la parte más profunda,
o dormíamos la siesta apretujados en una hamaca de lona con rayas
gastadas.
La
primera vez que vi a Lucía, me declaré fatalmente enamorado. A los
once años uno sabe pocas cosas, pero son algunas de las más
importantes, como que uno quiere a esa chica y a ninguna otra.
Etiquetas: poesía, cuentos
novela para leer
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