viernes, 22 de septiembre de 2017

Capítulo 26, 82/79 Los diarios del alquimista



COMO EN LOS TIEMPOS VIEJOS


Han pasado dos años desde que tu hija vino a verme por primera vez. Qué increíble que haya pasado tanto tiempo. La segunda vez que vino al pueblo llegó hasta mi casa y me contó que estabas muy complicada por la enfermedad de tu padre, la pequeña Lucía tenía casi un año. Imagino que no ha sido fácil para vos, pero un padre siempre debe ser respetado, aunque no hayan tenido una buena relación. A los pocos meses regresó, me contó que había fallecido. Yo no dije más que: Lo siento mucho, ¿cúando murió? Si bien hubiera deseado estar allí con vos.
La chica se acostumbró a venir de vez en cuando, como si fuéramos de la familia, viene con José, el marido, me han contado que ellos tienen ganas de mudarse a esta villa. Qué alegría pensé, porque así podría verte. Hasta que la última vez me trajo un recado tuyo: que fuera a Villa Las Palmas el sábado por la mañana, que nos veríamos en tu casa para darme noticias de unos amigos en común y, de paso, me invitarías a comer chivito y empanadas. Y hoy es sábado, no he dormido en toda la noche pensando en nuestro encuentro.
Ha dicho Marianne que tienen una casa bonita en villa Las Palmas, que en la capilla del lugar parece que se casaron tus padres y que, en recuerdo de la boda, tu padre compró una casa colonial que luego fue acondicionando, y ahora es de la familia; dijo además que cuando cumplieron un aniversario, no sé cual, (tanto habla tu niña, que no termino de escucharla) llevó a tu madre al lugar y que la señora se desplomó de un soponcio en la galería, cuando le entregó la llave, ante el asombroso hecho, al parecer el primer gesto romántico.
Ya no sé qué hacer hasta la hora del encuentro. Le he pedido el coche a Serafín, mi amigo de toda la vida, no sé si lo recuerdas, el del hotel Bilbao, el que pretendía a la hija de Florián. Sí que te acuerdas, hemos ido de paseo los cuatro al campo dos o tres veces. No se casaron, ella se fue a la capital y él sigue soltero dirige el único hotel del pueblo. Como sea, en unas horas nos veremos.
No sé si estaremos solos, seguro que no. Alguien asará el chivo, tal vez tu madre comparta el almuerzo con nosotros, tendré que disimular. Diremos que hemos sido amigos, recordaremos los viejos tiempos con tu abuelo en el laboratorio. Contaremos anécdotas, como cuando casi quemamos la casa o como cuando creímos que habíamos descubierto oro en el río.
Te veré, Lila, como antes, otra vez en tu casa. Han pasado veintidós años desde el día en que nos despedimos en el andén y me quedé diciendo no te vayas, Lila, no te vayas.















