La palabra Pablo Neruda De Confieso que he vivido
…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como perlas de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció. Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de la tierra de las barbas, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.
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lunes, 29 de septiembre de 2014
Pablo Neruda, La palabra
Etiquetas: poesía, cuentos
Literatura. Escritores latinoamericanos
jueves, 25 de septiembre de 2014
Adiós
“y aunque la línea está
cortada señalando el fin
yo sólo digo adiós
hasta que nos veamos de nuevo.”
Bob Dylan
No
es cierto que te fuiste, estás. Cuando te vi la primera vez, salías del bar de
Tito, en la esquina, ibas con dos de tus amigas. No tenías más de
dieciocho años, delgada, casi demasiado. El pelo negro, lacio y fino con una
cola de caballo. Siempre con tus libros. Con los apuntes o los textos de
edición barata que conseguías en el
kiosco de diarios y revistas. Leías literatura. Eso me dio aliento. Podía ver
levemente qué leías. Era una colección de Centro Editor de América Latina. No
sabía tu nombre. Eras para mí, la piba.
No
te fuiste, te llevaron. La segunda vez, te tropezaste justo frente a mi ventana de minusválido que mira el mundo desde una cama o llega hasta donde puede con
una silla de ruedas. Vos tenías las piernas largas y te movías como una
bailarina, despreocupada. Eras linda. Así te tengo adherida a mis recuerdos.
Hay
una línea frágil entre la realidad y lo
engañoso de los recuerdos. No sé cuándo te hablé por última vez, pero sí
recuerdo la primera. Volvía del gimnasio, había decidido levantarme de la cama
de inválido y fortalecer mis brazos para andar en dos ruedas fuera de mi casa.
Casi te me caés encima cuando, al salir del bar, me regalaste una sonrisa y un
“perdoná soy una tonta” “¿estás bien?”. Iluminaste mi vida. Como conocía tus
horarios, seguimos encontrándonos con una pretendida casualidad, sólo nos
saludábamos. Hasta que me decidí y te invité a tomar un café. Desde aquel día, fui
construyendo una realidad ilusoria. Los
jueves fueron maravillosos porque te esperaba y nos encontrábamos en el bar, donde Tito tenía reservada la mesa del rincón,
que me permitía estar con la silla sin entorpecer el paso a los clientes. No
pensaba en nada más que en tus cabellos negros y en tus ojos. Eras todo en mi
vida. Cuando llegaba a mi casa, la fatiga me obligaba a ir a la cama, aunque en aquel tiempo conocí la felicidad. Me diste
alas.
El
momento más feliz fue cuando dijiste “vamos a caminar” y me miraste, esperabas mi enojo, te sentiste cruel, pero yo me
reí de la cara de susto que tenías. Y nos fuimos hasta el parque. Me ayudabas a
cruzar las calles, sostenías la silla para bajar de las veredas sin rampas, me
avisabas de las baldosas rotas y te sorprendías por el deterioro de las veredas,
las bajadas abruptas, la estrechez del paso, los timbres y porteros eléctricos
demasiado altos. Tenías la risa fácil, te reías porque sí. Cantábamos las
canciones de Almendra y me escuchabas divertida desafinando “muchacha ojos de
papel”. Pero estallabas indignada cuando hablábamos de la realidad que yo no alcanzaba
a ver como vos, cuando discutíamos con tus amigos acerca del peronismo o de la
vida y del trabajo en las villas.
Recuerdo
que habían matado en una
manifestación a un estudiante de
medicina en Corrientes. Cuando se manifestaron aquí por aquella represión, los
estudiantes también fueron reprimidos por la policía que asesinó a otro estudiante
de 22 años. Siguió más violencia y más represión ante las manifestaciones
populares de repudio. Era el Rosariazo y nosotros dos estábamos allí, entre las
barricadas levantadas con mesas, sillas, cartones, cajones y todo lo que nos
arrojaban los vecinos para encender y la policía que arrojaba gases. Nos
separamos en la confusión, tuve miedo por vos y también por mí. Me llevaron
unos tipos amables, porque pensaron que
yo estaba involuntariamente en medio de la batalla. Me vieron y me llevaron al
hospital. Mi padre fue a buscarme a las dos horas. A la piba no la volví a ver por unos días. Algo había
cambiado en ella. Lo supe al verla. La
ocupación militar de la ciudad hizo que todo se fuera transformando. Se
espaciaron nuestros encuentros.
