jueves, 30 de marzo de 2017

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martes, 28 de marzo de 2017

Capítulo 8 de 82/79 Los diarios del alquimista

Ocho


EL PAÍS DE LA TIERRA NEGRA


Anotaciones para cuarto año. Prueba escrita. Tema incluido. Avisarles la fecha. Anotar en el cuaderno de Evaluaciones y trabajos prácticos, pedir el cuaderno mañana sin falta. No olvidarme de hablar con el señor Director del alumno Martínez, Luis.

Los hombres, en todos los tiempos, han querido develar los misterios de la naturaleza, conocer la esencia de las cosas, muy bien, han invertido vida y esfuerzo en observar, reflexionar y aplicar sus ideas.
La curiosidad humana es ilimitada. He aquí el progreso, el motor del progreso. Pensemos entonces en una época lejana, dos mil quinientos años o más, nos situamos en el Antiguo Egipto, tierra maravillosa, no para hablar de faraones o pirámides. Allí nació la alquimia, sí señores, una disciplina menospreciada, considerada por algunos erróneamente que está a mitad de camino entre la ciencia y la fantasía. Sin embargo, muchos de los descubrimientos que ha estado haciendo la ciencia y que siguen haciendo se han originado en la alquimia.
No es cosa de magos, no señores, es ciencia, con el agregado de una cuota de misticismo y espiritualidad, eso sí. Muy bien, los hombres y mujeres que se han dedicado a esto y yo personalmente -lo confieso- buscamos conocer la vida más allá de lo visible, no nos conforman los dogmas religiosos que han frenado siempre el desarrollo de la ciencia y del conocimiento humano, no hay límites, señores, para la sabiduría.
Continúo, la palabra alquimia probablemente derive de Chem o Kemia país de la tierra negra como se conocía a Egipto en los tiempos remotos. Otros dicen que proviene del árabe al-khimiya que significa química; para algunos el origen es hebreo, chemesch, que quiere decir “sol”.
Muy bien, los saberes de los hombres de la Tierra Negra eran seguramente herencia de la Mesopotamia. Allí, en ese territorio, cuna de la Epopeya de Gilgamesh, el héroe que buscaba la inmortalidad, y de los jardines colgantes de Babilonia, una de las maravillas del mundo antiguo, las mujeres fabricaron sus cosméticos con pigmentos minerales, ergo, fueron las mujeres quienes inspiraron a los hombres, los que luego serían los llamados alquimistas. Ellos serían menospreciados por desempeñar tareas femeninas ajenas a la rudeza del trabajo rural o de la guerra, encerrados en laboratorios entre alambiques, retortas, tubos y fuegos. Maravilloso, maravilloso…
Bien, los alquimistas se dedicaron a investigar los elementos de la naturaleza, sus estructuras, el comportamiento de algunos metales, pero deseaban lo que hasta hoy es imposible, cómo decirlo de manera sencilla, deseaban crear, transformar lo conocido y defectuoso, tal vez poco valioso, en algo codiciado por todos: el oro.
En tiempos en que el oro era moneda requerida por reyes y papas, quisieron crearlo. No era avaricia, tal vez haya sido soberbia querer transformar plomo en oro, pero no les bastó esa quimera, fueron más allá, desearon crear vida.
Sólo la literatura lo ha logrado, crear un hombre en un laboratorio, el homúnculo, u obtener la fórmula para conseguir la vida eterna. Sí, es demasiado, es demasiado… Muy bien, en ese camino descubrieron elementos y procesos desconocidos que aún hoy usamos.
Estudiar la historia de la alquimia, nos permite transitar un sendero sinuoso, o más bien muchos, entre la antigüedad y la Edad Media. Haciendo ese recorrido veremos el nacimiento de la química moderna. Aquellos hombres, los alquimistas, dieron los primeros pasos en la ciencia química.
Dirán ah, son químicos antiguos, no no no. Ellos deseaban trascender, trabajaron para obtener vida, vida en el laboratorio y hasta alcanzar la inmortalidad. ¿No es fascinante?



Anotar en las carpetas: Baño de María, piedra filosofal, Elixir de la Vida (con mayúsculas) y serendipia. Traer anotados los significados para la próxima clase. Y repasar el capitulo UNO completo, porque haremos preguntas antes de la prueba escrita.