viernes, 8 de septiembre de 2017

Capítulos 24 y 25 Los diarios del alquimista

Veinticuatro

I
Las cartas de Obdulio




Villa Oro Sacro, domingo 2 de Octubre de 1960

Sra. Mariagrazia:
He decidido escribir esta misiva para saludarla, después de que su hija visitara mi casa, en la villa. Señora, me ha sorprendido gratamente ver a esa criatura tan graciosa, llena de vida y alegría. Me ha parecido un buen hombre su yerno, conversamos durante dos horas y él estuvo acompañándola y cuidando con amor a su querida mujercita. Es casi una niña y será madre.
Señora, permíteme que deje de tratarla así, es extraño después de la confianza que hemos tenido mantener distancia, como si fuéramos desconocidos. Aunque es cierto, ha pasado el tiempo y debo ser caballero. Te decía, me permito el tuteo, debo confesarte que la presencia de la muchacha me trajo tantos recuerdos, se parece mucho a vos, sobre todo porque tiene una clara intención de llevarse el mundo por delante, pero no es soberbia y tiene voluntad, ya que me ha confesado que, a pesar de las dificultades para educar a cuatro niños, será pintora. Claro, tiene a quién salir, ¿verdad?
La niña me ha recomendado que no te llame Lila, pero no puedo llamarte por tu nombre de pila. Para mí, sigues siendo Lila. Espero que no te moleste que te envíe esta carta, han pasado muchos años. Mi vida sigue igual en todo, claro que te he echado de menos, fuiste el ángel que orientó mi camino, mi trabajo. No perdí nunca la voluntad de buscarte y de volver a verte. Te busqué, Lila, por toda la provinca. Recorrí la capital calle por calle, creyendo que estabas allí, como habías dicho; después viajé por los lugares posibles, fui a todas las direcciones que me dieron, llamé por teléfono y visité a todos los perfumistas de Córdoba, de San Luis y hasta del Norte. Como no te encontré, seguí aquí con mis recuerdos y el agujero en el pecho. El día que vino tu hija, el ángel perdido volvió a tener rostro.
Mi vida ha sido más o menos feliz, cristalizada en una noche y en mil días, sabes bien que te he amado como un loco y, aún cuando no has estado conmigo tal como lo planeamos, has sido lo más importante para mí. No quiero ser inoportuno al aparecer ahora en tu vida, no le he preguntado nada a ella, sólo dijo que has enviudado. Lo siento, de verdad. ¿Estará abierta la puerta de tu corazón esta vez para un viejo amor?
Espero que respondas a ésta, con ansiedad leeré tus palabras. Con todo respeto, de tu querido amigo.
Obdulio Quesada



Villa Oro Sacro, jueves 27 de Octubre de 1960

Mariagrazia:
Te envío esta carta saludándote con inmensa alegría y dicha por haberte encontrado, al fin. Espero que vos y tu familia gocen de buena salud y ánimo. No sé si te habrá llegado la misiva anterior, tal vez no, porque en vano he esperado tu respuesta.
Como suele andar mal el correo, te escribo nuevamente para informarte que ha venido a visitarme tu hija, bella muchacha. Se parece bastante a vos, hasta he creído verte otra vez caminando por mi jardín, como hace veinte años.
Te recuerdo Lila, no he podido olvidarte. Tu hija me ha roto el corazón también, pero de alegría, es tan bonita y graciosa. Las cosas de la vida, ella es madre y tú, abuela, tan jóvenes, ella es apenas una niña que criará a cuatro chicos.
Lila, ella me ha pedido que te llame Mariagrazia, como todo el mundo, pero no puedo, para mí nada ha cambiado. Un abrazo, espero tu respuesta. En otra carta te contaré más cosas y me contarás lo que has vivido.
Un amigo que te quiere siempre.
Obdulio




Oro Sacro, domingo 27 de noviembre de 1960

Lila:
Voy a dejarme de preámbulos y de saludos de cortesía, espero que estés bien. No creo que no hayas recibido mis cartas; entonces debo interpretar que no querés responderlas. Está bien, vos lo decidís, como antes decidiste hacer tu vida sin que te importara nada de mí.
Cuando te fuiste, no dijiste que me abandonarías, claro, nadie dice eso, sin embargo no tenías derecho a mentir, a engañarme como lo hiciste. Qué manera es ésa de jugar con los sentimientos de alguien que te amaba con total honestidad. Cómo has sido tan cruel. Supe que al poco tiempo de dejarme te casaste con un hombre rico, bien por vos, y a mí que me parta un rayo.
Eso no se hace, no se hace, dejar a alguien con semejante gesto de cobardía, qué te costaba afrontar los hechos, qué te costaba decir no te quiero más, sos un muerto de hambre, no te quiero, te dejo por alguien mejor, te dejo porque me gusta tener otra clase de vida. Fuiste un pasatiempo, te dejo por estúpido.
Sí, fui un idiota, te creí, creí todo cuanto decías sobre nuestro fututo, el trabajo y los hijos, de la vida en la villa tranquila, sin lujos, hasta creí que podíamos hallar oro. Oro, qué infeliz he sido; fuiste a buscar oro pero no en la alquimia, sino en las arcas de un millonario. Oro, no querías el prodigio del descubrimiento, el sabor del trabajo duro y el pan en la mesa, sino la fortuna de un extranjero. Mujer ambiciosa, creída, superficial. Sé por los chismosos que es el tipo del Ford negro que una noche casi me mata, debe ser cierto. Alguien más estaba en tu vida y yo no lo supe antes.
No te molestes en contestar esta carta, no querré saber nada de vos. Pasé los últimos veinte años buscándote. Y cuando no caminaba buscándote, te estaba esperando en casa. Ya no me importa nada. Mejor digo adiós. Me has ofendido, ahora sí.
Obdulio