Pasamos
dos meses sin vernos. Cuando la encontré en la calle, estaba con su novio. Nos
contamos en pocos minutos cómo andábamos y qué hacíamos por esos días, como por
compromiso. Se me vino el mundo abajo. Todo bien, ella no se iba a fijar en mí.
Nunca lo esperé por mi escasa salud, no puedo ser torpe, me dije siempre. Por eso fui muy cuidadoso
para no perderla, para no escucharle decir estás loco si somos amigos si te
quiero como a un hermano. No, jamás iba a ponerme en ese lugar. Lisiado, sí, no
estúpido. Quise ser el que ella quería, a pesar de que nos separaban tantas
cosas. Qué es lo que lo mueve a uno a ser alguien, a ser esta persona y no
otra; qué nos anima, cuánto somos o no
somos por la mirada del otro. Ella tenía puesta la mirada en el flaco que la
llevaba de la mano. Antes, nosotros hablábamos de Borges y de Cortázar, polémicas
tipo River - Boca, no poníamos en tela de juicio el talento, éramos respetuosos
de los maestros, pero sus miradas
políticas tan opuestas abrían debates interminables a los que se nos sumaban
sus amigos de filosofía y letras. El tema de la realidad y lo fantástico nos
acercaba, era un punto a mi favor. Cuánto hay de irreal en lo que creemos real,
aún hoy me pregunto. Ella, me digo, como lo fantástico iluminaba por un instante lo que existía
dentro y fuera de mí, creó con su presencia una incertidumbre acerca de la
realidad. Pude percibir lo ilusorio de la realidad. Lo ilusorio también de mi
amor por ella.
En los años siguientes, sólo nos encontramos
casualmente un par de veces. La extraño. Extraño a esa amiga del bar, su
compañía, transitar las veredas, que por su alegría eran más leves.
Una
tarde regresó. Esa tarde, casi a las 7, ya estaba oscureciendo, me acuerdo
porque en otoño comienzan a acortarse los días y el barrio se detiene más
temprano; había poca luz en la calle, el bar de Tito tenía pocos clientes, desde la cama podía ver todo
el lugar. Llegó desabrigada, sin campera, con un diario y un paquete, sola. Se
encontró con alguien, le entregó el
diario enrollado, hablaron fuera del bar, discutían creo, el tipo la tomó del
brazo por la fuerza, pero la
soltó y se fue caminando con apuro. Ella miró hacia mi casa, levantó la
mano por las dudas, me había dicho, cada vez que pase voy a saludar por si
estás allí como un rey entre almohadones y sedas y me ves a mí, tu única
súbdita que te adora. Entonces, discutíamos si correspondía súbdita o súbdito,
gerente o gerenta, nos reíamos mucho porque llegábamos a lo absurdo del
lenguaje por caminos insospechados. Saludó sin saber que estaba mirándola y se
perdió al doblar la esquina. No volvimos a hablar. No volví a verte.
Aquella
noche murieron no se sabe cuántos en un enfrentamiento y cuántos fusilados. Todos muy jóvenes. La
policía hizo allanamientos y detenciones. Llegaron hasta mi casa, la buscaban a
la piba, Nora Donelli. Mis padres negaron conocerla, que yo tuviera algo que ver con ella, afirmaban que hacía seis
meses que no salía de mi habitación. Mi hijo es un lisiado, no un subversivo,
por favor. Se fueron, creo que convencidos. Muchos estudiantes fueron detenidos
en esos procedimientos policiales y militares. La línea señalaba el final,
piba.