jueves, 23 de marzo de 2017

Capítulo 7 de la novela 82/ 79 Los diarios del alquimista

Siete


LA JABONERÍA



De paso por Buenos Aires, Obdulio se quedó unos días en un hotel de Almagro, recorrió perfumerías y llegó hasta una fábrica en la que pudo ver el diseño de máquinas destinadas a la elaboración de perfumes y a la producción de jabones exclusivos. Había aprendido a reconocer las fragancias junto a Lila, en su laboratorio, y allí también se dedicaban a la destilación de esencias naturales, pero las máquinas eran una novedad. El dueño de la fábrica era un mallorquín que se dedicaba a trabajar en su pequeño negocio y a la vez vendía máquinas para otros que se iniciaban. Fueron muchos los inmigrantes españoles que después de la Guerra Civil se instalaron, encontraron y dieron oportunidades a otros recién llegados.
Obdulio conoció también a un gallego que se dedicaba a fabricar jabones y aguas de colonia y que, en su opinión, era un poco audaz. Se llamaba Arquímedes Souto y le tomó afecto porque no era nada mezquino y compartía sus conocimientos.
Al gallego Souto lo volvió a encontrar por casualidad una mañana en el Correo de Oro Sacro y se alegró de verlo. Le contó que andaba buscando un socio, que la venta por catálogo era un éxito en Estados Unidos y que necesitaba contactos en la villa. Le explicó cómo funcionaba el negocio:
- Envío los catálogos por correo, mi socio los distribuye, presenta las muestras de las fragancias, el cliente elige perfumes o jabones de tocador y los encarga. Remiten el formulario con el pedido y un giro postal para el pago. Al contado, señor. Al contado.
- ¿Y los productos?
- Los envíos se hacen por encomienda.
Habían pasado dos años sin verse, conversaron un buen rato. Souto le dijo que iría a Colonia Caroya a comprar grasa y fiambres, que allí había unos italianos del Friuli que facturaban como los dioses, de paso quedaría bien con unos amigos de la colonia que lo esperaban para cenar. Él se hizo el desentendido, agregó que sabía de la fama que tenían los productos caroyenses, le pidió el nombre y la dirección de los italianos, porque pensaba ir a comprar para guardar en la despensa, como acostumbraba su madre.
Fue casualidad o el destino, pero el apellido de la familia de Lila apareció en el aire como una flecha y Obdulio se atragantó. Tosió, hizo ademanes de ahogo. El gallego no sabía qué hacer. Le dieron agua, lo abanicaron con las carpetas que estaban sobre el mostrador, lo sentaron, sufría una especie de síncope repentino. Pasado el mal momento, dijo como disculpa que solía tener esos episodios y que los venía padeciendo después de una gripe fuerte que le había dado. Mintió, para no decir que estaba a punto de reventar de alegría.
Pasado el mal momento, Don Souto habló de su promisorio negocio, le entregó una tarjeta para que pasara a verlo cuando viajara a Buenos Aires, deseaba mostrarle su colección de jabones y además le ofreció que vendiera jabones marca Maja para él. Obdulio no aceptó porque el trabajo en la escuela le demandaba mucho tiempo y se despidieron.
El señor Souto había elaborado un mercado paralelo a la venta del afamado producto español, Maja España de Myrurgia, que tienen perfumes evocadores de la tierra peninsular: clavel, lavanda, rosa, geranio, jazmín y cítricos, decía a modo de publicidad. Había replicado las recetas de algunos jabones, del talco y del agua de colonia. Se ufanaba: “Alterando las fórmulas, abarato costos y se venden igual que los auténticos. La clientela ni se entera”.
-Los Maja, los de creación nacional, siguen teniendo notas orientales a pachulí, nuez moscada o ámbar, pero en distintas proporciones. Un acierto, decía feliz Souto.
-¿Y los clientes, de verdad no se dan cuenta?, preguntaba Obdulio. ¿No irá usted a perder el negocio? ¿No lo pueden denunciar por fraude?
-Para nada y gano el triple, amigo. Una ganga.
En el cuaderno veinticuatro, Obdulio, anotó las fórmulas que le había pasado el gallego Souto. Pero como no podía con el genio de transformar las cosas para mejorarlas, él pensaba agregar a los jabones notas de azahar y de ciruelo. Un hallazgo, un éxito de Obdulio, aunque no vendió sus productos ni los del gallego, porque eran una falsificación y podían terminar enfrentando un juicio.
Después del enredo con la Coca Cola y la Refrescola, no quiero correr riesgos, decía en el mismo cuaderno. Ahora sí, escribía, con los datos del jabonero Souto, viajaré a Colonia Caroya a buscar a Lila.




martes, 21 de marzo de 2017

Capítulo 6 de 82/ 79 Los diarios del alquimista

Seis
LILA
Lentamente bajó de la cama y caminó hasta el chiffonier donde tenía los frascos con cremas y perfumes delicados. Desnuda brillaba en la oscuridad. Se movía serena. Tomó un pote blanco de crema con esencias de lavanda y romero. Era una sustancia suave que comenzó a hacer correr por sus piernas, por los brazos. Después, se volvió hasta mí y en el borde de la cama, tomó mis manos como si fueran suyas, las frotó con aceites y desprendieron aromas frutales. Se acostó a mi lado, dejábamos parte de la untuosidad en el otro cuerpo y en las sábanas de hilo.
La habitación olía a huertos, a jardines; me susurró que la siguiera en el juego. La seguí desde ese día. No conocíamos el amor y retozábamos como aprendices torpes. Yo en ella, en los espacios de su cuerpo aprendí a morir y a resucitar. Mientras deponíamos los prejuicios para abandonamos a la fiesta, besé sus pies alargados, sus dedos delgados, me detuve en sus rodillas, besé su pubis, rocé su vientre con mi barba, seguí hasta su boca. Yo la amo desde el primer día en que la vi, porque camina como camina, se ríe con alegría insolente, burbujea, explota debajo de mi cuerpo. Por eso yo la amo.
Le gustaba extender sustancias delicadas sobre su piel, oler a cítrico o a duraznos. Es una alquimista, pensé la primera vez, que ensaya. Probaba con sus sentidos lociones y extractos, se untaba con cremas y bálsamos, observaba cómo respondían su piel y la mía. Lo que preparaba en el laboratorio, lo aplicaba en nosotros. Avivaba la pasión con sus fragancias.
Nada me gusta más que tus perfumes, le había dicho en el laboratorio. Me gusta la suavidad de tu piel, le dije después, en el dormitorio. No sabía qué otra cosa decir. Sentía mi alma desbordarse. Ya en la cama, es el amor que triunfa sobre la soledad, le susurré. Ella sonrió, volvió su cuerpo, que estaba junto al mío, y se apretujó contra mí.
Hacía rato que quería fumar y me había prohibido hacerlo en la casa, entonces salí a caminar mientras ella dormía. El aire fresco me ayudaba a pensar. Bajé por la calle, caminé detrás de la iglesia, de frente se veían las siluetas de las sierras, más que ver uno intuye las formas, me senté en el puente, como cuando era chico, con las piernas colgando, para escuchar los grillos y las ranas. Los aromas de las hierbas me recordaron a Lila. Pensé que estaría dormida, desnuda y perfumada.
Cómo no amarla. Es como el paisaje, esta mujer es el paisaje donde quiero habitar, pensé o dije en voz alta, no sé. Un ruido me llamó la atención. Eran las diez de la noche y supuse que mi madre me habría dejado la cena sobre la mesa de la cocina. Era un auto. Tuve que correrme para que el Ford negro que entraba a la villa no me atropellara. Oí que el tipo me insultó, aunque no entendí lo que dijo, y le contesté. Por suerte no se bajó, yo no estaba para pelear, quería experimentar la laxitud de mi cuerpo, no pelear. Estuve quieto unos minutos más en el puente y regresé a mi casa.
Después, nos amamos mucho, mucho no es la palabra, sino con copioso deleite, con alegría, con honestidad, como cachorros. Sí, nos amamos como chiquillos. Siempre en su casa, lejos de la mirada de los demás. Esa noche, la primera, comprendí que mi vida es ella, que nada tendrá sentido si Lila no está.

