Ver otra vez lo mismo
(represores, asesinos),
cada vez que aparecen
se estremece el aliento. Están.
La vida es una llaga
que no encarna.
Cuando regresen
los que deambulan con nuestras sombras,
la noche no podrá apuñalar el horizonte.
La espera crece,
nos acercamos un poco,
vemos sus nobles calaveras
sonriendo
desde las fosas.
Están.
La insoportable levedad
Escritos literarios, de crítica literaria y otros.
miércoles, 15 de mayo de 2019
sábado, 4 de mayo de 2019
El riesgo
No es la mirada,
es el juego
de roces y destellos
que producen nuestros ojos.
No es la voz,
es que cuando hablas
se me aclara el día.
Estar juntos,
un riesgo seguro:
Soportar tanto amor cada día.
es el juego
de roces y destellos
que producen nuestros ojos.
No es la voz,
es que cuando hablas
se me aclara el día.
Estar juntos,
un riesgo seguro:
Soportar tanto amor cada día.
Lluvia
Llueve
nada más
acá
no
pasa
nada más que la caída intermitente
lenta
intensa
filosa
de los recuerdos hechos llanto.
nada más
acá
no
pasa
nada más que la caída intermitente
lenta
intensa
filosa
de los recuerdos hechos llanto.
martes, 16 de abril de 2019
El mal
Seres sin alma deambulan,
arrastran cadenas de sombra,
centelladas intermitentes:
dolor,
olor a jazmines y a sangre.
Una cara de la vida, moneda oscura y terrible.
No es la vida, no,
apenas un sistema de rotos y desalmados
esquivando el rayo de la muerte.
lunes, 28 de mayo de 2018
ANTOLOGÍA “MUJERES DE MI TIERRA”
La Subsecretaría de Políticas de Género ha presentado en Santa Fe la Antología “Mujeres de mi tierra”, integrada por los relatos seleccionados en el 1° Concurso literario 'Emma de la Barra'. El evento se llevó a cabo el 7 de mayo pasado.
La Subsecretaría de Políticas de Género de la Provincia de Santa Fe impulsó el concurso entre julio y septiembre de 2017 en todo el territorio provincial.
Les presento uno de los relatos seleccionados:
María
Robotti de Bulzani
Relato
de Adriana
Tuffo
En
la Comuna de mi pueblo hay una galería de retratos, son los hombres
que se destacaron en la vida política de Alcorta, pero sólo una
mujer, María Robotti de Bulzani.
María
era extranjera, nació en Italia, los recuerdos del viaje habían
sido narrados tantas veces. Sus padres hablaban en otra lengua del
pueblo lejano, de los días en el barco que los trajo a América
-como a una tierra irreal- de los mareos y la ansiedad por llegar a
ver el nuevo país. Ellos habían venido de Italia y Francisco, su
compañero, había nacido en las costas de Brasil. Las historias tal
vez se hayan ido borrando por lejanas.
Ella
es María de Alcorta, la mujer celebrada por los versos de José
Pedroni, una protagonista del Grito de Alcorta. La huelga que
nos puso en la historia.
Durante
décadas no se habló ni se investigó el proceso histórico que
desembocó en la huelga de 1912. En el sur santafesino los
agricultores arrendatarios realizaron
la primera huelga agraria, el movimiento se expandió en la zona
maicera, pusieron en jaque el modelo agroexportador implantado por el
Régimen Oligárquico que integraba a la Argentina en el mercado
mundial como proveedora de materias primas.
Fue
en las chacras como la de los Bulzani, en los almacenes y en las
iglesias, después de una cosecha pobre, que comenzaron a reunirse
los arrendatarios. El hambre los tenía acorralados, bullía la
desesperanza por el aumento de los alquileres y las deudas que los
ataban de un año al otro. Los dueños de las tierras apretaban con
los contratos para doblegarlos. La indignación sacudía los ánimos.
El desalojo era el final más temido por los chacareros.
Las
mujeres han sido personajes activos del Grito de Alcorta, aunque no
se las reconociera como sujetos sociales poseedores de derechos
civiles y políticos. Las
campesinas, en su mayoría inmigrantes, ocuparon un lugar importante
en la economía rural de fines del Siglo XIX y principios del XX.
Mujeres y varones han estado marcados por relaciones
jerárquicas y desiguales entre los géneros, el tiempo transcurrido
y la militancia han ido cambiando algunas cosas.
En
aquel tiempo, la mujer tenía el deber natural de ser madre, se
ocupaba de las tareas
del hogar, del cuidado de los hijos, de los enfermos y ancianos,
además, en las chacras desempeñaban tareas rurales; trabajaba
toda la familia, los niños también. Ellas parían, criaban, debían
atender a los animales, cosechar y llevar la comida a la mesa o al
campo, a pesar de las inclemencias del tiempo. La
economía se sostuvo con la actividad familiar y decir esto es hablar
de mujeres que se multiplicaban todos los días para hacer más,
para dar más. Hicieron la huelga pero no dejaron de amasar el pan,
ordeñar la vaca, cocinar o cuidar a sus hijos.
Los
milagros son poco frecuentes a la hora de conciliar los intereses de
los poderosos y los derechos de los trabajadores. Los propietarios no
respondieron a los reclamos de los arrendatarios. La huelga fue una
salida compleja, sin embargo no podían seguir esperando, se
avecinaban épocas duras de trabajo en el campo, era invierno.
Algunos inmigrantes regresaban a Europa; otros se quedaron para
pelear con la vida inmerecida.
La huelga era inminente, María se levantó frente a todos. Dicen que dejó el mate y se desató el delantal. Quién sabe si aquella vez habló iracunda, como dicen, para exigirle a los hombres que declararan la huelga.
La huelga era inminente, María se levantó frente a todos. Dicen que dejó el mate y se desató el delantal. Quién sabe si aquella vez habló iracunda, como dicen, para exigirle a los hombres que declararan la huelga.
La
historia recoge el nombre de los hombres y se olvida de las mujeres,
pero quién puede decir que mujeres bravas como María no fueran
capaces de empujar a la lucha a un hombre, o a muchos. Era joven,
estaban reunidos en la chacra que alquilaban. Tiró el delantal y las
palabras que se agolparon en su garganta las arrojó también sobre
los hombres en la penumbra de la cocina ahumada.