No
supe nada de Nora Donelli hasta que Tito me lo dijo. Había superado una
afección respiratoria y estaba aprovechando los días buenos para salir con mi
silla. El bar siempre está más tranquilo después de la hora almuerzo. Tito me
lo dijo, ¿vos sabés lo de la piba, no? Se los chuparon a todos, se los
llevaron, soltaron a dos o tres de los
que venían al bar, pero a los demás, no. De ella, nada, ni rastros. Levantaste la mano
derecha con una sonrisa, te acomodaste el cabello detrás de la oreja y te
fuiste para siempre. Sin embargo, yo sólo te dije hasta pronto, piba.
Para seguir leyendo: Sobre el Rosariazo
http://www.unr.edu.ar/noticia/1537/recordando-el-rosariazo-
Etiquetas: poesía, cuentos
Cuentos
domingo, 21 de septiembre de 2014
César Vallejo, Piedra negra sobre una piedra blanca
"El combate que Vallejo libra con la palabra, tiene la extraña armonía de su temperamento anárquico, disentidor, pero no posee obligatoriamente una armonía literaria, dicho sea esto en el más ortodoxo de sus sentidos. Es como espectáculo humano (y no sólo como ejercicio puramente artístico) que la poesía de Vallejo fascina a su lector, pero una vez que tiene lugar ese primer asombro, todo el resto pasa a ser algo subsidiario, por valioso e ineludible que ese resto resulte como intermediación.
Desde el momento que el lenguaje de Vallejo no es lujo sino disputada necesidad, el poeta-lector no se detiene allí, no es encandilado. Ya que cada poema es un campo de batalla, es preciso ir más allá, buscar el fondo humano, encontrar al hombre, y entonces sí, apoyar su actitud, participar en su emoción, asistirlo en su compromiso, sufrir con su sufrimiento. Para sus respectivos poetas-lectores, vale decir para sus influidos, Neruda funciona sobre todo como un paradigma literario; Vallejo, en cambio, así sea a través de sus poemas, como un paradigma humano."
La cita pertenece a: http://www.literatura.us/vallejo/benedetti.html
Influencia tutelar de César Vallejo en los poetas de latinoamérica, estímulo para crear desde lo más profundo del ser humano. Es uno de los poetas que más admiro. Les dejo un poema:
Piedra negra sobre una piedra blanca [Poema: Texto completo.]César Vallejo | |
|
http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/ha/vallejo/piedra_negra_sobre_una_piedra_blanca.htm
Etiquetas: poesía, cuentos
Literatura. Escritores latinoamericanos
sábado, 20 de septiembre de 2014
Bichos
Escondidos en las rocas, entre grietas azulinas, donde llega
el agua de los deshielos pero no la luz, están siempre. Son unos seres extraños
porque viven ocultos, a veces los podemos ver, pero es mejor tratar de que no lo adviertan.
Todavía no se sabe cómo nos perciben. Los seres humanos no vemos con los ojos
sino con el cerebro, en cambio, es
sabido que los animales, sí. Algunos lugareños nos hablaron de ellos, dicen que
se parecen a los tarsios porque poseen ojos enormes, tienen la ventaja de dar
vuelta el cuello 180° para vigilar durante las noches, como los búhos, pero estos viven en las áreas tropicales; o
tal vez se acerquen más a la especie bufo que son escuerzos repugnantes. La
historia que relataré tiene que ver con estos
monstruos de las piedras.
No sé si ustedes han tenido una experiencia parecida, si no
les pasó, ojalá no les suceda. Estábamos de vacaciones en la montaña. Hacía
varios días que recorríamos la zona con un viejo peugeot 304, automóvil que
marchaba por la gracia de dios y de un mecánico amigo. La cosa es que teníamos
que llegar a Purmamarca, andábamos recorriendo caminos alejados de las rutas
asfaltadas, sacando fotografías, admirando el paisaje. En eso el coche se
detuvo. Nos miramos angustiados, pero teníamos la intención de enfrentar con optimismo
lo que ocurriera. Todo es parte de la aventura, éste es nuestro lema.
