lunes, 29 de septiembre de 2014

Pablo Neruda, La palabra





La palabra
Pablo Neruda
De Confieso que he vivido




Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como perlas de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció. Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de la tierra de las barbas, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Adiós


“y aunque la línea está cortada señalando el fin
yo sólo digo adiós hasta que nos veamos de nuevo.”
 Bob Dylan

No es cierto que te fuiste, estás. Cuando te vi la primera vez, salías del bar de Tito, en la esquina, ibas con dos de tus amigas. No tenías más de dieciocho años, delgada, casi demasiado. El pelo negro, lacio y fino con una cola de caballo. Siempre con tus libros. Con los apuntes o los textos de edición barata  que conseguías en el kiosco de diarios y revistas. Leías literatura. Eso me dio aliento. Podía ver levemente qué leías. Era una colección de Centro Editor de América Latina. No sabía tu nombre. Eras para mí, la piba.
No te fuiste, te llevaron. La segunda vez, te tropezaste justo frente a mi ventana de minusválido que mira el mundo desde una cama o llega hasta donde puede con una silla de ruedas. Vos tenías las piernas largas y te movías como una bailarina, despreocupada. Eras linda. Así te tengo adherida a mis recuerdos.
Hay una  línea frágil entre la realidad y lo engañoso de los recuerdos. No sé cuándo te hablé por última vez, pero sí recuerdo la primera. Volvía del gimnasio, había decidido levantarme de la cama de inválido y fortalecer mis brazos para andar en dos ruedas fuera de mi casa. Casi te me caés encima cuando, al salir del bar, me regalaste una sonrisa y un “perdoná soy una tonta” “¿estás bien?”. Iluminaste mi vida. Como conocía tus horarios, seguimos encontrándonos con una pretendida casualidad, sólo nos saludábamos. Hasta que me decidí y te invité a tomar un café. Desde aquel día, fui construyendo  una realidad ilusoria. Los jueves fueron maravillosos porque te esperaba y nos encontrábamos en el bar,  donde Tito tenía reservada la mesa del rincón, que me permitía estar con la silla sin entorpecer el paso a los clientes. No pensaba en nada más que en tus cabellos negros y en tus ojos. Eras todo en mi vida. Cuando llegaba a mi casa, la fatiga me obligaba a ir a la cama, aunque  en aquel tiempo conocí la felicidad. Me diste alas.
El momento más feliz fue cuando dijiste “vamos a caminar” y me miraste, esperabas mi enojo, te sentiste cruel,  pero yo me reí de la cara de susto que tenías. Y nos fuimos hasta el parque. Me ayudabas a cruzar las calles, sostenías la silla para bajar de las veredas sin rampas, me avisabas de las baldosas rotas y te sorprendías por el deterioro de las veredas, las bajadas abruptas, la estrechez del paso, los timbres y porteros eléctricos demasiado altos. Tenías la risa fácil, te reías porque sí. Cantábamos las canciones de Almendra y me escuchabas divertida desafinando “muchacha ojos de papel”. Pero estallabas indignada cuando  hablábamos de la realidad que yo no alcanzaba a ver como vos, cuando discutíamos con tus amigos acerca del peronismo o de la vida y del trabajo en las villas.
Recuerdo que habían matado  en una manifestación  a un estudiante de medicina en Corrientes. Cuando se manifestaron aquí por aquella represión, los estudiantes también fueron reprimidos por la policía que asesinó a otro estudiante de 22 años. Siguió más violencia y más represión ante las manifestaciones populares de repudio. Era el Rosariazo y nosotros dos estábamos allí, entre las barricadas levantadas con mesas, sillas, cartones, cajones y todo lo que nos arrojaban los vecinos para encender y la policía que arrojaba gases. Nos separamos en la confusión, tuve miedo por vos y también por mí. Me llevaron unos tipos amables,  porque pensaron que yo estaba involuntariamente en medio de la batalla. Me vieron y me llevaron al hospital. Mi padre fue a buscarme a las dos horas. A la piba no  la volví a ver por unos días. Algo había cambiado en ella. Lo supe al verla.  La ocupación militar de la ciudad hizo que todo se fuera transformando. Se espaciaron nuestros encuentros.