La
noche fría, ellos se ocultaban de los ojos vigilantes en aquel
invierno húmedo de 1912. Agricultores, anarquistas, socialistas,
desarrapados, corajudos, ateos, religiosos, mujeres y hombres, todos
juntos se escabullían de la policía en la precariedad de la pampa.
La
huelga venía rodando por los caminos, de chacra en chacra, saltaba
los pequeños hilos de agua del Pago de los Arroyos, cruzando
alambrados retozaba en la hierba antes de levantar vuelo por los
pueblos del sur. “Hay que ir a la huelga... ¡Antes de morirme de
hambre trabajando, prefiero morirme sin trabajar!”, dicen que les
dijo.
La
mujer habló ante la mirada de hombres duros. Los
vemos en las fotografías, ellos tienen rostros impenetrables, como
la tierra que por fuera es dura, se resiste al pico o a la azada y
cuando la reja del arado la rompe, se deshace en toscos gajos primero
y luego en briznas suaves, tierra húmeda y negra, dispuesta a
recibir la semilla. Ella los empujaba a tomar la decisión, tenían
que declarar la huelga.
Cuántos
años pasaron hasta visibilizar los hechos de los que estamos
orgullosos. No se hablaba. “¿La huelga de 1912, qué huelga?”.
“En mi casa nunca se habló de la huelga”, me dijo una de las
hijas de María. El silencio fue medrando y se convirtió en olvido.
Todos
callaron después de la represión, la cárcel, los desalojos y los
asesinatos de algunos hombres destacados como el abogado Francisco
Netri o los dirigentes agrarios anarquistas Francisco Mena y Eduardo
Barros.
Después
de tanto esfuerzo estéril, la familia Bulzani se fue de Alcorta.
Francisco le dijo que se irían a vivir a Córdoba. “No podemos
seguir viviendo acá -le habrá dicho él- nos van a matar de a uno,
si no, la cárcel y qué van a comer los chicos...”
Él
se fue solo y los esperó.
Ella
recogió lo que les quedaba y se llevó a sus hijos. Dejaron el
pueblo, fue una especie de exilio.
Con
los años, María volvió a Alcorta donde -después de un abismo de
silencio- se los recuerda con admiración, a Francisco Bulzani, su
compañero, y a un puñado más.
Los
héroes poseen rasgos que sobresalen. En la mitología enfrentan a
los contrarios, a una persona o a un conjunto de individuos que dañan
a los más indefensos, el héroe después de confrontar con el mal y
triunfar, adquiere la gloria y sirve de ejemplo a su pueblo o a la
humanidad. A partir de sus rasgos de carácter y de sus acciones,
nuestros héroes serían aquellos agricultores del Grito de Alcorta,
y claro, no son como Ulises, Agamenón o el Cid, tampoco son
superhéroes. Sin embargo, son un ejemplo de lucha enorme y de
trabajo en medio de las dificultades.
María
Robotti está entre ellos y también las otras mujeres que
enfrentaron con sus compañeros
a quienes dañaban por mezquinos a las comunidades. Enfrentaron la
avaricia de los subarrendatarios y de los propietarios de las tierras
que, habiendo subdividido en pequeñas chacras sus campos, obtenían
grandes rentas con el trabajo de los colonos y sus familias. Eran campesinos pobres que tenían el sueño de trabajar y de vivir en
paz, lo hacían por ellos, para asegurar el futuro de sus hijos y de
las generaciones posteriores. Algo que parece insuficiente cuando
recordamos las gestas de los grandes hombres de la historia, sin
embargo no creo que lo sea.
María
y Francisco, como miles de arrendatarios, creyeron posible la
transformación. Debían abandonar las tareas en las chacras, parar
para quebrar el orden que los oprimía, modificar las condiciones
abusivas de los contratos de arrendamiento, conseguir rebajas en los
alquileres y terminar con los desalojos injustos. Decidieron hacer
una huelga para cambiar los abusos por un trabajo más justo, querían
barajar y dar de nuevo, de modo de no perder siempre.
Hay
seres que iluminan, son luz entre los demás. Otros recogen el fuego
y lo multiplican, también están los que animan, esperanzan y los
que colorean la existencia con sus acciones. Ante todo ello nos
emocionamos. El espíritu humano se conmociona, tiembla, se rebela y
nos conmovemos.
Conmueve
la fortaleza de las mujeres que se la jugaron, aún conociendo las
consecuencias que tendrían que soportar, cuando los resultados
fueran adversos. Ellas lucharon como guerreras en los distintos
momentos de esta historia, porque llevaron a cabo esas pequeñas
batallas cotidianas que juntas arman un mosaico narrativo.
A
la distancia, podrá decirse que hacer una huelga no es lo más
importante, aunque fuese la primera huelga agraria (tantos paros
hemos visto ya en el Siglo XX y en lo que va de este siglo). No más
que amasar el pan, que cosechar y criar a los hijos en el medio del
campo, sin una escuela próxima, sin recursos, alejadas de sus
familias de origen, en la mayoría de los casos. No puede ser lo más
importante pero ellas hicieron todo eso, para seguir haciéndolo;
porque era la vida, sus vidas, lo que habían elegido y deseaban que
fuera bajo otras condiciones, por eso pelearon.
Mujeres.
Migrantes. Extranjeras. Campesinas. Pobres. Fueron luchadoras que aún
sometidas a las convenciones sociales y a la discriminación
desafiaron los poderes establecidos. Y sus hombres estaban con ellas,
eso cae bien.
No
votaban, no tenían derechos. No fueron invitadas a las reuniones
con los propietarios o con los representantes de la ley. No fueron
ellas quienes tuvieron la palabra para defender la causa que era de
todos. No les daban la palabra en las asambleas, sin embargo en cada
rancho hablaban, sí, por ellas y por sus hijos, y fuera del rancho
pusieron el cuerpo reafirmando las demandas junto a sus compañeros.
María
brilla, enciende. Es signo, un referente social, forma parte de toda
una situación histórica que condensa deseos, descontento, intereses
opuestos, lucha de poderes, acciones felices y fracasos. Hemos visto
que con el tiempo ha crecido su figura, se elevó entre las demás,
desconocemos los motivos, pero es merecido el reconocimiento a una
mujer, al menos a una. Ella tiene rostro, voz propia y representa,
como ejemplo de esfuerzo y coraje, a muchas mujeres que entraron en
la historia sin ser conscientes de su protagonismo.
Tal
vez no sabremos nunca cuál fue la talla de su espíritu, el tamaño
de su valor, porque hoy, a diferencia de los tiempos oscuros, María
Robotti de Bulzani tiene el ropaje que transfigura a quienes forman
parte de una mitología.