lunes, 20 de marzo de 2017

Capítulo 5 de 82/ 79 Los diarios del alquimista

Cinco
LA CARTA DE RECOMENDACIÓN



Mientras el peronismo estaba en su apogeo Obdulio Quesada estuvo a punto de hacerse rico. Inventó un jarabe que diluido con soda sabía a un producto que llevaba poco tiempo en el país, la Coca-Cola.
Después de buscar a Lila en la capital de la provincia y de trabajar más de la cuenta para sobrevivir, regresó a Oro Sacro, su madre estaba delicada de salud. No había tenido suerte con Lila, se la había tragado la tierra.
Al poco tiempo, comenzó a cambiar su destino. Lo contrataron unos inmigrantes italianos para trabajar en una fábrica de bebidas que producían desde principios de siglo. Era catador y creador de recetas, en aquel tiempo alternó esas actividades con las clases en la escuela y otros trabajos temporarios. Se atiborraba de bebidas para aprender, degustaba frutas, olía especias y yuyos de todo tipo. Las sierras eran un catálogo, por eso salía a caminar, oler la tierra, reconocer el poleo o la menta, la peperina o la valeriana, eran sus prácticas habituales, tenía olfato y paladar exquisitos. Siempre se lo había dicho su querida Lila.
Se hizo fama de buen catador. Tenía atributos, sensibilidad para percibir gustos y aromas, y poseía los conocimientos. Fue reconocido por eso. El tema es que de tanto experimentar, inventó una bebida que ya estaba patentada, hasta pensaron que él era un espía y había robado la fórmula secreta. El mismísimo General Perón lo convocó a una reunión, lo mandó a llamar con el secretario del gobernador en persona, y él asistió. Estaba sorprendido y temeroso.
Sucedía que otro químico de profesión estaba produciendo la Refrescola, un jarabe que replicaba la fórmula de la cola más famosa del mundo, se dijo que lo hacía a instancias del Presidente.
-Cómo me dice usted que ha inventado algo que ya está inventado hace tiempo, m’hijo. Mire no es que quiera desalentarlo, pero acá en Devoto un jovencito llamado Saúl Patrich está haciendo lo mismo y ya lo patentó. Vino a que el secretario de comercio lo avalara y le dimos el visto bueno. Esto ha desatado una tormenta allá en el Norte. Se dará cuenta de que no podemos pelearnos con la Coca Cola y con usted al mismo tiempo, con el imperialismo yanki vaya y pase, pero amigo, usted es un compatriota. Vea, por qué no me hace otra receta y listo, lanzamos la novedad al mundo. Se imagina, dos argentinos creando bebidas originales, las podríamos exportar. Venga a verme cuando tenga otra buena fórmula.
Perón le dio un abrazo y una carta para cuando tuviera el otro invento listo, en ella lo recomendaba ante el secretario del área. Él se fue contento, con el abrazo del presidente, su carta de recomendación y el saludo de Eva a la distancia, le recordó a Lila, tan delgada. La propuesta era como buscar oro. Él no le había copiado a nadie, pero había llegado tarde.
La bebida en cuestión era una mezcla de azúcar, aceites frutales de limón, naranja y vainilla, aunque no contenía las mismas proporciones de cafeína que la otra, él la había mejorado, según dejó constancia en su cuaderno número veinte. No fue sencillo que le creyeran que la había fabricado en su casa, en cubas de madera de cien litros, y que hacía todo el procedimiento solo, de modo artesanal.
El producto duplicado casualmente era la Refrescola que Saúl Patrich, el joven de Devoto, ya había patentado y, más tarde, le ganó un juicio a la empresa norteamericana por el uso de la palabra cola. Durante años Patrich produjo la bebida que había conseguido crear de tanto probar recetas en el patio de su casa de Devoto. El producto dejó de venderse años más tarde, después de la Revolución Libertadora, cuando decayó la industria nacional.
-Quién la inventó, le preguntaron los abogados que habían viajado desde Buenos Aires para verlo.
-Yo descubrí la fórmula y la mejoré cuando el creador de la Refrescola que ustedes representan estaba en la escuela secundaria.
-Y díganos, ¿cómo lo piensa demostrar?.
Obdulio recordaba bien la fecha de su descubrimiento; había viajado a Villa Giardino, pueblo del Valle de Punilla, para encontrarse con un amigo del boticario quien tenía pistas sobre Lila. Sentado en un bar, mientras esperaba al hombre, tomó un refresco que lo desconcertó por lo original y se propuso reproducirlo en su casa. Era la Coca Cola. Tres meses más tarde había logrado la fórmula, pero no satisfecho, pensó que sería bueno mejorarla. Y lo consiguió.
Al final, aunque disconforme, acató la recomendación de no volver a elaborar el jarabe, de romper la receta, aunque la sabía de memoria, y de que jamás se lo diría a otra persona.
-A menos que quiera que le hagan un juicio que perderá y que le costará millones.
La dirección que le dio el tipo en Villa Giardino no lo llevó hasta Lila. Tampoco la receta lo hizo rico, pero lo había conocido al General Perón y siguió sus consejos durante toda la vida:
-Trabaje mucho, amigo, sea constante; tarde o temprano va a conseguir lo que se proponga.
Atesoró la carta de recomendación de Perón como un objeto precioso. Y cuando tuvo una bebida nueva pensó que como no se parecía a ninguna otra, él se salvaría. Lástima que ya no estaban ni el presidente, ni el secretario para entregarle la carta de recomendación. La receta la guardó para cuando volviera la bonanza.