Oro Sacro, domingo 18 de diciembre de 1960

Lila:
Ante todo deseo que vos y toda tu familia tengan la mejor Navidad y un próspero Año Nuevo, en estas fechas uno debe poner las cosas en orden y sobre todo debemos perdonar. Te pido disculpas, he sido grosero y vulgar en mi última carta, seguramente tendrás tus motivos para no escribirme.
Sabés, fui a verte el sábado pasado para saludarte por las fiestas, aproveché que iba para la capital don Cosme. ¿Te acordás de él? Es mi vecino, el que tenía un carro, con el tiempo, dejó el carro, alquiló el caballo y los burros para que saquen fotos los turistas y compró una chata vieja, hasta hoy es la misma, pero anda bastante bien. Te decía que fui con él, que tenía que hacer una diligencia, y me llegué hasta tu botica, o farmacia, como le dicen. Para mí el boticario tenía otro color, era un maestro, un alquimista, pero bueno, los tiempos cambian todas las cosas, incluso a vos, que sos doctora.
Entré a la botica esperando verte, me atendió un mozo de unos veinte años, como no estabas por ningún lado, me atreví a preguntarle. Me dijo que habías salido. Entonces compré una tableta de geniol, que siempre es bueno tener en el botiquín, y me fui. Me quedé sentado dos horas en el bar que está junto a tu casa y no llegaste. Después caminé por la cuadra unos minutos, debieron ser muchos, porque se acercó un policía y me preguntó qué buscaba por el barrio. Le dije que estaba haciendo tiempo hasta tomar el tren, me dijo: Circule, circule. Y me fui.
Después volví con don Cosme a la villa y llegamos cuando anochecía. Una pena no haberte visto, podríamos haber hablado como antes. Te debo una disculpa, no, mil disculpas por la otra carta. Me pone neurasténico, esta incertidumbre. Qué es lo que pasa, Lila, por qué este silencio, ahora que podemos encontrarnos e intentar ser felices.
Bueno, cuando te decidas, me escribís y listo. Yo te voy a esperar un poco más, pero no sé hasta cuándo. No, es broma. Me imagino que hablar conmigo, explicar lo que sucedió no debe ser fácil, si lo fuera, ya lo hubieras hecho. Una cosa me tiene mal, tu hija dice que busca al padre, cómo es ese asunto, de qué habla la muchacha. No es que debas darme explicaciones, no, a ella se las debés dar. Me parece lo más justo. En qué lío estás metida, Lila. Y si son chismes, con más razón, siempre hay una lengua larga que arruina la vida de los demás.
Y a mí qué me importa dirás, sí me importa, porque esa chica, tu hija, me cautivó con su simpatía, es bonita e inteligente y, por lo que vi, tiene a su lado un hombre que la ama.
Lila, ya no te pediré que me escribas, al menos pienso que me lees, y eso hoy es suficiente para mí. Un abrazo de quien no te olvida.
Obdulio