Como el peugeot no quería arrancar y estaba cayendo el sol,
decidimos hacer fuego y pasar la noche en un lugar protegido, un alero rocoso
que seguramente habría servido de refugio a otros caminantes y a tribus del
lugar hace cientos de años. Como sea, dijimos, aquí nos quedaremos hasta mañana.
Teníamos el calor que proporcionaba la pequeña hoguera, unas galletas de pan,
queso y vino. No se precisaba otra cosa, aunque yo deseaba tener una cama
limpia y unas mantas más que las que habíamos comprado en una feria esa tarde. Después
de comer pequeñas porciones de pan y algo de queso, decidimos que mejor sería
guardarlos por si se prolongaba la espera.
Transcurrió la primera noche sin inconvenientes, por la
mañana, desarmamos las improvisadas camas, buscamos más leña para mantener el
fuego encendido y tomamos café, el poco que quedaba en el termo, aunque ya
estaba frío. Debo ser sincera, yo los vi esa primera noche, aunque mi marido
diga que no, yo los vi. En el transcurso del día intentamos comunicarnos, no
había señal, por supuesto. Organizamos turnos para estar vigilando la ruta que
pasaba más abajo. Es poco transitada, pero los pueblos se comunican a través de
ella. En esa época no había cosecha, seguramente el ir y venir es intenso en el
verano o en temporada alta para el turismo. En esa época, no.
Preparé unos mates, calenté agua en un jarro de acero que
siempre llevamos en nuestros viajes y
habría tomado unos dos o tres, cuando los vi. Entre las piedras, un resplandor.
Primero pensé que eran libélulas que tienen tan grandes los ojos que son como cascos; libélulas, porque pueden mirar a 360° o, me dije, tal vez sean muchos
ojos los que me miran. No mostraban más que eso. Me quedé paralizada, con la
vista fija en ellos. No se movían. Yo tampoco. Cuando llegó mi marido, le
conté. No creyó nada de lo que le había dicho.
Todo el día esperamos la llegada de algún baqueano. Había animales pastando cerca, pero por algún motivo no se acercaban al alero. Yo
creía conocer el motivo, eran esos pequeños seres quienes los alejaban del lugar. Las horas transcurrían monótonas, íbamos hasta
la punta del camino y volvíamos siempre con la mirada anhelante en la ruta. Así
transcurrió el primer día.
A la noche, volvimos a repetir el ritual de transformar el
campamento en dormitorio. Acostumbrados a acampar, ése no era el problema. Pero
los bichos seguían allí y sólo yo los
podía ver. No sabía qué eran y qué podrían
hacernos. Quizá fueran carniceros, por eso los animales no llegaban al alero, no se veía
desechos de llamas o vicuñas, pero sí algo parecido a lo que defecan los
murciélagos. Murciélagos, claro, podrían ser murciélagos.
Pasaron dos días desde que el viejo automóvil se había
quedado en medio de la montaña. Perdidos, sin alimentos masticamos algunas
hojas de coca que llevábamos como souvenir. El hambre se demoraba en llegar, no
teníamos comida, la suciedad, la ropa inadecuada, la falta de utensilios nos preocupaba, pero el dormir mal,
el alerta permanente era agotador. Decidimos dormir y vigilar por turnos. Al
menos uno de los dos descansaría. El problema para mí eran ellos, esos pequeños
monstruos que no se dejaban ver, pero que siempre me miraban. Pasaba las horas
preguntándome cómo serían, tendrían cola, orejas grandes, alas, hocico, garras; podía estar segura de que eran pequeños porque vivían
entre las piedras.
Ahora estoy sola, él decidió por los dos. Iría caminando hasta encontrar ayuda, uno de nosotros debería
seguir insistiendo con el peugeot. Darle arranque, una, dos, tres veces y esperar. Así,
repetir la acción, dejar, porque podía estar apunado. Me quedé sola. Lo
vi alejarse, esquivar las piedras que
obstaculizan el paso, descansar a la sombra de algún árbol achaparrado, pude
verlo hasta que los pinos y alisos del cerro me lo permitieron. Llegaría hasta
la ruta dando la vuelta a las estribaciones rosadas, encontraría un paso
próximo o un atajo, siempre que no se equivocara y se perdiera en la selva.