sábado, 18 de marzo de 2017

Capítulos 3 y 4 de 82/ 79 Los diarios del alquimista

Tres

I

NO TE VAYAS



-No te vayas, no te vayas…
Repetí la frase frente al vagón del tren que se ponía en marcha, como una plegaria; tantas veces he pronunciado esas palabras que a estas alturas ya han perdido valor. No te vayas, comenzó siendo un deseo, como si los deseos modificaran la realidad. Cuando me invadía el pesimismo, pensaba: “Por más que grite para que el ruego llegue al otro lado de las sierras, no pasará nada”.
Y no pasó nada. Porque te fuiste de la villa hace años, una tarde de febrero, y me quedé murmurando en el andén: No te vayas, fue una plegaria.
Quedé petrificado, pegado a ese momento como un fósil, mirando el tren que te llevó, como la vida que pasa y pasa y uno la mira irse no más. No te vayas pasó a ser, más tarde, un tal vez vuelva pronto, tal vez si las cosas no le salen tan bien como piensa.
Cada mañana repasé los hechos de la última noche, dijiste que te irías a estudiar a la capital, y yo que no era posible separarse así, y vos que sí, que te ibas porque aquí no teníamos futuro, que ya volveríamos a vernos, que una mujer no puede ser sólo ama de casa, tener sexo toda la vida con el mismo hombre y criar hijos como ordena el cura. Vos tenías ideas que otras no compartían. Te fuiste a estudiar y dijiste que entre nosotros no habría cambios, que me escribirías cada día.
Me da vergüenza desear tu fracaso, sos tan testaruda. Uno sabe cuando deja de estar en la vida del otro. Sufrí porque en el fondo sabía que lo ibas a conseguir y yo no iba a estar para acompañarte. Sos capaz de todo. No creo que hayas cambiado demasiado. Dejaste la casa de tus padres y el colegio de monjas para aprender con tu abuelo todo lo que él sabía sobre perfumería; así, dando muestras de coraje saliste manejando un coche y fuiste la primera mujer en la villa en tener auto. Renegaste de los gobiernos que impedían el voto femenino y de los militares por los relatos que hacían los soldados sobre la milicia o el servicio militar. Y con la misma imprudencia te acostaste conmigo. Fuimos amantes y, un día, me dejaste para ir a la capital a estudiar.
-Ser mujer no me impide nada, dijiste, te estoy oyendo. Me amaste poco, estoy seguro que yo te amé más.
Hoy el tiempo pasa lento entre manuscritos, fotografías, fórmulas y experimentos. Ni bien te fuiste, viajé a la capital, fui a buscarte; me interesó un curso que dictaban para los que iban a estudiar medicina y farmacia. Pensé que te iba a encontrar. No estabas en el aula V, pero me quedé igual. Circunstancias fortuitas cambian el curso de la vida, le dan sentido. Para mí, fue ese curso de química para principiantes. La vida, pienso ahora, es una serie de sucesos que a simple vista se perciben iguales, sin embargo, a veces sucede el prodigio.
El dolor por tu pérdida pasó a ser en una revisión del pasado, estática como un álbum fotográfico o como las cintas del cinematógrafo, luego fue un catálogo de reproches y estos fueron transmutando también, según aumentaba mi entusiasmo por la química. Sólo queda el recuerdo de la pasión.
Me reproché no haberte detenido, creer que ibas a volver porque no soportarías vivir sin mí, me reproché no haberte pedido matrimonio, si después de todo es lo que más quieren las mujeres. Lamenté tanto haber tenido este amor en secreto, por qué, por qué guardé el secreto hasta hoy.
Una mañana, viendo que no dabas señales, empecé a escribir este diario, es algo parecido a uno que leí una vez, lo hago para que, cuando estés aquí, puedas saber cuánto te he extrañado, en qué cosas pensé, cómo apareció el alquimista que había en mí.
De a poco, las notas han cambiado de tono y contenido, es verdad, fórmulas y anotaciones de química suplantan a las palabras de amor. Lecciones para los muchachos de la escuela, tareas y otros materiales. El amor está intacto, sin embargo debo confesar que el interés por experimentar y aprender fue en aumento. Salir a buscarte fue dejando de ser lo único importante en mi vida.
Cómo es el ser humano, casi me muero aquel día en la estación de ferrocarril y ahora te agradezco haber llegado hasta acá, de otro modo no sería químico. No te vayas pasó a ser el recuerdo tibio de mi amor por vos, Lila. Un lazo, un hilo.
Trabajé diez o doce horas diarias, en lugar de ir a la Universidad, no tuve el privilegio. Primero en una botica, el boticario me enseñó muchos secretos del oficio. En mis ratos libres salía a caminar para verte, deseaba, rogaba encontrarte cerca de la Escuela de Medicina. Después, trabajé en un laboratorio donde hacían pruebas con medicamentos y cremas para la piel.
Más tarde, me quedé sin empleo y volví a la villa. Dado mis conocimientos avanzados y la recomendación del viejo boticario, obtuve el cargo de profesor en la única escuela secundaria. Son unos pocos muchachos que, después de la graduación y con suerte, se irán también a la ciudad.
No te vayas, te voy a esperar toda la vida, te dije y me besaste. Una punzada me atravesó el corazón o el estómago, que para el caso es lo mismo, cuando comprendí que estabas cortando los lazos que nos tenían amarrados, que se iba la mujer de mi vida, como dicen.
Pensé que me moría allí mismo, en la estación, pensé que si caía muerto, fulminado junto a las vías, mi madre no sabría dónde estaba, que saldrían a buscarme al día siguiente, que no aparecería en los periódicos. Sin embargo y, muy a mi pesar, no morí en el andén, tuve pena de mí, pobre diablo enamorado. Un infeliz de mierda que llora por una mujer.
Lo que duele no es tu ausencia, no, duele que estés aquí, que no deshabitaste este cuerpo, esta mente.
Cuando hay una pérdida como la nuestra – porque vos también perdiste- lo que lastima es que el ausente (vos, Lila) no deja de estar presente en quien lo evoca (yo, Obdulio). Duele la lanza clavada en el costado, Lila. Cuando uno sufre la pérdida del que ha muerto, sabe que no volverá a verlo, en cambio, si el otro está vivo le queda la esperanza de que vuelva, de estar juntos, de amar otra vez. Y entonces duele más.
La persistencia del amor y la pasión, mientras transcurren los días y las noches, se funden como los metales y forman mezclas caprichosas e inestables; yo lo he visto con mis padres. El amor juvenil deviene en afecto, que se torna en asistencia fraterna y en solidaridad, se fusionan el cariño con el hastío y sobreviene la soledad, en los mejores casos.
Nosotros, en cambio, atravesamos este tiempo separados; y mi amor ha permanecido inalterable.
Inalterable, la mujer exquisita que me cubrió de perfumes y de besos la primera vez; intacta dentro de mi pequeño mundo. El oro que busco, Lila.

