martes, 23 de enero de 2018

Capítulo Veintinueve



MI HORIZONTE


Tu cuerpo es mi horizonte. Cuando me acerco, te alejás, pero mirándote me siento contenido. Sos la bahía donde se mecen los sueños abandonados. Te miro dormida, muy cerca de mi cuerpo. Ay Lila, siempre que te veo dormir miro mis manos y trato de contenerlas para no acariciarte y sacarte de ese mundo. Después, al despertar me sonreís y yo me hago el dormido, juego a imaginar tu mirada, siento tu respiración. Me abrazás, te hacés chiquita, acomodás tus piernas debajo de las mías, te haces rollito que me empuja y te abrazo.
Al despertar, veo vacío tu lado de la cama, no está tu olor, ni tu sexo, no estás como creía dormido hace instantes, no estás conmigo, ni siquiera puedo levantarme a cerrar las cortinas. Dejo que entre la luz y te recuerdo. Me abrazo por un instante más a la emoción de estar juntos.
En estos años no me he sentido tan solo como hoy. Hasta este amanecer, cuando sentí que desaparecía el horizonte. Como si te hubieras ido ayer.
Sé que estás lejos, no digo perdida. Eso lo sé, sin embargo, este sueño ha sido una revelación. Cuántos años he recordado cada día que pasamos juntos, minuto a minuto. En realidad, he tratado de revivir esos momentos con el margen de falsedad que les imprime la memoria. Nunca un hecho se rememora con fidelidad, porque el tiempo lo esconde en la niebla; al recordar uno es benévolo, oculta los malos momentos, las accidentadas mañanas, el malhumor, los caprichos, empequeñece lo que molesta o aflige, a menos que el enojo y la rabia sean muy grandes.
¿Te acordás, Lila, del día en que te empeñaste en que fuéramos al río? Vos irías sola, después yo debía ir a buscarte como a un amor furtivo, dijiste. Y es que no éramos más que eso, dos locos enamorados que se ocultaban de los demás. Entonces dije que sí, como siempre. Caminé hasta mi casa, después de cambiarme los calzones por otros para nadar, recorrí las cuadras que me separaban del puente, lo crucé tratando de recordar en qué lugar me habías dicho.
A veces, debo confesarte que no te escuchaba, tu parloteo me cae mal. “Lila, basta de hablar, hay que concentrarse, hagamos las recetas que nos pidió el boticario, basta de bla bla”. No sabía si debía cruzar el río hacia el norte, allí donde se angosta y nos mojamos apenas los tobillos o subir por la ladera, trepando justo donde están las piedras que son como sapos gigantes. Entonces dije, pensé más bien, que me busque ella. Y me tiré debajo de un sauce, tomé un baño, fumé un par de cigarros y dormí la siesta. ¡Ay mamita, qué enojo! Nunca te vi tan furiosa. Eras una chiquilla, no era para tanto. Decías que te habías quedado sola, que es peligroso para una chica, que el río es profundo y hay animales salvajes. No exageres, que no estamos en África, te dije, si vos tuviste la idea, yo no te encontré, eso es todo. Que no te molestaste en buscarme, que si hubieras caminado en lugar de dormir, habríamos pasado un lindo momento, que sos un viejo aburrido, dijiste. Diez años te llevo, no son tantos. Te miré sin comprender, por qué un día maravilloso se había transformado en una tragedia. No lo entendía.
No alcanza con que diga “son cosas de mujeres”, porque es como decir que todas son inconstantes, difíciles o incomprensibles, no. Aunque andan investigando que las hormonas femeninas tienen algo que ver en los cambios de humor. No lo sé, quizás sea cierto.
Vuelvo al sueño, sos mi horizonte, tu cuerpo es la línea que separa el cielo y la tierra. Ahora recuerdo también qué pasó después, cuando te fuiste me dijiste no te quiero más. No te quiero, me dijiste y caminaste sola los últimos cincuenta metros hasta tu casa. Al día siguiente, fui a trabajar como si no hubiera pasado nada.
Vos también hiciste como si no te hubieras enojado, nos pusimos a verificar unas notas. Como al pasar dijiste que no habías dormido en toda la noche y que leíste sobre los trabajos de un alemán o austríaco antes de que empezara la guerra. Yo también te conté que no había pegado un ojo y que había estado leyendo. En el transcurso del día, apenas nos miramos, hasta que en un momento rozaste mi mano izquierda y yo, con la excusa de buscar unos tubos, rodeé tu cintura con mi brazo. Se había calmado la tormenta, volvimos a la rutina de querernos así, sin hacer otra cosa que estar juntos y respirar.
Tu cuerpo ausente es una línea borrosa, pienso, es el horizonte en la niebla.