A
ella la conocí en la casa de uno de sus hijos (¡Y no sabía quién
era esa mujer!), llevaba puesto un delantal claro sobre el vestido,
tenía el cabello blanco. Caminaba despacio. Guardo en la memoria a
María en su vejez, en Alcorta, despojada de ornamentos épicos. Y
este recuerdo afectuoso no se parece a ninguna página de cualquier
libro de historia que haya leído.
Etiquetas: poesía, cuentos
Historia,
publicación
martes, 23 de enero de 2018
Capítulo Veintinueve
MI HORIZONTE
Tu cuerpo es mi horizonte. Cuando me acerco, te alejás, pero mirándote me siento contenido. Sos la bahía donde se mecen los sueños abandonados. Te miro dormida, muy cerca de mi cuerpo. Ay Lila, siempre que te veo dormir miro mis manos y trato de contenerlas para no acariciarte y sacarte de ese mundo. Después, al despertar me sonreís y yo me hago el dormido, juego a imaginar tu mirada, siento tu respiración. Me abrazás, te hacés chiquita, acomodás tus piernas debajo de las mías, te haces rollito que me empuja y te abrazo.
Al despertar, veo vacío tu lado de la cama, no está tu olor, ni tu sexo, no estás como creía dormido hace instantes, no estás conmigo, ni siquiera puedo levantarme a cerrar las cortinas. Dejo que entre la luz y te recuerdo. Me abrazo por un instante más a la emoción de estar juntos.
En estos años no me he sentido tan solo como hoy. Hasta este amanecer, cuando sentí que desaparecía el horizonte. Como si te hubieras ido ayer.
Sé que estás lejos, no digo perdida. Eso lo sé, sin embargo, este sueño ha sido una revelación. Cuántos años he recordado cada día que pasamos juntos, minuto a minuto. En realidad, he tratado de revivir esos momentos con el margen de falsedad que les imprime la memoria. Nunca un hecho se rememora con fidelidad, porque el tiempo lo esconde en la niebla; al recordar uno es benévolo, oculta los malos momentos, las accidentadas mañanas, el malhumor, los caprichos, empequeñece lo que molesta o aflige, a menos que el enojo y la rabia sean muy grandes.
¿Te acordás, Lila, del día en que te empeñaste en que fuéramos al río? Vos irías sola, después yo debía ir a buscarte como a un amor furtivo, dijiste. Y es que no éramos más que eso, dos locos enamorados que se ocultaban de los demás. Entonces dije que sí, como siempre. Caminé hasta mi casa, después de cambiarme los calzones por otros para nadar, recorrí las cuadras que me separaban del puente, lo crucé tratando de recordar en qué lugar me habías dicho.
A veces, debo confesarte que no te escuchaba, tu parloteo me cae mal. “Lila, basta de hablar, hay que concentrarse, hagamos las recetas que nos pidió el boticario, basta de bla bla”. No sabía si debía cruzar el río hacia el norte, allí donde se angosta y nos mojamos apenas los tobillos o subir por la ladera, trepando justo donde están las piedras que son como sapos gigantes. Entonces dije, pensé más bien, que me busque ella. Y me tiré debajo de un sauce, tomé un baño, fumé un par de cigarros y dormí la siesta. ¡Ay mamita, qué enojo! Nunca te vi tan furiosa. Eras una chiquilla, no era para tanto. Decías que te habías quedado sola, que es peligroso para una chica, que el río es profundo y hay animales salvajes. No exageres, que no estamos en África, te dije, si vos tuviste la idea, yo no te encontré, eso es todo. Que no te molestaste en buscarme, que si hubieras caminado en lugar de dormir, habríamos pasado un lindo momento, que sos un viejo aburrido, dijiste. Diez años te llevo, no son tantos. Te miré sin comprender, por qué un día maravilloso se había transformado en una tragedia. No lo entendía.
No alcanza con que diga “son cosas de mujeres”, porque es como decir que todas son inconstantes, difíciles o incomprensibles, no. Aunque andan investigando que las hormonas femeninas tienen algo que ver en los cambios de humor. No lo sé, quizás sea cierto.
Vuelvo al sueño, sos mi horizonte, tu cuerpo es la línea que separa el cielo y la tierra. Ahora recuerdo también qué pasó después, cuando te fuiste me dijiste no te quiero más. No te quiero, me dijiste y caminaste sola los últimos cincuenta metros hasta tu casa. Al día siguiente, fui a trabajar como si no hubiera pasado nada.
Vos también hiciste como si no te hubieras enojado, nos pusimos a verificar unas notas. Como al pasar dijiste que no habías dormido en toda la noche y que leíste sobre los trabajos de un alemán o austríaco antes de que empezara la guerra. Yo también te conté que no había pegado un ojo y que había estado leyendo. En el transcurso del día, apenas nos miramos, hasta que en un momento rozaste mi mano izquierda y yo, con la excusa de buscar unos tubos, rodeé tu cintura con mi brazo. Se había calmado la tormenta, volvimos a la rutina de querernos así, sin hacer otra cosa que estar juntos y respirar.
Tu cuerpo ausente es una línea borrosa, pienso, es el horizonte en la niebla.
Etiquetas: poesía, cuentos
novela para leer
domingo, 8 de octubre de 2017
Capítulos 27 al 31, el final de la novela 82/79 los diarios del alquimista
VILLA
LAS PALMAS
I
Obdulio
la miró desde la acera, estaba sentada en un sillón de respaldo
alto, entre macetas con flores. Octubre es un mes agradable. Florecen
los rosales, hay perfumes en el aire. Estaban allí, los dos como
antes. Se borraban los contornos de la casa, sólo podía mirarla a
ella. No podía ocupar su mirada en nada más.
Se
mantuvo unos segundos frente a la puerta, sin abrir.
Lila
lo vio y lo reconoció, se levantó, fue a buscarlo. Estaban frente a
frente. Se veía joven, con el pelo suelto y el vestido azul, le
pareció que no había cambiado. Obdulio estiró la mano para
saludarla, ella entonces apoyó sus manos sobre el pecho, se acercó
y lo besó en la mejilla. Él no podía hablar. Caminaron por el
sendero hasta la casa colonial.
Adentro,
sentados uno muy cerca del otro se miraron un momento. Todavía se
amaban. Lila dijo: He preparado la mesa en la galería, ¿vamos?