II
Cuando Obdulio se jubiló, pasaba los días en su casa, salía para comprar alimentos, ir al correo, caminar cuando anochecía o tomar el fresco en el puente sobre el brazo del río que cruza la calle. Ella nunca le escribió. Se había suscrito a revistas de ciencias y a Rider’s Digest, que le enviaban por correo, lo avergonzaba preguntar si había carta para él. ¿Quién le escribe don Obdulio?, le preguntaría el empleado del correo. Prefería guardar las formas y el secreto.
Dejó de esperar o más bien dejó de creer que ella lo recordara, tan ocupada estaría con su nueva vida. La ansiedad cedió, sobrevino la resignación. Luego, la tristeza opacó su carácter y el recuerdo se transformó en un arroyo cristalino como esos que bajan entre las piedras. A veces se le escapaba un suspiro y un No te vayas, aunque era imperceptible. Sólo se lo veía mover la cabeza.
Los niños nos acercábamos por curiosidad a su casa y nos explicaba los ensayos que hacía en el laboratorio. Había cambiado una pasión por otra. Sabía que lo creían loco, pero para él era un honor seguir los pasos de Paracelso, Hermes Trismegisto y de otros químicos más modernos que nombraba a menudo. A ellos también les dijeron locos, decía.
Loco también por amar a una mujer que no está, es irracional, sin embargo ¿hay algún otro modo de amar?, se preguntaba en sus cuadernos.
Él siguió amándola, creyó que volverían a estar juntos. Por eso escribía, para ella, aunque escribir también le servía para aclarar las ideas. Era la razón por la que anotaba fórmulas y el resultado de sus experimentos; alguna vez alguien vería sus progresos. Deseaba que ella supiera cuánto había aprendido, que lo admirara, que se sintiera orgullosa de él.
En su casa de viejo soltero, siguió viviendo con ella, entre recuerdos.