Confiaría en su maravilloso sentido de orientación.
No sé cuántos días van, sigo mirando la grieta, sé que me espían sin parar. Ignoro cuándo vendrá mi esposo, me abandonó aquí,
en la alta montaña; quizá él tampoco llegó a destino. Frente a mí el camino está cada vez más
lejano, pienso que no nos encontrarán más. Los pastizales parecen siluetas
humanas, se agitan, se doblan, me ilusiono con la llegada y el rescate. Debo
tener fe, me digo. Sin embargo, son ellos los que me dan fuerzas para no
dejarme vencer por la situación. Sin ellos ya me hubiera abandonado, pero, no.
Si me duermo, ellos van a venir sobre mí. Cuando
me duerma, saldrán y caminarán por mi cuerpo. Querrán devorarme, pienso en lo peor. El alero les
pertenece. Son los monstruos de las rocas, me digo. No puedo cerrar los ojos, porque sus
ojos no se cerraron hasta ahora, me siguen mirando. No tendré descanso si no dejan de mirarme.
Por eso escribo, no paro de escribir, les cuento la historia
para que tengan cuidado, si vienen a la montaña no se aparten de la ruta principal,
porque es mejor no cruzarse con ellos; escribo para contar una aventura, también para disfrutar del hecho de escribir. Comencé en tiempo pasado por razones lógicas, superado el problema, a salvo, acabaría el cuento en el hotel y lo publicaría, de ser posible, en alguna comunidad de escritores. Sin embargo, pienso amargamente que no sucederá así. No sé si podré terminarlo, cómo seguir la historia si yo ya no tengo fuerzas. Uno tiene dominio sobre lo que escribe, pero la vida no es literatura y muchas veces sobreviene lo inesperado, hasta lo fatal.
Me siento débil y cansada.Ya están saliendo de su escondite. Son cientos, miles, avanzan como ejércitos, los ojos saltones resplandecen. Ya subieron hasta la rodilla de la pierna izquierda, trato de sacarlos con el pie derecho pero unos cuantos se lanzan sobre él y no lo puedo mover, me han inoculado su veneno, pienso. Siento la irritación inicial en la piel, una especie de mareo. Dejan sobre mi cuerpo una sustancia como baba blanca, grasosa y venenosa que, ahora recuerdo porque lo he leído en algunas obras de zoología, puede llegar a provocar la muerte. Paralizada, los veo cerca de mi cara, no quiero mirarlos. Por fin, me decido y cierro los ojos.
Me siento débil y cansada.Ya están saliendo de su escondite. Son cientos, miles, avanzan como ejércitos, los ojos saltones resplandecen. Ya subieron hasta la rodilla de la pierna izquierda, trato de sacarlos con el pie derecho pero unos cuantos se lanzan sobre él y no lo puedo mover, me han inoculado su veneno, pienso. Siento la irritación inicial en la piel, una especie de mareo. Dejan sobre mi cuerpo una sustancia como baba blanca, grasosa y venenosa que, ahora recuerdo porque lo he leído en algunas obras de zoología, puede llegar a provocar la muerte. Paralizada, los veo cerca de mi cara, no quiero mirarlos. Por fin, me decido y cierro los ojos.
Etiquetas: poesía, cuentos
cuentos fantásticos
viernes, 19 de septiembre de 2014
El corazón de Poe
No puede ser cierto. Esto no me está pasando. Miro el reloj,
dan las tres y media. Exacto, porque hace unos días, el martes fue que le
cambiaron las pilas. No, tal vez haya sido el miércoles porque él vino a verme
después de que me cansé de esperarlo. Estoy aquí con estos dos hombres de batas
blancas que quieren darme sedantes. Ahora no tengo que tomarlos, son las tres y
media. Me fuerzan, les explico lo que ocurrió, confieso, no me escuchan.