Pasamos dos meses sin vernos. Cuando la encontré en la calle, estaba con su novio. Nos contamos en pocos minutos cómo andábamos y qué hacíamos por esos días, como por compromiso. Se me vino el mundo abajo. Todo bien, ella no se iba a fijar en mí. Nunca lo esperé por mi escasa salud, no puedo ser  torpe, me dije siempre. Por eso fui muy cuidadoso para no perderla, para no escucharle decir estás loco si somos amigos si te quiero como a un hermano. No, jamás iba a ponerme en ese lugar. Lisiado, sí, no estúpido. Quise ser el que ella quería, a pesar de que nos separaban tantas cosas. Qué es lo que lo mueve a uno a ser alguien, a ser esta persona y no otra; qué nos anima, cuánto somos  o no somos por la mirada del otro. Ella tenía puesta la mirada en el flaco que la llevaba de la mano. Antes, nosotros hablábamos de Borges y de Cortázar, polémicas tipo River - Boca, no poníamos en tela de juicio el talento, éramos respetuosos de los maestros, pero sus  miradas políticas tan opuestas abrían debates interminables a los que se nos sumaban sus amigos de filosofía y letras. El tema de la realidad y lo fantástico nos acercaba, era un punto a mi favor. Cuánto hay de irreal en lo que creemos real, aún hoy me pregunto. Ella, me digo, como lo fantástico  iluminaba por un instante lo que existía dentro y fuera de mí, creó con su presencia una incertidumbre acerca de la realidad. Pude percibir lo ilusorio de la realidad. Lo ilusorio también de mi amor por ella.
En los años siguientes, sólo nos encontramos casualmente un par de veces. La extraño. Extraño a esa amiga del bar, su compañía, transitar las veredas, que por su alegría eran más leves.
Una tarde regresó. Esa tarde, casi a las 7, ya estaba oscureciendo, me acuerdo porque en otoño comienzan a acortarse los días y el barrio se detiene más temprano; había poca luz en la calle, el bar de Tito tenía  pocos clientes, desde la cama podía ver todo el lugar. Llegó desabrigada, sin campera, con un diario y un paquete, sola. Se encontró con alguien,  le entregó el diario enrollado, hablaron fuera del bar, discutían creo, el tipo la tomó del brazo por la fuerza,  pero la soltó  y se fue caminando con  apuro. Ella miró hacia mi casa, levantó la mano por las dudas, me había dicho, cada vez que pase voy a saludar por si estás allí como un rey entre almohadones y sedas y me ves a mí, tu única súbdita que te adora. Entonces, discutíamos si correspondía súbdita o súbdito, gerente o gerenta, nos reíamos mucho porque llegábamos a lo absurdo del lenguaje por caminos insospechados.  Saludó sin saber que estaba mirándola y se perdió al doblar la esquina. No volvimos a hablar. No volví a verte.
Aquella noche murieron no se sabe cuántos en un enfrentamiento y cuántos fusilados. Todos muy jóvenes. La policía hizo allanamientos y detenciones. Llegaron hasta mi casa, la buscaban a la piba, Nora Donelli. Mis padres negaron conocerla, que yo tuviera algo  que ver con ella, afirmaban que hacía seis meses que no salía de mi habitación. Mi hijo es un lisiado, no un subversivo, por favor. Se fueron, creo que convencidos. Muchos estudiantes fueron detenidos en esos procedimientos policiales y militares. La línea señalaba el final, piba.
No supe nada de Nora Donelli hasta que Tito me lo dijo. Había superado una afección respiratoria y estaba aprovechando los días buenos para salir con mi silla. El bar siempre está más tranquilo después de la hora almuerzo. Tito me lo dijo, ¿vos sabés lo de la piba, no? Se los chuparon a todos, se los llevaron,  soltaron a dos o tres de los que venían al bar, pero a los demás, no.  De ella, nada, ni rastros. Levantaste la mano derecha con una sonrisa, te acomodaste el cabello detrás de la oreja y te fuiste para siempre. Sin embargo, yo sólo te dije hasta pronto, piba.
                                