Obdulio
la tomó por la cintura y salieron.
II
Un
auto detenido en medio de la calle lo hizo volver a la realidad. Se
había descompuesto y el conductor, un hombre de unos treinta años,
trataba de ver qué sucedía, con el capó levantado y medio cuerpo
metido en el coche. Eran las once de la mañana y estaba llegando a
la casa de Lila, en Las Palmas. Obdulio era puntual.
Lila
estaba esperándolo en el jardín, nerviosa. Él se aproximó a la
cerca, abrió la puerta sin levantar la mirada, como si no la hubiera
visto, se distrajo mirando las flores de los canteros, había un arco
con rosas rojas y clematis de color púrpura que llamó su atención.
Se saludaron en la puerta de entrada con cariño. Incómodos, se
dieron la mano y un beso.
Lila
lo hizo pasar. Obdulio caminó junto a ella viendo que su cuerpo
había cambiado, aunque no tanto. Tenía puesta una falda gris y una
camisa blanca. El pelo corto le quedaba bien, pensó. Lo hizo pasar a
la sala y salió para preparar café. Obdulio miró las fotos de la
familia. Toda la familia en una fiesta, otras en la que Marianne era
niña, Lila y los padres, ella y la hija. En otra, el laboratorio de
don Casimiro Aguirre, Lila y los abuelos en las sierras.
Llegó
con las dos tazas de café, azúcar y una canasta pequeña con
pasteles. Dejó todo sobre la mesa y lo invitó a que se sirviera.
Sentada,
acomodó su falda, la alisó mecánicamente, mientras decía:
-Vamos
a comer más tarde. El chivito asado siempre se lo encargo a la
familia Benítez, viven en la esquina, don Juan es un asador
excelente.
-Me
asombró tu llamado, siempre me asombrás con lo que hacés, dijo él.
-Sí,
tenemos que hablar. Volvió a hacer el gesto mecánico de alisar la
falda.
-Te
mandé mil cartas. Y no contestaste ninguna.
-
Debo decirte algo muy importante y no sé cómo…
-Decí
lo que quieras, pasó tanto tiempo, estoy feliz de verte, Lila.
-Yo
también, tenía muchas ganas de verte. Se acomodó la garganta,
suspiró. Bueno, lo digo y ya está: Marianne es nuestra hija.
Obdulio
se tiró contra el respaldo del sofá, como si lo hubiera golpeado.
Luego, dejó la taza sobre la mesa para que no quedara al descubierto
su temblor.
-Tu
hija, Dulio. Marianne es hija tuya.
-No
es cierto, dijo en un murmullo.
Este
encuentro era lo que más había esperado en su vida. Y algo no
estaba saliendo bien.
-No
pude decírtelo… Cuando regresé de Europa, supe que estaba
embarazada, me prohibieron salir de casa, no, mejor dicho, fue mi
padre, y ahora ha muerto, no le puedo hacer reproches. Mientras
vivía, no pude llamarte, por él, el muy desgraciado me espiaba, te
lo juro, yo te mandé dos cartas antes de casarme y no respondiste.
¿Cómo iba a fugarme de casa? ¿Y si no me creías, si pensabas que
no era tu hija? Hacía meses que no estábamos juntos, ni nos
habíamos visto ¿Y si me dejabas sola, qué iba a hacer?¿Abandonar
a mi hija en un orfanato, dejarla en un canasto en la puerta de la
iglesia o entregarla a las monjas del convento, hasta la mayoría
de edad, como hacen otras?... Dulio, hice lo que me ordenaron. No
tenía voluntad, no era yo, me sentía desganada, triste. Nuestra
fiesta había terminado, estaba triste, encerrada en mi casa...
Entonces, llamaron a Hugues, un amigo de la familia que estaba
enamorado de mí, y me casaron. Fue todo muy rápido. Después del
casamiento, decidí no hablar. Cuando ya vivía en Buenos Aires con
Hugues, me fui de la casa en la que vivíamos, estaba dispuesta a no
volver… Un día huí, tenía el boleto de tren en la mano y no pude
subir al vagón. Me sentía enferma, el embarazo me tuvo mal durante
los primeros meses, tenía náuseas, vómitos… Volví con Hugues...
Y después del nacimiento no fui capaz de hacer nada que la
perjudicara, era tan chiquita, tan indefensa. Hugues la adoptó sin
preguntar. Él me amaba y nos cuidó… Mucho… Pero se fue a
combatir contra los nazis y en menos de dos años era viuda y mi hija
huérfana, lo que menos quería que sucediera, ocurrió… Cuando
empezaron a llegar tus cartas, qué te podía decir, habían pasado
tantos años… Cómo hacer para vernos, mi padre estaba enfermo, mi
madre con sus chocheras y la loca de mi hija embarazada. Marianne se
fue de casa con un hombre mayor, padre de tres hijos. ¡Ay Dulio, ha
sido terrible todo esto!.
-Hizo
bien...
-¿Qué,
quién, de qué hablás?
-De
tu hija, me parece más honesta que vos.
-¿Qué
estás diciendo?
-Tu
hija, por dios, no entendés, que ella hizo lo que debe hacer una
mujer honesta, irse con el hombre que ama y tener el hijo con él, no
con otro. No buscó alguien que la cuide, se aferró a su hombre y se
fue con él. Está claro lo que pienso... Todos estos años te
busqué, te esperé… Sos de lo peor, cobarde, mentirosa... Culpar
al padre muerto, a la madre vieja… Una ingrata, inventé a una
mujer perfecta y sos Judas… Mejor me voy…
Obdulio
subió al coche que había estacionado frente a la casa, pero volvió
a bajar. Desde el jardín le preguntó:
-¿Ella
lo sabe? ¿Sabe Marianne que soy el padre o no?
-No,
todavía no hablé con ella...
II
Obdulio
se fue, ni la miró. Condujo sin pensar en nada. Estaba quebrado.
Soñar, imaginar el encuentro había sido un fruto dulce, pero la
realidad le quemaba.
Detuvo
el auto a un costado del camino. Hizo un esfuerzo por comprender que
Lila le había ocultado la verdad para conformar a don Antonio.
Dijo
en un murmullo: No habló conmigo cuando tenía que hablar, hizo lo
que la familia quiso, para ellos era lo mejor. ¿Eso dijo? ¿Me
abandonó por no llevarles la contra? Lo peor es que la engañó a
Marianne toda la vida. Y a mí... yo no merezco esto...