Veinticinco

Ella leía


Cada vez que llegaba una carta de la villa, la doctora corría a encerrarse en su dormitorio y allí, como una adolescente, leía las cartas que guardaba con todo su amor en un sobre que había usado en la Embajada de Francia hacía veinte años, justo cuando dejaba a Obdulio para casarse con Hugues. Leía cada carta pero no las contestaba. No quería ilusionarlo otra vez. Sin embargo, percibía que había algo mágico en toda la situación, todavía se amaban. De otro modo, pero era amor. Se preguntaba cómo hacer para expresar lo que pasaba por su cabeza, qué decirle a ese hombre, cómo enfrentar la situación con su hija y sobre todo con sus padres. Hasta que no resolviera esos interrogantes, pensaba que era mejor no contestarle.
Obdulio siguó escribiendo una carta por mes, a veces, dos. Eran largas conversaciones, daba por hecho las respuestas, como cuando uno se habla en el espejo. Había encontrado una nueva faceta de su amor. Al tiempo de búsqueda y espera, le sucedió este otro, hecho de palabras y silencios. ¿Acaso no son las palabras las que organizan el mundo?, decía Obdulio. ¿No son las palabras los símbolos que usamos para dar sentido a las cosas del mundo, para explicarlo, qué haría el hombre sin la palabra? Entonces, escribía, había renovado la conexión con el ser ausente, más presente cada día en su imaginación, tanto que cuando no escribía, hablaba con ella. La comunicación triunfaba sobre la indiferencia y el olvido. O quizás, sobre la muerte.
Así, la mente infatigable de Obdulio se ocupaba en retenerla. La escritura era una estrategia de supervivencia, él lo sabía bien, no era locura y en todo caso, si estaba loco era como siempre había sido, por ella.




martes, 5 de septiembre de 2017

Capítulos 22 y 23. Como vengo atrasada con la publicación, hoy dos capítulos. Novela Los diarios del alquimista

Veintidós

NARANJAS LIGERAMENTE DULCES


Muerta la ilusión de volver a amar a Obdulio, en adelante vivió como si no lo hubiera conocido, pero guardaba recuerdos dulces de ese amor. A pesar de todo lo vivido, Mariagrazia era al amor, como esos devotos creyentes a quienes dios les ha quitado todo, pero no pierden la fe.
Había cambiado de nombres, de paisajes, ya andaba por los cuarenta años y aún creía en el amor, aunque la ilusión de tenerlo había desaparecido. Pensaba en él como en la felicidad: Existe, pero nadie es feliz.
Así, el amor era una abstracción y una suerte o un milagro encontrarlo.
Cuando nació, en 1920, la llamaron Mariagrazia, como la nonna, hasta la adolescencia vivió en Colonia Caroya con sus padres y después en un internado de monjas en la capital. En esa época, recibió menos ternura que mandatos.
Después, se mudó a la casa de sus abuelos, quienes habían preferido darle un nombre perfumado, Lila. En las sierras amó y la amaron, aprendió con su abuelo el valor del trabajo y la investigación. La felicidad la encontró en las escapadas al río, en las salidas al campo para buscar peperina y menta, en las tardes de pesca, en las horas en el laboratorio, con Obdulio.
A los veinte, Hugues la llamó Marì de Baux, lo aceptó como si cambiar de nombre no significara nada. Marì fue cuidada y amada por él, ella sintió afecto y agradecimiento, no pudo amarlo hasta que lo perdió por una guerra que no terminó de comprender. Algo ajeno a ella y a su mundo le arrebató al hombre que la amaba y se sintió nuevamente despojada.
Tras la muerte de Hugues, crió a su hija Marianne, siguió estudiando, trabajó en una droguería, fue dependiente del boticario hasta que se tituló. Mariagrazia seguía considerando inmoral que las mujeres se casaran sin amor, sólo para salir de la casa paterna o depender de un hombre por comodidad, por eso no se había vuelto a casar.
Ahora, le parecía una locura lo de Marianne. Pensaba que la hija había abandonado su casa como la abuela. Sí, igual a vos, una loca de remate que se va con el primero que se le cruza, igualita a vos. Está loca loca, le gritaba a su madre, que hacía silencio.
-Es un capricho. Mirá si la deja con el hijo, o peor, con tres hijos, cuatro, en pocos meses tendrá cuatro chicos que criar, le decía a Gardenia, y la vieja prefería callarse.
Estaba a un paso de darle la razón a su hija. El amor le pertenece al que ama y lo entrega al otro, si puede y si el universo no confabula en contra. ¿Y si lo de Marianne era genuino? La situación le recordaba su casamiento con Hugues y la separación de Obdulio; y la pena la ahogaba. No pude decir que no, desobedecer a mi padre, ser leal a mis sentimientos, pensaba después de tantos años. En las cosas del amor, contaba con su pobre experiencia y la de su madre, ejemplo del fracaso.
Veía que Gardenia con el correr del tiempo había perdido la palabra, el poder de decisión, la voluntad de ser. Se preguntaba si actuaba así por amor o temor, a veces opinaba que lo hacía por interés, porque Antonio era rico. Otras, la juzgaba como una floja, incapaz de hacer algo por ella misma, lo que se dice una persona cobarde, un cobarde moral.
Luego, pensaba en la severidad de la educación que había recibido a principios de siglo, el primer amor había sido un italiano ignorante y ambicioso que la convenció para que ocultara la relación y luego escapar juntos.
Y al final, pobre mamá, decía.