Para seguir leyendo: Sobre el Rosariazo 



http://www.unr.edu.ar/noticia/1537/recordando-el-rosariazo-


               

domingo, 21 de septiembre de 2014

César Vallejo, Piedra negra sobre una piedra blanca






 "El combate que Vallejo libra con la palabra, tiene la extraña armonía de su temperamento anárquico, di­sentidor, pero no posee obligatoriamente una armonía literaria, dicho sea esto en el más ortodoxo de sus sen­tidos. Es como espectáculo humano (y no sólo como ejercicio puramente artístico) que la poesía de Vallejo fascina a su lector, pero una vez que tiene lugar ese primer asombro, todo el resto pasa a ser algo subsi­diario, por valioso e ineludible que ese resto resulte como intermediación.
      Desde el momento que el lenguaje de Vallejo no es lujo sino disputada necesidad, el poeta-lector no se detiene allí, no es encandilado. Ya que cada poema es un campo de batalla, es preciso ir más allá, buscar el fondo humano, encontrar al hombre, y entonces sí, apo­yar su actitud, participar en su emoción, asistirlo en su compromiso, sufrir con su sufrimiento. Para sus res­pectivos poetas-lectores, vale decir para sus influidos, Neruda funciona sobre todo como un paradigma literario; Vallejo, en cambio, así sea a través de sus poe­mas, como un paradigma humano."
La cita pertenece a: http://www.literatura.us/vallejo/benedetti.html


Influencia tutelar de César Vallejo en los poetas de latinoamérica, estímulo para crear desde lo más profundo del ser humano. Es uno de los poetas que más admiro. Les dejo un poema:



Piedra negra sobre una piedra blanca
[Poema: Texto completo.]
César Vallejo
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...

http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/ha/vallejo/piedra_negra_sobre_una_piedra_blanca.htm



sábado, 20 de septiembre de 2014

Bichos

Escondidos en las rocas, entre grietas azulinas, donde llega el agua de los deshielos pero no la luz, están siempre. Son unos seres extraños porque viven ocultos, a veces los  podemos ver,  pero es mejor tratar de que no lo adviertan. Todavía no se sabe cómo nos perciben. Los seres humanos no vemos con los ojos sino con el cerebro,  en cambio, es sabido que los animales, sí. Algunos lugareños nos hablaron de ellos, dicen que se parecen a los tarsios porque poseen ojos enormes, tienen la ventaja de dar vuelta el cuello 180° para vigilar durante las noches, como los búhos,  pero estos viven en las áreas tropicales; o tal vez se acerquen más a la especie bufo que son escuerzos repugnantes. La historia que relataré tiene que ver con estos  monstruos de las piedras.
No sé si ustedes han tenido una experiencia parecida, si no les pasó, ojalá no les suceda. Estábamos de vacaciones en la montaña. Hacía varios días que recorríamos la zona con un viejo peugeot 304, automóvil que marchaba por la gracia de dios y de un mecánico amigo. La cosa es que teníamos que llegar a Purmamarca, andábamos recorriendo caminos alejados de las rutas asfaltadas, sacando fotografías, admirando el paisaje. En eso el coche se detuvo. Nos miramos angustiados, pero teníamos la intención de enfrentar con optimismo lo que ocurriera. Todo es parte de la aventura, éste es nuestro lema.
Como el peugeot no quería arrancar y estaba cayendo el sol, decidimos hacer fuego y pasar la noche en un lugar protegido, un alero rocoso que seguramente habría servido de refugio a otros caminantes y a tribus del lugar hace cientos de años. Como sea, dijimos, aquí nos quedaremos  hasta mañana.
Teníamos el calor que proporcionaba  la pequeña hoguera, unas galletas de pan, queso y vino. No se precisaba otra cosa, aunque yo deseaba tener una cama limpia y unas mantas más que las que habíamos comprado en una feria esa tarde. Después de comer pequeñas porciones de pan y algo de queso, decidimos que mejor sería guardarlos por si se prolongaba la espera.
Transcurrió la primera noche sin inconvenientes, por la mañana, desarmamos las improvisadas camas, buscamos más leña para mantener el fuego encendido y tomamos café, el poco que quedaba en el termo, aunque ya estaba frío. Debo ser sincera, yo los vi esa primera noche, aunque mi marido diga que no, yo los vi. En el transcurso del día intentamos comunicarnos, no había señal, por supuesto. Organizamos turnos para estar vigilando la ruta que pasaba más abajo. Es poco transitada, pero los pueblos se comunican a través de ella. En esa época no había cosecha, seguramente el ir y venir es intenso en el verano o en temporada alta para el turismo. En esa época, no.
Preparé unos mates, calenté agua en un jarro de acero que siempre llevamos  en nuestros viajes y habría tomado unos dos o tres, cuando los vi. Entre las piedras, un resplandor. Primero pensé que eran libélulas que tienen tan grandes los ojos que  son como cascos; libélulas, porque pueden  mirar a 360° o, me dije, tal vez sean muchos ojos los que me miran. No mostraban más que eso. Me quedé paralizada, con la vista fija en ellos. No se movían. Yo tampoco. Cuando llegó mi marido, le conté. No creyó  nada de lo que le había dicho.
Todo el día esperamos la llegada de algún baqueano. Había animales pastando cerca, pero por algún motivo no se acercaban al alero. Yo creía conocer el motivo, eran esos pequeños seres quienes los alejaban  del lugar.  Las horas transcurrían monótonas, íbamos hasta la punta del camino y  volvíamos  siempre con la mirada anhelante en la ruta. Así transcurrió el  primer día.
A la noche, volvimos a repetir el ritual de transformar el campamento en dormitorio. Acostumbrados a acampar, ése no era el problema. Pero los bichos seguían allí y sólo  yo los podía ver.  No sabía qué eran y qué podrían hacernos. Quizá fueran carniceros, por eso los animales no llegaban al alero, no se veía desechos de llamas o vicuñas, pero sí algo parecido a lo que defecan los murciélagos. Murciélagos, claro, podrían ser murciélagos.
Pasaron dos días desde que el viejo automóvil se había quedado en medio de la montaña. Perdidos, sin alimentos masticamos algunas hojas de coca que llevábamos como souvenir. El hambre se demoraba en llegar, no teníamos comida, la suciedad, la ropa  inadecuada, la falta de  utensilios nos preocupaba, pero el dormir mal, el alerta permanente era agotador. Decidimos dormir y vigilar por turnos. Al menos uno de los dos descansaría. El problema para mí eran ellos, esos pequeños monstruos que no se dejaban ver, pero que siempre me miraban. Pasaba las horas preguntándome cómo serían, tendrían cola, orejas grandes, alas, hocico, garras; podía estar segura de que eran pequeños porque vivían entre las piedras.