-¿Marienne
es mi hija? ¿Ella sabe algo, por eso fue a verme?
Lila
le había impedido ser padre y no tenía idea de cómo se hacía. Es
algo que no se aprende sin hijos, pensó. Pero por qué ahora, si
antes me lo negó. Esa chica es hija mía, dijo en voz alta. Y se
puso a llorar sobre el volante. La fantasía que había llenado sus
días cayó fulminada. Sentía dolor por la mentira y también por lo
que estaba perdiendo.
Ahora
de la nada, aparecían una hija, cuatro nietos, el yerno. No veía la
oportunidad que se le presentaba. Es que Obdulio no sabía nada de
tener familia o de escuchar ruidos en la casa. A partir de la
revelación, Marianne se convirtió en una herida. Prefirió no
verla. No sabré qué hacer con ella, se decía. Por eso la evitó
durante meses.
Como
consecuencia de los golpes emocionales y de la edad, Obdulio comenzó
a declinar, en el trabajo se distraía y los estudiantes le faltaban
el respeto. Cada tanto, escribía en sus cuadernos.
Cuando
dejó la enseñanza, se apartó del mundo. Su razón orillaba el
delirio. La alquimia reemplazó a Lila.
Había
sustituido el amor por otra quimera.
Veintiocho
EN
SILENCIO
I
El
desengaño hizo que el profesor Quesada abandonara la vida, después
de saber la verdad de boca de Lila, comprendió que ella había sido
desleal, y su espíritu se quebró. No falleció, pero acabó con las
pocas acciones que lo mantenían vivo.
Fue
una falsificación, decía, un cuento, lo repetía como antes había
musitado: “No te vayas”.
Murió
a la vida social cuando dejó la escuela y después no quiso saber
nada de Lila, de su hija, ni de sus amigos. De manera paulatina dejó
de ser alguien. Ser Obdulio Quesada había sido trabajar en la
escuela secundaria, allí era “el profesor Quesada”. En casa
hacía productos con hierbas medicinales o las recetas médicas como
el boticario. A lo largo de su vida había tenido gestos solidarios,
actos reconocidos en su pequeña comunidad. Fue un profesor amable,
no era un académico titulado, sin embargo, se había cultivado en
múltiples lecturas y quehaceres.
Al
comienzo, se refugió en el laboratorio. Siempre le atrajo lo
extraordinario, lo suyo, decía, era la alquimia, había llegado la
hora de trabajar de verdad. Buscaba renovar viejas recetas, anotaba
experiencias de otros hombres de ciencia, antiguas fórmulas,
escribía en los cuadernos sobre las grandes incógnitas de los
alquimistas.
Un
día que había salido a caminar por la villa, vio un cartel en la
casa del arroyo, se vendía y fue a ver a don Paco, el encargado,
para comunicarse con los dueños. Compró la casa. Conocía la
propiedad de la época en que iba a visitar a sus amigos Coco y Tito
Armendariz, cuando jugaban ajedrez y tomaban mates cerca del arroyo,
o descansaban las noches calurosas junto a la sierra. Le dijo al
escribano que se la donaría a la hija de una amiga, le indicó que
hiciera los papeles a nombre de Marianne de Baux, la hija de
Mariagrazia, y que las citara a las dos el día 30 de noviembre para
firmar. A pesar de que don Jorge Di Benedetto, el escribano, le
explicó que los documentos estarían preparados en quince días, no
más, y era marzo, él insistió en que se reunirían allí en esa
fecha. Después, se despidió sin hacer comentarios.
El
escribano tenía los datos de Mariagrazia, o Lila como le decían los
viejos amigos de Oro Sacro, así que pensó en llamarla, porque no lo
había visto bien al profesor. Consideraba extraño lo sucedido,
había pagado al contado la propiedad y la regalaba. Temía que
tuviera problemas mentales como andaban diciendo en el pueblo.
Obdulio
había ahorrado toda su vida, porque pensaba edificar una casa grande
con ventanales abiertos a las sierras, lo más cerca del río, y
buscaba lotes cuando salía a caminar. Solía imaginar niños jugando
en el parque, un laboratorio moderno y a Lila cuidando las plantas
aromáticas o cortando flores para alegrar la sala. A Lila trabajando
junto a él, a Lila embarazada. La veía siempre a ella. El dinero
ahorrado le alcanzó para comprar la casa que le daría a Marianne
como regalo de cumpleaños, aunque no sabía cuándo era exactamente.
Pero guardó el secreto, a nadie le importaba que Marianne fuera su
hija. Nunca había hablado con ella sobre el vínculo que los unía.
Ya lo haré, necesito más tiempo, un día de estos la llamo y
hablamos de la casa.
En
lugar de hacerlo, se encerró a pensar. Se fue quedando cada día
más tiempo en la cama, la pereza, decía, es una enemiga. Así
pasaba los días, dejó el laboratorio, apenas comía pan o galletas
con mate cocido, alguna sopa o caldo de verduras. No hablaba con
nadie, no salía, ni abría los postigos, las cortinas permanecían
unidas cubriendo las ventanas. La oscuridad lo fue cercando.
La
casa cerrada no le llamó la atención a nadie. Obdulio dormía, soñó
durante días con ríos y niñas de cabellos sueltos y moños
rosados, tenían los ojos cerrados. En cada sueño aparecía una
niña con los ojos cerrados. Si la niña se bañaba en el río, el
cabello caía sobre los hombros y no podía ver su rostro, cuando se
acercaba, los tenía cerrados. O la niña le apretaba la mano, ella
lo guiaba como una sonámbula, él era ciego y no conocía el camino.
Se
despertaba, entonces volvía a soñar despierto con la circunstancia
postergada. El encuentro era multiplicado por su fantasía, cada vez
modificaba algo, mejoraba el modo de hablarle a Marianne o de tomar
su mano. A veces le decía: Hija, dios mío, qué hermosa es. Otras,
mire m’ hija yo no tengo nada que ver con lo que ha hecho su madre,
sabe, si yo lo hubiera sabido, la habría cuidado a usted, hubiera
sido un buen padre. O, mejor olvidemos el pasado, quiere, yo nunca
imaginé que iba a tener una hija como usted, tan buena.
