“El hombre a nuestros pies se
moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre,
sin embargo, era duro”. Hombre de la
esquina rosada, Jorge Luis Borges. Historia Universal de la Infamia
No es casual que no se hayan casado, ni tengan hijos. Ocultan la edad que tienen, son altas y delgadas, llevan las camisas abiertas y las faldas
largas sobre tacones, eternamente chic, aunque el cabello fino y la larga trenza, las caderas un poco anchas
y los labios pintados de rojo intenso
delatan la edad de las Amadas. Desde que
me fui, no he sabido nada de ellas. Las volví a ver esta mañana al salir de la
sucursal del Banco Provincia y recordé la historia. Quién no las conoce en el
pueblo, quiénes no han pasado por sus camas; quizá alguno que otro haya mentido,
mintieron, casi seguro, para no ser menos que los amigos.
La historia del hecho sangriento, la tragedia que signó sus
vidas todavía se repite, aunque con menos fuerza que antes. Sabemos que la
proximidad temporal de lo ocurrido hace que el relato se multiplique; en el pueblo, cuando pasa algo
extraordinario, es decir, cuando se
rompe la aparente armonía instalada por las buenas costumbres, el suceso se reproduce de manera infinita, cada uno lo cuenta
una y cien veces de distinto modo,
agregando o quitando partes, es una infamia colectiva; se construyen hipótesis, se mata y se resucita,
a nadie le importa la verdad; así funciona el chisme, como la literatura; no es
la veracidad de los hechos, al fin y al
cabo, lo que importa, sino el modo de narrarlos, el mantenerlos vivos en la memoria de los otros; repiten hasta que se aburren o aparece otro episodio
para contar. Peleas, muertes, robos o estafas, aunque sean mínimas historias de vida, son relatados una y
otra vez, transformados en verdaderas
tragedias y los protagonistas pasan a
ser héroes o villanos de la noche a la mañana. Así es la vida en los pueblos de provincia, donde casi nunca
pasa nada extraordinario, salvo excepciones, como el hecho que recuerdo ahora, después de ver a las Amadas.
La historia que ha
sido narrada infinitas veces es la
siguiente:
Cuentan los que saben que Merceditas Araujo, la mayor de las Amadas, tenía un amorío con alguien, un
hombre casado, un hombre importante como
el jefe de la estación, tal vez un
viajante de medias o el presidente del Club
Belgrano. Las otras dos, porque no les dije que son tres, Mercedes Araujo, Beatriz Araujo y Emma Araujo, todas hijas de
la misma madre y a lo mejor del mismo padre, se parecían físicamente. Vivían en la casa con la madre, en las
afueras, como yendo para el campo unas dos cuadras. La de doña Antonita Jiménez
de Araujo era una casona grande, había
sido una quinta elegante en los primeros
años del Siglo XX, sólida como las construcciones italianas; se accedía a la galería por una escalera de mármol, con pisos
en damero, el lugar más fresco y agradable
de la casa, con ventanas enrejadas donde
trepaban rosales y jazmines. Esa construcción la había heredado su finado
esposo de la familia de su primera mujer. Después de los funerales, Antonita se
acercó para ofrecer ayuda en los quehaceres domésticos por unos pocos pesos,
como pueda, don, en casa la estamos pasando mal galgueamos de lo lindo pero si
uste me conchaba le aseguro que no le voy a fallar. El viudo y Antonita vivieron juntos en la casa a los seis meses del
entierro de la finada, duelo breve si
los hay. Pero el marido se fue pronto
también, después de que Antonita pariera las tres hembras y, muerto
accidentalmente o por mala enfermedad, bien no sé, también dejó la
propiedad como herencia.
La señora Araujo, la madre de las Amadas, rezaba sus
oraciones al alba, iba todas las tardes a misa y no tenía mucho contacto
con las vecinas, salvo con don Roque, el
jardinero y su esposa, la Nené. Silenciosa y con cara de pocos amigos, nadie se
atrevía a preguntar sobre las niñas, mucho menos después de lo ocurrido aquella
noche, durante la fiesta de aniversario
del Club Atlético Belgrano. Merceditas era muy elegante, llamativa, se reía y
mostraba la blanca dentadura que nos enamoraba a todos. La dos más chicas, las
mellizas, eran más flacuchas, menos provocativas, pero igual de cariñosas. No se sabe cómo ocurrió,
pero en medio de la fiesta, mientras sonaban los pasodobles y rancheras, un
mozo bien vestido que había salido del baile con Merceditas, regresó al salón
como si lo estuvieran empujando, tambaleándose, entró y se desparramó entre la
gente, con la cabeza ladeada y mirando hacia la puerta. Era costumbre que se
regara cada tanto la pista de tierra para que no levantaran polvo. Por eso, la cara, el cuello de la camisa almidonada y los puños
quedaron manchados con barro; el hombre yacía
en un charco de sangre y orines. Entretenidos los bailarines, se corrieron un poco para
darle lugar, pero siguieron bailando, recorriendo el círculo imaginario, seduciendo
a sus parejas, pensaron que se trataba de un borracho, hasta que entró la chica dando
gritos, despeinada y con la ropa descompuesta. No estaba ebrio, lo habían
acuchillado en el campito donde dejaban los coches estacionados, eso dijo la
Merceditas, yo me acuerdo bien de la cara pálida que tenía y el contraste con
los labios rojos, nunca pude olvidarla,
parecía un espectro escapado del infierno, la pobre.