Ahora estoy sola, él decidió por los dos. Iría caminando  hasta encontrar ayuda,  uno de nosotros debería seguir insistiendo con el peugeot. Darle  arranque, una, dos, tres veces y esperar. Así,  repetir la acción, dejar,  porque podía estar apunado. Me quedé sola. Lo vi alejarse, esquivar las piedras  que obstaculizan el paso, descansar a la sombra de algún árbol achaparrado, pude verlo hasta que los pinos y alisos del cerro me lo permitieron. Llegaría hasta la ruta dando la vuelta a las estribaciones rosadas, encontraría un paso próximo o un  atajo, siempre que  no se equivocara y se perdiera en la selva. Confiaría en su maravilloso sentido de orientación.
No sé cuántos días van, sigo mirando la grieta, sé que me espían sin parar. Ignoro cuándo vendrá mi esposo, me abandonó aquí, en la alta montaña; quizá él tampoco llegó a destino. Frente a mí el camino está cada vez más lejano, pienso que no nos encontrarán más. Los pastizales parecen siluetas humanas, se agitan, se doblan, me ilusiono con la llegada y el rescate. Debo tener fe, me digo. Sin embargo, son ellos los que me dan fuerzas para no dejarme vencer por la situación. Sin ellos ya me hubiera abandonado, pero, no. Si me duermo, ellos  van a venir sobre mí. Cuando me duerma, saldrán y caminarán por mi cuerpo. Querrán devorarme, pienso en lo peor. El alero les pertenece. Son los monstruos de las rocas, me digo. No puedo cerrar los ojos, porque sus ojos no se cerraron hasta ahora, me siguen mirando. No tendré descanso si no dejan de mirarme.
Por eso escribo, no paro de escribir, les cuento la historia para que tengan cuidado, si vienen a la montaña no se aparten de la ruta principal, porque es mejor no  cruzarse  con ellos; escribo para contar una aventura, también para disfrutar del hecho de escribir. Comencé en tiempo pasado por razones lógicas, superado el problema, a salvo,  acabaría el cuento en el hotel y lo publicaría, de ser posible, en alguna comunidad de escritores. Sin embargo, pienso amargamente que no sucederá así. No sé  si podré terminarlo, cómo seguir la historia si yo ya no tengo fuerzas. Uno tiene dominio sobre lo que escribe, pero la vida no es literatura y muchas veces sobreviene lo inesperado, hasta lo fatal.
Me siento débil y cansada.Ya están saliendo de su escondite. Son cientos, miles,  avanzan como ejércitos, los ojos saltones resplandecen. Ya subieron hasta la rodilla de la pierna izquierda, trato de sacarlos con el pie derecho pero unos cuantos se lanzan sobre él y no lo puedo mover, me han inoculado su veneno, pienso. Siento la irritación inicial en la piel,  una especie de mareo.  Dejan sobre mi cuerpo una sustancia  como baba blanca, grasosa y venenosa que, ahora  recuerdo porque lo he leído en algunas obras de zoología, puede llegar a provocar la muerte. Paralizada, los veo cerca de mi cara, no quiero mirarlos. Por fin, me decido y cierro los ojos.