Muchas
veces lloraba. Como no tenía motivos que aplastaran su pena,
afloraba el llanto. Él también cerraba los ojos, como las niñas de
los sueños, para no ver la realidad o para mirar qué había dentro
del pozo en el que había caído. Lloraba hasta agotar las lágrimas
y se aliviaba. Así transcurrió un tiempo indefinido. Mariagrazia lo
visitó muchas veces después de la llamada telefónica del
escribano. Obdulio nunca se enteró. Estaba soñando.
Ella
insistió, le preguntó a los vecinos, nadie sabía qué le pasaba a
él, así que decidió entrar forzando la puerta del patio. Llevó a
un cerrajero e ingresó por la cocina, encontró un paisaje
desolador: telarañas, basura acumulada, restos de comida, una
atmósfera pestilente. Pensó que lo encontraría muerto y, de no ser
por su empeño, hubiera fallecido deshidratado y desnutrido. Llamó
al médico, lo trasladaron a una clínica de la capital y le salvaron
la vida. Después de una semana, lo devolvieron a su casa. Aunque él
nunca le habló, ella lo cuidó, lo acompañó de vuelta hasta la
villa y se instaló con él.
II
Los
días siguientes fueron de trabajo y silencio.
Ella
limpió la casa, pidió ayuda y sacaron maleza del jardín,
reaparecieron las plantas aromáticas y los rosales, ordenó
bibliotecas y armarios, tiró la basura acumulada, los recipientes y
la vajilla rota que encontró en la cocina y en el laboratorio, la
ropa en desuso de los roperos. Quedó la casa más vacía y pulcra.
Otra casa. Obdulio la veía trabajar con la boca cerrada o la
escuchaba desde su cama. Nunca le contestó una pregunta. Ella
comprendió el sentido de su silencio, era una venganza. Por eso
resolvió hacer todo el trabajo sin enojo.
-Si
usted no dice qué quiere hacer, lo hago yo solita, y nada de quejas
después.
-Si
no me habla, yo tampoco.
-Deje
de hacerse el caprichoso y coma, que casi se nos va al otro lado.
-Se
ha vuelto viejo y porfiado, yo me quedo hasta que usted se recupere,
después me voy.
-Yo
no sé por qué me quedo acá, si ni me mirás.
-Ya
sé, querés castigarme, no importa, me quedo igual, aunque no te
importe.
De
a poco, Mariagrazia volvió a ser Lila. Se sentía a gusto, casi como
antes. Ella no había pasado por terapia intensiva, pero también se
estaba recuperando de una larga enfermedad, la tristeza. Descubrió
su antiguo laboratorio en la casa de Obdulio. Así que había sido él
el comprador en el remate. Los recuerdos emergían a cada paso. Vio
cómo ese hombre se había atado a ella, durante años había estado
prisionero dentro de la historia que ella había intentado olvidar.
Esto
hizo él con el amor, pensó Lila. Llegó a la conclusión de que los
dos habían vivido petrificados, abrazados como los amantes de
Pompeya.
No
hay médico capaz de lograr la cura de una pena de amor, sin embargo,
allí estaban ellos dos recuperándose.
Obdulio
volvió a tener fuerzas, paseaba por el jardín, los días eran más
cortos y le daba gusto sentirse vivo. Observaba los cambios de la
casa. Ordenó el laboratorio, a su gusto, sacó sus cosas del cajón,
como le dijo ella que hiciera:
-Allí
están todas tus cosas, si no sacás pronto lo que te parece útil,
se van a la basura. ¿Para qué querés esos tubos y frascos de un
millón de años? Ahora usamos otros materiales. Es basura.
-Ah…
y esos cuadernos, si ya no los usás, para qué los guardás. Él los
ordenó con cuidado y los ató por año, desde el primero: El
cuaderno 1/1940. Después los puso en cajas con hojas de tabaco, para
que no los devorasen las polillas.
Lila
y Obdulio se fueron acomodando uno al otro, los amantes se sentían
acechados por los recuerdos. Pero estar otra vez juntos, no tenía
que ver sólo con el pasado, era algo que nacía, a mitad de camino
entre un abismo de silencio y las palabras.
Lila
no tenía las comodidades de la capital, en su propia casa, sin
embargo se quedaba, transformando todo, el jardín, la huerta, la
cocina, el laboratorio.
Después
de asear y ventilar, se entretuvo días con el jardín. Pensó que si
iba a estar allí debía considerar tener algo suyo. Y eligió
plantar un árbol, un limonero dulce de Andalucía.
El
limonero es un árbol que llevaron los árabes a España y le traía
recuerdos a Lila, por el aroma de la casa de sus abuelos. Por eso,
de paso por la ciudad encargó un ejemplar y cuando llegó, lo plantó
en el jardín, cerca de la galería. El limón se emplea en la cocina
y en la elaboración de perfumes, cremas y jabones, los hay de sabor
ácido y dulce. Ella eligió el dulce, que proviene de Málaga. El
limonero dulce es un árbol más redondeado con numerosas espinas,
cortas y fuertes, de hojas grandes y muy perfumado. Era la
representación del hombre que habitaba la casa. Ella lo cuidaría.
Estuvieron
seis meses viviendo juntos. Todo era escaso allí, las palabras y las
cosas. Obdulio mejoró su estado de salud, parecía más joven, pero
aún no le dirigía la palabra, temía hablar, discutir y despertar
del sueño, así que la miraba en silencio. Se sentaban uno frente
al otro en las comidas, las horas de la tarde las pasaban en el
jardín y una noche, ella lo tomó del brazo y se fueron a dormir
juntos. El silencio fue cómplice a la hora de abrazarse en la cama.
En
el pasado habían anudado el deseo y en la cama apretaron los nudos
otra vez. Los dos volvieron a ser como antes, íntimos, cariñosos.
Se tenían uno al otro, estaban desnudos, sin temores, ya no eran
jóvenes, sin embargo no les importaba la decadencia. El lucía su
delgadez, las carnes flácidas, las canas, ella tenía barriga y piel
de naranja. No se miraron para descubrirse, se conocían bien,
abrazados, se besaron como la primera vez.
Al
día siguiente, Lila se despertó temprano, tenía grandes planes
para compartir con él, preparó el desayuno, fue a despertarlo, pero
Obdulio no le habló. Lo llamó, se acercó a la cama y él no
respondió a su beso. Entonces estalló:
-¿Hasta
cuándo me vas a castigar?
-¿Y
lo de anoche? Tienen razón los que dicen que estás loco, ¡sí, sos
loco! Obdulio Quesada, el loco de la villa…
-Me
voy para siempre… Cuidate, porque no me vas a ver más.