Nadie sabe por lo que yo pasé, por eso no me creen ni me van
a creer, si estuvieran conmigo mañana, tarde y noche, si hubieran conocido mis
sentimientos, mi amor prohibido, me creerían. Pero a él nadie lo ha visto
conmigo, cuando hablamos estamos solos. En realidad, no solos, pero sí alejados
de los demás; por ejemplo, en la biblioteca, entre el segundo y el tercer
pasillo, mientras busco o hago que busco algún libro de Poe, él dice que
también le gustan sus cuentos, sobre todo “El corazón delator”; a veces nos
encontramos a hurtadillas cuando camino,
voy y vengo entre la M y la N. La B de Borges está muy cerca de la señora
Elvira que siempre me mira de reojo y se hace la disimulada, para que me crea
que hace otra cosa y no me está viendo, pero sí me observa, yo lo sé, no me quita los ojos
de encima, me atormenta esa mirada de buitre y yo me escapo hasta la X-Y-Z que están
lejos, en un pasillo estrecho, porque son menos autores o en esta biblioteca no
tienen tantos volúmenes, vaya a saber.
Como les decía, “El
corazón delator” era uno de sus preferidos, digo ahora “era” porque ya no lo
volverá a leer, no vamos a volver a discutir si el personaje estaba loco o era
un criminal o si se había vengado del viejo. El corazón, les repito, lo arranqué, lo llevé hasta el final de la
sala, lo dejé bajo el piso de madera, en la hemeroteca, una pequeña habitación
que debe haber sido construida como sanitario y que, con el tiempo, seguramente
le habrán asignado otra función. El olor fuerte a papeles amarillentos
y telas envejecidas o a pis de gato me produce náuseas, pienso en el olor a
desechos humanos. Me repito que el lugar fue un baño y las imágenes que se
suceden me provocan más ganas de vomitar. Pienso en la sangre tibia, en el
músculo que latía.
Desde el día en que se incorporó a la biblioteca el señor Funes, el nuevo empleado, no dejamos de frecuentarnos, nos vimos allí,
en la sala de lectura, en la puerta del hotel donde se hospedaba, en el bar de
la esquina, en las camas de los hoteles próximos al hospital, menos en mi casa.
Allí, no. El señor Funes era un buen amigo. Nada más. Aunque yo haya querido
tener algo más formal. Todo terminó el
martes, sí, ese día yo fui hasta el hotelucho donde se instaló hace unos
meses y me recibió la esposa, una chica rubia con rulos enormes y carita de
niña. No sé qué me molestó más, si saber que me había engañado o verla a ella
tan hermosa y frágil. Sí, no puede ser
tan hermosa, tan buena, casi inocente, yo no le creo, ésta es una harpía que se
la da de buenita. Como les decía, hablé con ella, me dijo que él dormía y que
le dejara el mensaje, que se lo daría más tarde. Le dije que no, que volvería. Volví
varias veces al lugar. No me atendió. Finalmente, le di un mensaje a ella para que le
avisara que lo estaría esperando en la
biblioteca a las tres de la tarde del jueves, por hoy. Él no me atendió, les
dije. La vi temerosa, no sé por qué. Me dio tanta rabia que no sé qué hubiera
hecho. Entonces, decidí que debía
terminar mi historia con Funes.
Cuando llegué a la cita, miré el reloj, eran las tres de la
tarde, yo ya estaba allí y él no había llegado aún; relajada en su sillón,
estaba la señora Elvira, un vejestorio
agrio y sereno, quien recibe a los
lectores y les informa que sólo los internos y el personal pueden acceder al
material, aunque los acompañantes también tienen permiso. Hace muchos años que
ocupa el puesto con ínfulas de
reina en su trono y a mí me apena. Digo que eran las tres, porque habitualmente
a esa hora se retira y llega el bibliotecario. Siempre prefiero ir
en ese momento, porque estamos a solas el nuevo y yo. Claro que todo cambió hoy.
Me preguntan cómo fue. Llegó Funes, se
sacó los anteojos, me buscó por la sala, caminó entre los estantes y fue en la P, ante los libros de Poe donde le
quité el corazón del pecho, sin que se pudiera defender. No lo esperaba. Me
miró con tristeza, chilló, se desangró muy rápido. Entonces, corrí hasta la
hemeroteca con el corazón en las manos, levanté las dos tablas flojas del
rincón y lo dejé allí. Si no me creen, vayan a ver. No fue por venganza, fue por amor. Dejé el corazón latiendo y vine a confesarlo.