viernes, 19 de septiembre de 2014

El corazón de Poe

No puede ser cierto. Esto no me está pasando. Miro el reloj, dan las tres y media. Exacto, porque hace unos días, el martes fue que le cambiaron las pilas. No, tal vez haya sido el miércoles porque él vino a verme después de que me cansé de esperarlo. Estoy aquí con estos dos hombres de batas blancas que quieren darme sedantes. Ahora no tengo que tomarlos, son las tres y media. Me fuerzan, les explico lo que ocurrió, confieso, no me escuchan.
Nadie sabe por lo que yo pasé, por eso no me creen ni me van a creer, si estuvieran conmigo mañana, tarde y noche, si hubieran conocido mis sentimientos, mi amor prohibido, me creerían. Pero a él nadie lo ha visto conmigo, cuando hablamos estamos solos. En realidad, no solos, pero sí alejados de los demás; por ejemplo, en la biblioteca, entre el segundo y el tercer pasillo, mientras busco o hago que busco algún libro de Poe, él dice que también  le gustan sus cuentos,  sobre todo “El corazón delator”; a veces nos encontramos a hurtadillas  cuando camino, voy y vengo entre la M y la N. La B de Borges está muy cerca de la señora Elvira que siempre me mira de reojo y se hace la disimulada, para que me crea que hace otra cosa y no me está viendo, pero  sí me observa, yo lo sé, no me quita los ojos de encima, me atormenta esa  mirada  de buitre y yo me escapo hasta la X-Y-Z que están lejos, en un pasillo estrecho, porque son menos autores o en esta biblioteca no tienen tantos volúmenes, vaya a  saber.
Como les decía,  “El corazón delator” era uno de sus preferidos, digo ahora “era” porque ya no lo volverá a leer, no vamos a volver a discutir si el personaje estaba loco o era un criminal o si se había vengado del viejo. El corazón, les repito,  lo arranqué, lo llevé hasta el final de la sala, lo dejé bajo el piso de madera, en la hemeroteca, una pequeña habitación que debe haber sido construida como sanitario y que, con el tiempo, seguramente  le habrán asignado  otra función. El olor fuerte a papeles amarillentos y telas envejecidas o a pis de gato me produce náuseas, pienso en el olor a desechos humanos. Me repito que el lugar fue un baño y las imágenes que se suceden me provocan más ganas de vomitar. Pienso en la sangre tibia, en el músculo que latía.
Desde el día en que se incorporó  a la biblioteca el señor  Funes, el nuevo empleado,  no dejamos de frecuentarnos, nos vimos allí, en la sala de lectura, en la puerta del hotel donde se hospedaba, en el bar de la esquina, en las camas de los hoteles próximos al hospital, menos en mi casa. Allí, no. El señor Funes era un buen amigo. Nada más. Aunque yo haya querido tener algo más formal. Todo terminó el  martes, sí, ese día yo fui hasta el hotelucho donde se instaló hace unos meses y me recibió la esposa, una chica rubia con rulos enormes y carita de niña. No sé qué me molestó más, si saber que me había engañado o verla a ella tan hermosa y frágil. Sí, no  puede ser tan hermosa, tan buena, casi inocente, yo no le creo, ésta es una harpía que se la da de buenita. Como les decía, hablé con ella, me dijo que él dormía y que le dejara el mensaje, que se lo daría más tarde. Le dije que no, que volvería. Volví varias veces al  lugar. No me atendió.  Finalmente, le di un mensaje a ella para que le avisara que  lo estaría esperando en la biblioteca a las tres de la tarde del jueves, por hoy. Él no me atendió, les dije. La vi temerosa, no sé por qué. Me dio tanta rabia que no sé qué hubiera hecho. Entonces, decidí que  debía terminar mi historia con Funes.
Cuando llegué a la cita, miré el reloj, eran las tres de la tarde, yo ya estaba allí y él no había llegado aún; relajada en su sillón, estaba la señora  Elvira, un vejestorio agrio y sereno, quien  recibe a los lectores y les informa que sólo los internos y el personal pueden acceder al material, aunque los acompañantes también tienen permiso. Hace muchos años que ocupa el puesto con ínfulas de reina en su trono y a mí me apena. Digo que eran las tres, porque habitualmente a esa hora se retira y llega el bibliotecario. Siempre prefiero ir en ese momento, porque estamos a solas el nuevo y yo. Claro que  todo cambió hoy.
Me preguntan cómo fue. Llegó  Funes,  se sacó los anteojos, me buscó por la sala, caminó entre los estantes y fue  en la P, ante los libros de Poe donde le quité el corazón del pecho, sin que se pudiera defender. No lo esperaba. Me miró con tristeza, chilló, se desangró muy rápido. Entonces, corrí hasta la hemeroteca con el corazón en las manos, levanté las dos tablas flojas del rincón y lo dejé allí. Si no me creen, vayan a ver.  No fue por venganza, fue por amor.  Dejé el corazón latiendo y vine a confesarlo.