Armó
su bolso, tomó las llaves del auto y se fue de la casa. Un ruido
cortó el silencio en dos, el portazo de Lila.
Obdulio
nunca supo qué le dijo Lila a la hija de ambos, pero la casa del
arroyo se escrituró a nombre de Marianne de Baux, como había dicho
él antes de enmudecer, y la cita de noviembre en la oficina de Di
Benedetto se canceló. De ahí en más, el profesor Obdulio se olvidó
de ellas, o lo intentó. Volvió a trabajar en el laboratorio,
dispuesto a recuperar su vida.
Veintinueve
MI
HORIZONTE
Tu
cuerpo es mi horizonte. Cuando me acerco, te alejás, pero mirándote
me siento contenido. Sos la bahía donde se mecen los sueños
abandonados. Te miro dormida, muy cerca de mi cuerpo. Ay Lila,
siempre que te veo dormir miro mis manos y trato de contenerlas para
no acariciarte y sacarte de ese mundo. Después, al despertar me
sonreís y yo me hago el dormido, juego a imaginar tu mirada, siento
tu respiración. Me abrazás, te hacés chiquita, acomodás tus
piernas debajo de las mías, te haces rollito que me empuja y te
abrazo.
Al
despertar, veo vacío tu lado de la cama, no está tu olor, ni tu
sexo, no estás como creía dormido hace instantes, no estás
conmigo, ni siquiera puedo levantarme a cerrar las cortinas. Dejo que
entre la luz y te recuerdo. Me abrazo por un instante más a la
emoción de estar juntos.
En
estos años no me he sentido tan solo como hoy. Hasta este amanecer,
cuando sentí que desaparecía el horizonte. Como si te hubieras ido
ayer.
Sé
que estás lejos, no digo perdida. Eso lo sé, sin embargo, este
sueño ha sido una revelación. Cuántos años he recordado cada día
que pasamos juntos, minuto a minuto. En realidad, he tratado de
revivir esos momentos con el margen de falsedad que les imprime la
memoria. Nunca un hecho se rememora con fidelidad, porque el tiempo
lo esconde en la niebla; al recordar uno es benévolo, oculta los
malos momentos, las accidentadas mañanas, el malhumor, los
caprichos, empequeñece lo que molesta o aflige, a menos que el enojo
y la rabia sean muy grandes.
¿Te
acordás, Lila, del día en que te empeñaste en que fuéramos al
río? Vos irías sola, después yo debía ir a buscarte como a un
amor furtivo, dijiste. Y es que no éramos más que eso, dos locos
enamorados que se ocultaban de los demás. Entonces dije que sí,
como siempre. Caminé hasta mi casa, después de cambiarme los
calzones por otros para nadar, recorrí las cuadras que me separaban
del puente, lo crucé tratando de recordar en qué lugar me habías
dicho.
A
veces, debo confesarte que no te escuchaba, tu parloteo me cae mal.
“Lila, basta de hablar, hay que concentrarse, hagamos las recetas
que nos pidió el boticario, basta de bla bla”. No sabía si debía
cruzar el río hacia el norte, allí donde se angosta y nos mojamos
apenas los tobillos o subir por la ladera, trepando justo donde están
las piedras que son como sapos gigantes. Entonces dije, pensé más
bien, que me busque ella. Y me tiré debajo de un sauce, tomé un
baño, fumé un par de cigarros y dormí la siesta. ¡Ay mamita, qué
enojo! Nunca te vi tan furiosa. Eras una chiquilla, no era para
tanto. Decías que te habías quedado sola, que es peligroso para una
chica, que el río es profundo y hay animales salvajes. No exageres,
que no estamos en África, te dije, si vos tuviste la idea, yo no te
encontré, eso es todo. Que no te molestaste en buscarme, que si
hubieras caminado en lugar de dormir, habríamos pasado un lindo
momento, que sos un viejo aburrido, dijiste. Diez años te llevo, no
son tantos. Te miré sin comprender, por qué un día maravilloso se
había transformado en una tragedia. No lo entendía.
No
alcanza con que diga “son cosas de mujeres”, porque es como decir
que todas son inconstantes, difíciles o incomprensibles, no. Aunque
andan investigando que las hormonas femeninas tienen algo que ver en
los cambios de humor. No lo sé, quizás sea cierto.
Vuelvo
al sueño, sos mi horizonte, tu cuerpo es la línea que separa el
cielo y la tierra. Ahora recuerdo también qué pasó después,
cuando te fuiste me dijiste no te quiero más. No te quiero, me
dijiste y caminaste sola los últimos cincuenta metros hasta tu casa.
Al día siguiente, fui a trabajar como si no hubiera pasado nada.
Vos
también hiciste como si no te hubieras enojado, nos pusimos a
verificar unas notas. Como al pasar dijiste que no habías dormido en
toda la noche y que leíste sobre los trabajos de un alemán o
austríaco antes de que empezara la guerra. Yo también te conté que
no había pegado un ojo y que había estado leyendo. En el transcurso
del día, apenas nos miramos, hasta que en un momento rozaste mi mano
izquierda y yo, con la excusa de buscar unos tubos, rodeé tu cintura
con mi brazo. Se había calmado la tormenta, volvimos a la rutina de
querernos así, sin hacer otra cosa que estar juntos y respirar.
Tu
cuerpo ausente es una línea borrosa, pienso, es el horizonte en la
niebla.
Treinta
POR
LOS NIÑOS
Los
años que siguieron fueron todos iguales para Obdulio. Llevó a cabo
la tarea de cuidar la casa, el jardín y la huerta, hacía sus
caminatas por el valle o las sierras y el trabajo en el laboratorio.
Comía bien y asistía regularmente a los controles médicos.
Mantenía los pocos amigos de la juventud que quedaban en la villa y
la lectura. A Marianne la veía los veranos, cuando llegaba a la
casa, desde Navidad hasta el inicio de las clases. Él pasaba por la
casa, miraba de lejos a los niños en el parque y la saludaba con un
ademán. Ignoraba si ella sabía la verdad. ¿Sabrá que soy su
padre?, pensaba mientras levantaba la mano con gesto tímido.
Un
día, se detuvo frente a la reja y Lucía lo llamó “abuelito”,
él se quedó helado, detrás apareció Marianne y lo invitó a
pasar. Ella era alegre, lo besó y presentó a los niños, los nombró
uno a uno, las menores eran sus hijas, Lucía y Mina. Habían pasado
siete años desde que Lila se había ido dando un portazo. Ahora
estaban frente a frente, él y su hija, y el encuentro no se parecía
en nada a lo imaginado tantas veces.