Cuatro

FLORES BLANCAS

Cuando Lila se movía por la casa desprendía perfumes de los más diversos, según en qué tareas estuviera ocupada. Algunas veces cuando destilaba, olía a especias o a hierbas aromáticas, a orégano, a romero o tomillo; otras, al extender sus brazos humedecidos, exhalaba fragancias de aceites frutales, naranjas, limas, a flores verdes como el jacinto, el narciso o el lirio de los valles. En cambio, cuando se desnudaba exhalaba aromas a flores blancas. Así Obdulio se había enamorado de Lila. Su cuerpo era una amalgama que olía a huertos, a flores de los valles, a hierbas de las sierras, decía él.
Andaba muy segura por la sala, en la cocina o en el jardín, mientras trabajaba, como una mujer ordinaria. Preparaba el almuerzo empleando las verduras que se cultivaban en la casa con las que acompañaba las carnes, cocinaba por puro gusto. Era buena cocinera. Todo es resultado de procesos químicos, le decía a él. Cuando las tareas se acumulaban en el taller, era invitado a comer frugalmente. Después Obdulio se iba a almorzar con su madre, para no darle explicaciones. Trabajaba unas horas como asistente de laboratorio, cuando no ayudaba en la carpintería de don Tomás García.
Que las flores blancas, le explicó Lila a él un día, tienen más perfume que las otras, son exuberantes y huelen de manera decididamente femenina. Que era una de ellas, le dijo Obdulio, porque ya tenía suficiente confianza.
Obdulio enumeraba especies, arriesgaba nombres, como juego, para halagarla.
-Flor de tangerina, azahar del naranjo o del limero; madreselva, jazmín, nardo, hueles a flor del mandarino, alcanfor o karissa. ¿Cuál de todas es mi Lila?
-No sé dígalo usted, me siento más cerca de las frutas y de las raíces de la canela. Embriagaba y lo sabía bien, aunque se hacía la desentendida. Se dedicó a fabricar perfumes por influencia de su abuelo, de él había heredado libros, esencias y el laboratorio con todas sus botellas, alambiques, destiladores, instrumentos y trastos; aprendió, como antes lo habían hecho las primeras mujeres alquimistas y perfumistas.
-No es extraño que lo hagas bien, prueba con esas notas, le decía el abuelo, y ella lo hacía.
El tiempo pasó y el abuelo ya no estaba para enseñarle sobre el arte de la perfumería. Entonces, después de heredar las propiedades familiares, se mudó, para seguir con la costumbre de producir fragancias y cremas y de atender los jardines cultivados con flores y toda clase de hierbas aromáticas. Lila era feliz. Al amante le pesaba que la pasión por la perfumería le restara tiempo a sus encuentros amorosos.
Obdulio la había visto una mañana de abril a la salida de la tienda y la siguió; el viento le tiraba el cabello hacia atrás y se lo revolvía, caminó detrás de ella y vio que entraba en la casa de los Aguirre. Era Lila, la nieta de don Casimiro y de doña Rufina Dueñas de Aguirre. Ahora vivía sola, con una vieja criada. Tras la muerte de sus abuelos se había instalado en la villa de modo permanente, a pesar de la negativa de sus padres.
Los Aguirre habían sido una familia influyente, descendientes de los primeros pobladores que llegaron a Córdoba con los jesuitas y se dedicaron, entre otras tareas, a buscar oro en las vetas auríferas de las sierras, en las inmediaciones del río La Candelaria. La tradición familiar fue trabajar en las minas mientras duró el impulso extractivo, o en el campo para mantener, sino la riqueza, el prestigio familiar. Durante siete generaciones habían contraído matrimonio sólo con españoles de la zona o llegados de la Península y emparentados con otros de probada reputación.
Desconfiaban de los inmigrantes estos señores que aún se consideraban españoles, sobre todo de los italianos. A los franceses, que no eran tantos por allí, los aceptaban y requerían por sus conocimientos probados en perfumería. Pero no querían nada a los italianos que se iban asentando de a poco en la provincia.
El problema que afligió a la familia Aguirre fue que la única hija de don Casimiro, Gardenia, se casó sin su consentimiento con un italiano que se dedicaba a criar cerdos y a cultivar vides. El italiano vivía en una colonia a tres días a caballo de la casa de Gardenia. Se habían conocido una mañana en que el joven llevó un pedido al laboratorio. La grasa de cerdo era requerida para hacer enfleurage y don Casimiro empleaba abundante grasa blanqueada y desodorizada. En ese entonces, fabricaba perfumes con un sistema antiguo de extracción de aceites esenciales, el enflorado o enfleurage.
Antonio Delapietra, el italiano de Colonia Caroya, era el padre de Lila, enamorado de Gardenia, la convenció para que huyeran juntos, porque no querrían casarla con un tano recién llegado y con olor a chancho, eso le dijo, y ella aceptó, porque conocía lo estricto que era don Casimiro. Llevaban ocho meses de encuentros furtivos y se fugaron.
El día de la fuga, él había llevado grasa y embutidos al pueblo, se encontró con Gardenia detrás de la iglesia y le avisó a ella que huirían. Después de hacer las entregas, Antonio no volvió a tomar la ruta de regreso a la colonia, se quedó descansando a la orilla de un arroyo, debajo de los árboles. Pasó la noche allí hasta las cinco de la mañana, mirando las estrellas y planificando el futuro. Gardenia, temerosa de que la oyeran sus padres, lo esperó sentada en la cocina, lejos de las habitaciones. Se llevaría un pequeño bolso tejido con muy poca ropa.
Amanecía, los amantes huyeron hacia el sur. Cuando don Casimiro advirtió el secuestro de su hija, salió con la escopeta, disparó unos tiros al aire pero los novios se fueron cortando campo. A pocos kilómetros, Antonio devolvió el animal a un amigo y tomaron el Ford T que le habían prestado sus primos Ricciardi. Se casaron en la soledad de una capilla pequeña del siglo XVII, en Villa Las Palmas, estaban ellos y el cura. Nadie más.
Regresaron a la casa de Casimiro Aguirre, con una niña de tez muy blanca y ojos color avellana con matices verdes y grises. Era Mariagrazia, fue Lila para los abuelos.
Antonio llegó con su familia a la casa de don Aguirre en el nuevo Ford A que había ido a buscar personalmente a la primera fábrica Ford, recientemente instalada en La Boca. Ya no era el chico de la grasa y los salames, era un hombre que había progresado y pronto sería rico.
-Che diranno?
-Pero, Antonio, no van a decir nada, ya está, nos fuimos y tenemos una hija. Además, nos casamos como Dios manda.
-Non m’ interessa. Che dicano quel che dicano… altrimenti andiamo a casa.