Cuando llegó la hora del relevo, la señora Elvira no pudo retirarse, Funes no llegaba, se preparó un café con leche, lo tomó con lentitud, comió unas galletas y pensó que ésta sería la  única ingesta durante horas.  Regresó a su escritorio cuando escuchó ruidos extraños en la sala de lectura. Desde un correo electrónico le pedían que  se quedara hasta las seis;  Funes había tomado  licencia por unos días sin avisarle. Caminó lentamente por los pasillos buscando algo que hacer; para su sorpresa encontró  libros caídos en el sector P- Q, los acomodó cada uno en su sitio, salvo “El corazón delator” de Poe que no  halló entre los demás y pensó que se habría colado en otro lugar por descuido.
Pasadas las tres, algunos pacientes comenzaron a llegar como todas las tardes; aquellos que podían leer y no estaban dopados por los tratamientos  hablaban con la señora, pedían libros. De a poco eligieron las obras, estaban también los que preferían jugar un solitario. Le extrañó que aún la vieja profesora de literatura  no estuviera en la sala  para leer sus cuentos favoritos. La paciente  concurría todos los días, pero éste no había llegado, le preguntó a un enfermero y le informó que la habían aislado.
Sola  en la habitación, comenzaba a aliviarse por efectos de la sedación. Había enmudecido. Pensaba que Funes ya no estaría en su vida, que lo había arrancado con violencia para siempre. Pero aún sentía el corazón caliente latiendo en sus manos, corría llevándolo como un tesoro por los pasillos de  la biblioteca, mientras caían libros de los estantes desbaratados en la huida.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Lluvia


Hace días que llueve. No podemos salir porque el canal que corre por la calle nos  deja de un lado o de otro. Los que estamos  en las quintas hemos quedado aislados. El barrio no queda muy lejos del centro de la ciudad, pero parece otro país, otro mundo. Por las dudas siempre tenemos provisiones, el botiquín por si alguien se accidenta, analgésicos para mitigar los dolores de cabeza que tiene mi madre frecuentemente, aunque hace un tiempo que no la atacan.
Llueve  de modo lento y persistente, más que agua pareciera que algún líquido viscoso cae desde los  techos que nos cubren. Sólo nos asomamos por las ventanas o las puertas entreabiertas para ver si deja de caer agua o si alguien de la municipalidad llega a rescatarnos.  Esto no sucedía antes, en algún momento el agua se adueñó de la calle y aquí quedamos atascados.
Estamos insensibles al amor, al sexo y al hambre desde que nos cerraron la calle y no pudimos cruzar. La atmósfera pesada y gris nos produce sueño, no hacemos más que dormir, casi no comemos, nos hemos olvidado del hambre aquí abajo, con este sopor de siesta húmeda. Para sorpresa de todos, las mujeres han estado muy calladas, los más jóvenes se ven inquietos. El perro ladra cada vez que nos movemos, le inspiramos miedo, está claro, porque se le erizan los pelos, nos olisquea y sale corriendo. Algo debe haber en el ambiente en estos días.
Al fin, de a poco dejó de llover, el cielo se aclaró, sin embargo nosotros seguimos detenidos aquí abajo, cerca del centro de la ciudad pero lejos del mundo de los vivos.