Veintitrés

NARANJAS AMARGAS


Gardenia, en cambio, no tenía el amor entre sus prioridades.
Después de casarse en la capilla, Antonio y ella fueron a la casa de los Delapietra en Colonia Caroya. Dejó su bolso en el dormitorio, recorrieron las habitaciones de la vivienda familiar y Antonio le mostró con orgullo el galpón donde se carneaba y hacían los embutidos. Él se sentía poderoso caminando entre cadáveres de animales, sangre y grasa.
Luego se hicieron las presentaciones, los nuevos parientes la saludaron con abrazos y besos, desearon suerte a los novios, brindaron con sidra y le pusieron a Gardenia un delantal. Era la hora sagrada del almuerzo y ella tuvo que cocinar para todos los que estaban trabajando en la casa y en el galpón, unas quince personas.
No hubo luna de miel. Así siguieron los días y las noches de Gardenia, trabajó en la cocina, hizo chorizos y bondiolas, o separó la grasa que después enviaban a los comercios de ramos generales o a unos pocos perfumistas como don Casimiro Aguirre.
Cuando nació la hija, Antonio dijo: Mariagrazia, como mi nonna. A las pocas horas de parir, Gardenia ya estaba cocinando otra vez para la familia. Antonio quería comer pichones de paloma con polenta. Ella no sólo hizo la polenta con salsa, también los había pelado. Nunca olvidaría aquel día. Una vez se atrevió a confesar que del nacimiento de Mariagrazia recordaba las manos doloridas de tanto pelar palomas.
La cabeza de Gardenia se vació de a poco. O tal vez en esa parte que alguien destina al corazón o al espíritu se le abrió un agujero por donde se escaparon el deseo y la ternura; la fortaleza se transformó en fragilidad y la alegría, en un arrebato sin sentido.
Ella poseía una alegría empobrecida; derrotada, lo suyo fue un simulacro de bienestar. Al marido hay que seguirlo y no contradecirlo, así será una buena esposa, le había dicho la suegra el primer día, o fue lo que ella entendió, y lo aceptó como regla. Decía que sí a todo por no escuchar las quejas de Antonio, para no despertar su irritación, reía a carcajadas o se lamentaba según los cambios de humor, respondía al marido como quien responde al director de la orquesta. En la familia el lema era trabajar de sol a sol, eso era todo.
-Eh, Gardenia, porta sale e pepe.
-Gardenia, quando si mangia.
-Gardenia, perché il bambino piange.
La historia de amor de Gardenia y Antonio comenzó en tono épico, los dos huyeron a caballo, en medio de los tiros amenazantes de don Aguirre y terminó como un cuento sin final feliz.
El silencio se transformó en rencor. Gardenia no tuvo opción, debió aceptar la severidad del trabajo y el desapego de Antonio; el resultado fue el abatimiento. Los amantes acabaron heridos y resentidos. No hablaban de eso. Sin deseo, por qué examinar las ruinas.
El amor no siempre resulta dulce, a veces se torna acíbar. Hay un tiempo en la vida de una mujer que con comer bien y dormir en una cama cómoda basta, decía Gardenia, y agregaba:
- El amor es un cuento de merda.