Cuando llegó el comisario
Ramuspi, un gordo amigable y sordo, quiso saber qué había pasado, nadie pudo explicar, excepto la muchacha. Dicen que la llevó
detenida y al no tener pruebas, no se
llegó a comprobar que ella había sido la
autora del hecho. El comisario la mandó a la casa y cerró la
investigación. El muerto era un
forastero, nadie lo había reclamado, consultadas las autoridades, lo enterraron en
el cementerio bajo el nombre que decían los documentos hallados en su poder: Rosendo
Juárez. La madre y las tres hijas se
encargaron durante años de mandar viandas a la comisaría como muestras de
agradecimiento. Mucho se habló de lo ocurrido en el baile del Club Atlético
Belgrano, si hasta salió en el diario, guardé el recorte porque hablaba de mi
pueblo.
Pasaron los años, tal vez dos o tres y Emma empezó a noviar con un extranjero,
dueño de una licorería que viajaba a la
Argentina pero residía en Francia, eso decían en el club. Merceditas estaba más
recatada, seguía viendo a escondidas a su amante y Beatriz no tenía candidato,
sin embargo, la vida de las tres estaba siempre en boca de todos. Ya no eran
tan lindas, ni tan jóvenes. Yo las dejé de ver al poco tiempo de que el francés
abandonara a Emma y doña Antonita lo
corriera con una escopeta de caño recortado. Dicen que le gritaba a vos también
te vamos a hacer cagar hijo de puta a
mis pobres hijas no las van a joder más. Me fui sin despedirme, por si acaso me
pasara lo mismo.
Desde que me jubilé como viajante de indumentaria femenina y representante de hilos Cadena, pensé en
volver al pueblo. Uno recuerda con nostalgia el pasado y lo vuelve mitológico; hay cosas que nos quedan grabadas para
siempre, aunque distorsionadas; tal vez sintamos indulgencia por nosotros
mismos y dejamos que el pibe ése que vive en nuestro interior crea lo que
quiera creer; silenciamos algunas cosas
y engrandecemos otras; nos conformamos por piedad, por ternura o por miedo; nos consentimos como se consiente a un niño.
Recordamos, sin embargo la verdad se opaca por los recuerdos. No sé por qué se me vino a la cabeza todo esto. Será porque la volví a ver y me volví loco,
como antes; será porque me saludó con esa sonrisa, con los hoyuelos que se le forman cuando sonríe, será por el
tono cálido de su voz, por el que casi mato o me dejo matar. Porque el cuchillo
lo sacó primero el otro, cuando la tomé de la cintura y le dije que se fuera para adentro, vi
relucir el acero y ella se adelantó y no
sé cómo hizo, pero le retorció el brazo
y le enterró la hoja en el vientre. Chilló como un chancho el hijo de puta, les
juro.
Así no más. Lo carneó
como a un chancho y el tipo me miró, entró a la fiesta tambaleando como
borracho, cayó mirando hacia la salida
como buscando algo o a alguien; detrás, ella. Yo la veía de espalda, despeinada, agitada, como quien ha sufrido un
ataque. Dijeron en aquel tiempo que Borges conoció los hechos y los escribió en
un cuento, aunque los cambió, porque
ni los nombres, ni la época son
los mismos. Seguía sonando la música, ahora
tocaban tangos y milongas y meta
dar vueltas por la pista, como en una calesita, una pareja detrás de la otra al
ritmo de la orquesta típica. El moribundo boqueaba a un lado, sólo unos pocos mirones lo rodeaban.
Vacilante, con náuseas, me quedé en la puerta para ver qué pasaba y escapar, si hubiera hecho falta; aunque ella me había dicho algo que no he podido decir a nadie ni olvidar. Sosteniendo
firme el cuchillo en la panza del forastero, sin hacer caso de la sangre que caía,
me dijo quedáte tranquilo aquí no pasó
nada yo sé lo que te digo no seas flojo a mi vieja le pasó ya con el marido y
ni la llevaron presa no pasó nada vos no viste ni sabés nada no iba a dejar que
te abriera la panza a vos. Sí, el hombre aquél
se fue muriendo con los ojos clavados en mis ojos. Por eso me fui del
pueblo. Merceditas conmigo era puro amor y mi mujer era una santa que nunca se enteró de nada, pero pensé que era mejor olvidar; porque las Amadas son así, capaces de todo por amor y yo, no.