La ventana rota



  Me cubro con la sábana y ese acto insignificante me devuelve  la tranquilidad; no me ven, es mejor no ser visto. Custodio la propiedad desde  mi cama de diseño antiguo a la que debí quitarle  el dosel, porque me causaba una extraña impresión  que minúsculos ojos  me miraran entre los pliegues de las telas de damasco. Deseché el armazón y a quienes lo habitaban. Hoy vuelvo a estar vigilante, insomne ante las dudas que  no me permiten dormir. No es posible que hubieran entrado, me pregunto cuándo habrá sido. Comienzo  a dirigir mis pensamientos hacia el reducido espacio  en el que estoy, a ordenarlos, a encarrilar el tiempo que empleo minuto a minuto en el plan de descubrir  la verdad, aunque no lo consiga.
  Me enfrasco en  la tarea febril de reconstruir los últimos hechos con la mayor precisión y detalle. Ya ha sucedido antes. Ahora está  pasando lo mismo. Primero me agita la sospecha, algún ruido me pone en alerta, sigilosamente los acecho, recorro la sala, el altillo, el cuarto de huéspedes, sin que se dejen ver, claro. Entonces, decido  acostarme aunque no pueda dormir. El dormitorio es una fortaleza, ya llevo tres noches así.
  La puerta está cerrada, me digo, las ventanas también. Mentalmente voy y vengo hasta la puerta de entrada  para revisar el momento en que la he cerrado. Entré, dejé el maletín en la mesa  tratando de no  rayar el vidrio; el bolso, sobre el sillón de pana gris;  la chaqueta en el respaldo de la silla, sin que alcance a tocar el suelo. Cerrada. La puerta está cerrada. Ahora, la ventana  de la cocina que tiene una hoja entreabierta,  porque se le ha roto una bisagra  y está así  desde hace tres días. El portero no pudo encontrar al carpintero para que la arregle, entonces la até con hilos de algodón y cables; al día siguiente,  reforcé las ataduras con alambres que encontré en la obra en construcción de al lado; lo  insólito es que se rompió de un momento para otro, sin que yo la haya abierto o quizás alguien o algunos trataron de forzarla, si bien  mi departamento está en un sexto piso y sería muy difícil acceder a él desde la construcción lindera. No se puede cerrar, pero tampoco abrir, eso me tranquiliza un poco.
  En el ascensor no vi nada extraño, pero  debo reconocer  que tuvo una falla. Se había detenido en el segundo piso, luego arrancó solo y se volvió a detener. No  es posible que sucediera  allí. Si hubieran estado en el ascensor lo habría advertido. Éramos sólo tres personas. La señora del cuarto que  saca al caniche a la misma hora, un señor  de traje oscuro, que no es del edificio, no  lo he visto antes  como a otros que traen  ropa de la tintorería o los pedidos del supermercado de la esquina,  el último en ascender  al pequeño cubículo de acero fui yo. Pensándolo bien, qué hace ese sujeto en el edificio, quién es. Tal vez sería mejor preguntarse quién diablos entra a la casa de uno sin ser visto y sin invitación. Ésa es la pregunta. Quiénes son y por qué me atormentan desde hace setenta y dos horas.
  En la cama, espero que salgan.  Fui minucioso al revisar  mentalmente cada rincón, las cajas están alineadas como las he dejado, los zapatos, también; al armario no he llegado aún, me intimidan las siluetas vacías que cuelgan de las perchas. Sólo algo ha cambiado, hay una puerta entreabierta, observo cuántos milímetros avanzan abriéndola, veo que  asoma una manga o es mi idea, no lo sé.
  Escucho ruidos confusos, aunque suene el timbre o los vecinos griten, no abriré, nada ni nadie puede hacer que deje  de cuidar mi territorio, debo velar la noche entera. Necesito saber si ellos se mostrarán para verlos al fin. Me desespera ignorar  cuándo lo harán. De golpe, advierto que me llaman por mi nombre, me sacuden, algo ciñe mis brazos,  no puedo hablar, ni gritar. Quiero escapar, decirles que no me voy a ir de  mi casa, que no pueden usurparla, no está en venta. No se alquila. Que me dejen, que no se metan en mi vida. Mis cosas no se tocan, grito enfurecido, no me oyen. Ya es tarde,  la ventana está abierta, la puerta también. Ellos se salieron con la suya esta vez.