Cuando llegó la hora del relevo, la señora Elvira no pudo
retirarse, Funes no llegaba, se preparó un café con leche, lo tomó con lentitud,
comió unas galletas y pensó que ésta sería la única ingesta durante horas. Regresó a su escritorio cuando escuchó ruidos
extraños en la sala de lectura. Desde un correo electrónico le pedían que se quedara hasta las seis; Funes había tomado licencia por unos días sin avisarle. Caminó
lentamente por los pasillos buscando algo que hacer; para su sorpresa encontró libros caídos en el sector P- Q, los acomodó
cada uno en su sitio, salvo “El corazón delator” de Poe que no halló entre los demás y pensó que se habría
colado en otro lugar por descuido.
Pasadas las tres, algunos pacientes comenzaron a llegar como
todas las tardes; aquellos que podían leer y no estaban dopados por los
tratamientos hablaban con la señora,
pedían libros. De a poco eligieron las obras, estaban también los que preferían
jugar un solitario. Le extrañó que aún la vieja profesora de literatura no estuviera en la sala para leer sus cuentos favoritos. La
paciente concurría todos los días, pero
éste no había llegado, le preguntó a un enfermero y le informó que la habían
aislado.
Sola
en la habitación, comenzaba a aliviarse por
efectos de la sedación. Había enmudecido. Pensaba que Funes ya no estaría en su
vida, que lo había arrancado con violencia para siempre. Pero aún sentía el
corazón caliente latiendo en sus manos, corría llevándolo como un tesoro por
los pasillos de la biblioteca, mientras
caían libros de los estantes desbaratados en la huida.
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cuentos fantásticos,
de terror
miércoles, 17 de septiembre de 2014
domingo, 14 de septiembre de 2014
Lluvia
Hace días que llueve. No podemos salir porque el canal que
corre por la calle nos deja de un lado o
de otro. Los que estamos en las quintas
hemos quedado aislados. El barrio no queda muy lejos del centro de la ciudad,
pero parece otro país, otro mundo. Por las dudas siempre tenemos provisiones, el
botiquín por si alguien se accidenta, analgésicos para mitigar los dolores de
cabeza que tiene mi madre frecuentemente, aunque hace un tiempo que no la
atacan.
Llueve de modo lento
y persistente, más que agua pareciera que algún líquido viscoso cae desde los techos que nos cubren. Sólo nos asomamos por las ventanas o las puertas
entreabiertas para ver si deja de caer agua o si alguien de la municipalidad
llega a rescatarnos. Esto no sucedía
antes, en algún momento el agua se adueñó de la calle y aquí quedamos atascados.
Estamos insensibles al amor, al sexo y al hambre desde que
nos cerraron la calle y no pudimos cruzar. La atmósfera pesada y gris nos
produce sueño, no hacemos más que dormir, casi no comemos, nos hemos olvidado del
hambre aquí abajo, con este sopor de siesta húmeda. Para sorpresa de todos, las
mujeres han estado muy calladas, los más jóvenes se ven inquietos. El perro ladra
cada vez que nos movemos, le inspiramos miedo, está claro, porque se le erizan
los pelos, nos olisquea y sale corriendo. Algo debe haber en el ambiente en
estos días.
Al fin, de a poco dejó de llover, el cielo se aclaró, sin
embargo nosotros seguimos detenidos aquí abajo, cerca del centro de la ciudad pero
lejos del mundo de los vivos.