viernes, 17 de marzo de 2017

Capítulo 2 de 82/ 79 Los diarios del alquimista


Dos
OPUS MAGNUM


La alquimia es un proceso que transforma lo ordinario, aquello de baja calidad, en oro, decía el viejo profesor de la escuela de Oro Sacro, Obdulio Quesada, y nosotros lo escuchábamos asombrados. Pato y Angelito se reían, nunca lo escuchaban ni lo tenían en cuenta. Es viejo, qué sabe él, decían, es un dinosaurio. Pero Corcho, Lucía y yo le creíamos, por qué no, si desde la antigüedad los hombres habían buscado transformar los metales en oro.
En realidad, él no sólo hablaba de procesos químicos y de experimentos, le gustaba hacernos pensar en otras cosas. ¿Acaso piensan que siempre van a ser los mismos?, decía. Hoy son estos. ¿Quiénes serán después, cuando no puedan detenerse ni detener el tiempo?
Nosotros no teníamos respuestas. Nunca. Nos sentíamos confundidos y avergonzados, cómo era eso de no ser quienes éramos. Le gustaba dejarnos alguna duda prendida por un rato y, cuando se daba cuenta del efecto de sus palabras, sonreía maliciosamente y nos explicaba sus ideas.
Don Obdulio Quesada no era profesor de física y química, pero había trabajado en la secundaria durante años, hasta que el director reconoció con pena que sufría algunos problemas mentales y le sugirió el retiro. De ningún modo, soy capaz de servir a mi país educando a los muchachos, dijo él. Sin embrago, sus muchachos le decían Neurus, como el personaje de los dibujos animados, le escribían carteles que pegaban en el saco y él se paseaba por toda la escuela, ajeno a las bromas.
En poco tiempo, fue barranca abajo por sus discursos delirantes, por las burlas y las faltas de respeto de sus discípulos, hasta de los más chicos. La que había sido una carrera digna como educador se transformó en un calvario para el pobre hombre que sí estaba medio loco, pero él amaba su trabajo.
Don Quesada, el profesor Neurus, tenía fe en la superación del hombre. Creía que era posible transformarse, si uno lo deseaba y se esforzaba para lograrlo. La educación es el motor, nos decía. Volvió una mañana de la secundaria a su casa del centro y nunca más pisó la escuela, ni habló de ello. Dedicó su tiempo y conocimientos a buscar mil cosas en su laboratorio y fuera de él. Tenía un taller estrafalario con alambiques, pipetas, envases de vidrio y muchas sustancias en frascos etiquetados.
Una vez a la semana íbamos a visitarlo y no le decíamos Neurus porque se enfurecía, prefería que lo llamáramos “profesor”. Él nos contaba historias, nos escuchaba si le hacíamos preguntas. Era un buen hombre, aunque se perdía en sus enunciados, iba y venía sin cesar por los carriles de la razón, que algunas veces se atascaban y no podía encontrar el paso. En esas ocasiones, se quedaba en silencio hasta que volvía a arrancar. Tal vez por eso tenía la costumbre de anotar todo en libretas y cuadernos que identificaba con etiquetas grandes pegadas en la tapa con un número y el año, iba por el cuaderno ciento cincuenta en esa época. Había empezado en 1940, nos dijo con orgullo. A simple vista era todo cuanto tenía en la vida.
Don Obdulio no tenía familia, su madre había vivido muchos años y la había acompañado en la casa familiar, cubriendo sus necesidades. Nunca se había casado y entre los estudiantes se corría la voz de que era virgen. Todos querían saber si era cierto, aunque de eso no hablamos nunca.
Don Obdulio decía que era alquimista y nos fue transmitiendo sus conocimientos, los secretos de la antigua ciencia: “Buscar el secreto de la eterna juventud, crear vida, transformar los metales en oro y lo más inquietante, trascender el propio ser, la búsqueda de un nuevo plano espiritual para hallar la Piedra filosofal y el Elixir de la vida”.
Nosotros no entendíamos nada, pero lo escuchábamos fascinados, sobre todo Lucía y yo. No había nada que hacer, estaba loco.
La madre de Lucía nos prevenía:
-Un día va a pasar una desgracia con tantos experimentos.
-Nadie puede transformar el plomo en oro.
-No hay tal piedra filosofal.
-La inmortalidad no existe. Un día nos vamos a morir.
-El profesor está chiflado, nadie hace un ser humano en un laboratorio, ¿qué, quiere crear un Frankenstein? Y, cuando nos íbamos y creía que ya no la escuchábamos, le decía riendo, en voz baja a Carmen, su cuñada: Sí, se puede hacer un ser humano en el laboratorio, si te acostás con un señor allí.


El profesor Quesada nos reveló algunos misterios, pero guardaba secretos, al menos uno y no hubo manera de arrancárselo. Después supimos la verdad, estaba en sus cuadernos y en las cartas que había escrito.

jueves, 16 de marzo de 2017

Novela para leer: 82/79 Los diarios del alquimista. Capítulo 1

A partir de hoy empezaré a publicar uno a uno los capítulos de la novela. Espero que me acompañen en este proyecto.
Escribir una novela es arriesgado; crear un mundo y sus personajes, un salto que puede ser arriesgado y fatal. Vamos a ver qué pasa con ella.
Les cuento que Obdulio y Lila son creíbles, amorosos, humanos. Todos los datos que aparecen han sido investigados para crear el contexto adecuado, porque la historia (no la novela/ el relato) comienza en la década del 40 del siglo pasado en un pueblo imaginado de la provincia de Córdoba, en la Argentina. El mundo en el que se mueven los protagonistas es el de la perfumería, la alquimia, los inventos. Son creadores, transforman la realidad y, a la vez, su propia vida.
Ojalá que el amor que recorre las páginas los encuentre cuando menos lo esperen.