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cuentos fantásticos
La ventana rota
Me cubro con la sábana y ese acto insignificante me devuelve la tranquilidad; no me ven, es mejor no ser visto. Custodio la propiedad desde mi cama de diseño antiguo a la que debí quitarle el dosel, porque me causaba una extraña impresión que minúsculos ojos me miraran entre los pliegues de las telas de damasco. Deseché el armazón y a quienes lo habitaban. Hoy vuelvo a estar vigilante, insomne ante las dudas que no me permiten dormir. No es posible que hubieran entrado, me pregunto cuándo habrá sido. Comienzo a dirigir mis pensamientos hacia el reducido espacio en el que estoy, a ordenarlos, a encarrilar el tiempo que empleo minuto a minuto en el plan de descubrir la verdad, aunque no lo consiga.
Me enfrasco en la tarea febril de reconstruir los últimos
hechos con la mayor precisión y detalle. Ya ha sucedido antes. Ahora está pasando lo mismo. Primero me agita la
sospecha, algún ruido me pone en alerta, sigilosamente los acecho, recorro la
sala, el altillo, el cuarto de huéspedes, sin que se dejen ver, claro. Entonces,
decido acostarme aunque no pueda dormir.
El dormitorio es una fortaleza, ya llevo tres noches así.
La puerta está
cerrada, me digo, las ventanas también. Mentalmente voy y vengo hasta la puerta
de entrada para revisar el momento en
que la he cerrado. Entré, dejé el maletín en la mesa tratando de no rayar el vidrio; el bolso, sobre el
sillón de pana gris; la chaqueta en el
respaldo de la silla, sin que alcance a tocar el suelo. Cerrada. La puerta está
cerrada. Ahora, la ventana de la cocina que
tiene una hoja entreabierta, porque se
le ha roto una bisagra y está así desde hace tres días. El portero no pudo encontrar
al carpintero para que la arregle, entonces la até con hilos de algodón y
cables; al día siguiente, reforcé las
ataduras con alambres que encontré en la obra en construcción de al lado; lo insólito es que se rompió de un momento para
otro, sin que yo la haya abierto o quizás alguien o algunos trataron de
forzarla, si bien mi departamento está
en un sexto piso y sería muy difícil acceder a él desde la construcción lindera.
No se puede cerrar, pero tampoco abrir, eso me tranquiliza un poco.
En el ascensor no vi
nada extraño, pero debo reconocer que tuvo una falla. Se había detenido en el
segundo piso, luego arrancó solo y se volvió a detener. No es posible que sucediera allí. Si hubieran estado en el ascensor lo habría
advertido. Éramos sólo tres personas. La señora del cuarto que saca al caniche a la misma hora, un señor de traje oscuro, que no es del edificio, no lo he visto antes como a otros que traen ropa de la tintorería o los pedidos del supermercado
de la esquina, el último en ascender al pequeño cubículo de acero fui yo.
Pensándolo bien, qué hace ese sujeto en el edificio, quién es. Tal vez sería
mejor preguntarse quién diablos entra a la casa de uno sin ser visto y sin invitación.
Ésa es la pregunta. Quiénes son y por qué me atormentan desde hace setenta y
dos horas.
En la cama, espero
que salgan. Fui minucioso al revisar mentalmente cada rincón, las cajas están
alineadas como las he dejado, los zapatos, también; al armario no he llegado
aún, me intimidan las siluetas vacías que cuelgan de las perchas. Sólo algo ha
cambiado, hay una puerta entreabierta, observo cuántos milímetros avanzan
abriéndola, veo que asoma una manga o es
mi idea, no lo sé.
Escucho ruidos
confusos, aunque suene el timbre o los vecinos griten, no abriré, nada ni nadie
puede hacer que deje de cuidar mi
territorio, debo velar la noche entera. Necesito saber si ellos se mostrarán para
verlos al fin. Me desespera ignorar cuándo
lo harán. De golpe, advierto que me llaman por mi nombre, me sacuden, algo ciñe
mis brazos, no puedo hablar, ni gritar.
Quiero escapar, decirles que no me voy a ir de
mi casa, que no pueden usurparla, no está en venta.
No se alquila. Que me dejen, que no se metan en mi vida. Mis cosas no se tocan,
grito enfurecido, no me oyen. Ya es tarde, la ventana está abierta, la puerta también.
Ellos se salieron con la suya esta vez.
Etiquetas: poesía, cuentos
cuentos fantásticos
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