Uno
EL PARAÍSO

Obdulio Quesada siempre fue un tipo singular, en la villa tuvo reputación de chiflado. No lo conocían, es decir, conocían algunas de sus facetas, pero un hombre es mucho más que lo que deja entrever. Tras las capas de su apariencia pintoresca, encerraba secretos que no quería revelar. No se supo hasta muchos años después de su retiro lo que ocultaba. Cuando compró El Paraíso empezó a manifestarse el misterio.
El Paraíso es el nombre de una casa que tiene como límites el arroyo y las sierras, está en Córdoba, al norte de la capital. El paraíso para Obdulio fue además el recuerdo de lo amado, el destino del que persigue una quimera.
Lucía y Mina nos esperaban leyendo o jugando a las cartas en la casa del arroyo, durante la siesta. Nos bañábamos hasta que les daban permiso para salir, no nos aburríamos. Pato, Angelito, Corcho, Mina, Lucía y yo fuimos inseparables durante las vacaciones de verano en Oro Sacro.
Cuando apretaba el calor, entrábamos por el fondo de la casa o abríamos la puerta de hierro del patio, lentamente para que chirriara lo menos posible, caminábamos en fila india agachados, la madre de nuestras amigas dormitaba en un sillón de la sala; las macetas de helechos y de malvones alineadas en las ventanas desfiguraban las siluetas, mientras pasábamos. Una casa con arroyo en el patio que tenía como límite las sierras cordobesas era un paraíso para quienes vivíamos en una casita cerca de la ruta, tan cerca que si los autos estacionaban en la banquina nos veían dormir o comer.
A nosotros a los diez u once años, nos alimentaban la curiosidad y la alegría. Nos alegraban las vacaciones, aunque no había juguetes nuevos, teníamos con quien jugar. La vida es así decía mi madre, unos lo tienen todo, otros apenas tenemos para comer. Con el peso de esas palabras, íbamos a jugar con Mina y Lucía, las pibas más lindas y divertidas. La dicha era prestada, según la mirada de mi madre, pero a eso no le dábamos importancia.
En la villa Oro Sacro, los chicos componíamos la mayoría de la población desde diciembre hasta marzo. Pueblo serrano exclusivo, con casonas de alquiler o chalets de los que vivían en la capital y el caserío de los pobres, de los trabajadores.
Las familias ricas tenían muchos hijos y los más pobres, también; éramos un montón para jugar y eso nos gustaba. Los del Paraíso eran cinco hermanos, cuando nos conocimos, Lucía tenía casi once años, Mina nueve, Jesús y Leo, los mellizos, catorce, y Pepo, ya estaba en primer año de la facultad. Vivían todos juntos, pero los varones eran hijos del padre de las chicas. Nosotros, Pedro, Luli, Nani, Pato y yo, que teníamos entre nueve y diecisiete.
Jugábamos todo el día en las calles de tierra, en el arroyo, sobre el puente y debajo de él, en la playa. Divertirnos era nuestro modo de vivir. Atacábamos con las bolitas de los paraísos en la Gran Guerra o en la Segunda Guerra Mundial y las chicas, que normalmente estaban excluidas de esos combates, nos salvaban la vida en los hospitales de campaña. Como ellas participaban en las guerrillas, después teníamos que jugar a la mamá, a la oficina o a los novios. Ensayos, espejos de lo que veíamos en la televisión y en la vida de los adultos. Por eso creo que enamorarme de Lucía fue parte del juego.
Así transcurrían nuestros días, a veces, las travesuras nos ponían al límite del peligro, como cuando fue lo de Jorgito, el hermano del Corcho. Era un pibe flaco y despeinado, con el mechón de pelo que le tapaba el ojo derecho. Vago, intrépido, parecía criado en el monte. Él nos acompañaba en las caminatas, iba detrás del grupo, porque tenía cuatro años menos y no queríamos llevarlo. Hablaba poco, pero se le ocurrían las cosas más increíbles. Una vez trepó la pared oeste de la sierra, la más pedregosa, y nos dejó sin aliento; cuando lo vimos, nos separaban de él unos quince metros.
Gato, le decíamos y él se reía. Jorgito, el Gato, se salvó de milagro una tarde de enero, se lo había llevado la corriente en el brazo ancho del río. Cuando vienen las tormentas se desprenden pedazos de materia, barro y piedras bajan de las sierras con el agua, el alud arrastra todo lo que encuentra a su paso. También se lo llevó al Gato y todos salimos a buscarlo. Esa tarde conocimos a las chicas, Lucía y Mina, mis amigas.
Habían venido a vivir a la casa del arroyo hacía poco tiempo. Decían que la habían comprado unos de la capital. Al principio, la habitaban nada más que tres meses al año. Un día pintaron la fachada de color rosa y colocaron el cartel que decía El Paraíso, entonces se quedaron a vivir. Antes de eso, cuando nadie vivía allí, nos metíamos por atrás, desde octubre nos bañábamos en el arroyo; el Gato se tiraba al agua desde las piedras, en la parte más profunda, o dormíamos la siesta apretujados en una hamaca de lona con rayas gastadas.
La primera vez que vi a Lucía, me declaré fatalmente enamorado. A los once años uno sabe pocas cosas, pero son algunas de las más importantes, como que uno quiere a esa chica y a ninguna otra.