Hablaron
de cosas triviales sólo un momento y, al despedirse con alegría e
incomodidad, Marianne lo invitó a que fuera a visitarlos; él
prometió hacerlo. Fue a verlos a la semana siguiente con una caja de
limones dulces y un budín perfumado y tibio que había hecho para
los niños.
Desde
ese momento, siguió visitándolos, cada tanto se daba una vuelta por
la casa de Marianne o ella pasaba para ver si él necesitaba algo de
la capital. Al final del verano, en la época en que comenzaban las
clases, se despedían. Obdulio esperaba hasta el año siguiente para
verlos, aunque Marianne lo llamaba cada mes para conocer su estado de
salud y preguntarle qué necesitaba. En esos años, él nunca quiso
ir a celebrar la Navidad con la familia de su hija por no ver a Lila.
El
tiempo transcurrió sin más alegrías que ver a Marianne y jugar
con los niños.
-¿Vos
qué sos mío?, le preguntó un día uno de los mellizos.
-Tu
abuelito, si vos querés, ¿vos tenés abuelos en Córdoba?
-Sí,
la Abu, el abu Ernesto, que es el padre de mi papá, y las tías
Rosita y Nelita.
-Ah,
bueno, yo puedo ser tu otro abuelo, le dijo.
Las
chicas lo visitaron solas, o en grupo, lo miraban trabajar en el
laboratorio; algunas veces cocinaron juntos y comieron en su casa. Él
se sentía feliz. Tener familia fue una tabla de salvación para
Obdulio. La soledad cedía en el verano y rejuvenecía haciendo
budines o jabones para perfumar los cajones, se los llevaba de regalo
delicadamente envueltos en papeles de seda y atados con cintas bebé
de raso.
Si
pasaba los domingos cerca del mediodía, sacaba caramelos de los
bolsillos para los niños, los compraba en el bar, cuando iba a
tomar el vermut con los muchachos y leía el diario. Después del
fugaz encuentro, dejaba su dulce carga, y se despedía escuchando a
Marianne pedir a gritos que no comieran las golosinas, porque iban a
almorzar. Le divertía compartir la travesura con sus nietos, ya los
había adoptado a todos.
Hay
minúsculos milagros en la vida, como recuperar la alegría que
aparece y se desborda como un río durante el verano. Obdulio la
halló con los niños, cuando iba a caminar por las sierras, a
bañarse en el arroyo o a pescar con ellos. La felicidad no se
presenta cuando uno la espera.
Soy
feliz, pensaba Obdulio, me cansé de buscar oro donde no había más
que piedras, de interpretar en vano el plan de Dios. A pesar del
esfuerzo, allí no estaba la felicidad, en cambio ahora la atrapo al
tocar las manos de mi nieta. Sí, está en las manos delicadas de
Lucía y en los ojos de Mina, en la risa de los niños y en los besos
alegres de Marianne. Esto es ser feliz y no lo supe hasta ahora,
que soy viejo.
Un
día Marianne y su familia llegaron a Oro Sacro para quedarse, Lucía
andaba por los diez años. Antes habían pintado la casa, limpiaron
el jardín, pusieron plantas nuevas y colgaron un cartel que dice El
Paraíso. Cuando vio el camión de mudanzas, Obdulio supo que sería
feliz cada día que le quedara por vivir.
-¿Y
del tema de hablar con Marianne?, le preguntó su amigo Serafín, una
mañana en el bar.
-No,
mejor no, si hablo voy a arruinarlo. Así estamos bien. Que Lila le
haya dicho una cosa u otra a mí no me importa... Ella me demuestra
cariño, además, me deja ver a los chicos, confía en mí. Ellos no
me tratan como a un loco. No se burlan de mí, me quieren y yo los
adoro. De Lila, jamás hablamos. Marianne, tampoco dice nada.
Treinta
y uno
COSAS
DE CHICAS
I
-
¿Me traés un sobre de fiesta que está en la pieza de los
cachivaches? Está dentro de una caja de cartón con tapa floreada,
en la etiqueta dice: EMBAJADA. El sobre es una cartera de fiesta que
tiene unos papeles, los quiero revisar. Son papeles viejos que quiero
leer, no le digas a tu mamá. Ella espera que viva como un helecho,
sin hacer nada. Ya estoy bien, qué voy a hacer en la cama.
-
Abu, qué susto nos diste…
-Ya
pasó, escuchá mi amor, Lucía…
-Te
quiero mucho, mamina…
-
Yo también, mi amor, me hacés el favor, y no le digas a tu madre
que te pedí ese sobre. ¿Entendiste?
-
¡Como diga mi capitana! Sos terrible, Abu, se nota que ya estás
bien, estás capitaneando como siempre…
-
Es un sobre blanco con adornos de nácar y un broche dorado, tiene
recuerdos de mi juventud, papeles sin importancia… en la caja
además hay ropa, el vestido y creo que los guantes que usé en la
fiesta que dio el embajador de Francia y yo fui con Hugues… Esa
noche se me declaró y le dije que no, porque yo estaba enamorada de
otro… Y mirá, después me casé con él…
-
Bueno... ¡Basta de recuerdos!... Hablemos del presente. ¿A que no
sabés una cosa?… Estoy enamorada. ¿Querés que te cuente? Vas a
ser la primera en enterarte…
-
¿De qué hablan ustedes dos? ¿Se puede saber?
- Cosas de chicas, no preguntes, mamá…
II
-Te
traje estos limones, son dulces, de la planta que vos pusiste en mi
jardín.
-Gracias…
da muchos, parecen buenos…
-
Sí, son jugosos, y como casi no la he podado, ha hecho una copa
redonda, da muchas flores y los limones son deliciosos. Tiene
espinas, pero es muy generosa y perfumada. El año pasado estuvo
enferma, preparé una solución jabonosa y con eso anduvo bastante
bien. La fruta salió buena…
-
¿Cómo estás?
-Bien,
con algunos achaques, es la edad… Y vos…
-En
unos días voy a estar mejor. La neumonia es cosa seria, hay que
cuidarse mucho. A mí me agarró una recaída…
-Sí,
me dijo Marianne, ella va siempre a casa, es una buena hija…
-
¿Me alcanzás agua?
Obdulio
salió de la habitación de Lila y se derrumbó en el sillón de la
sala. Marianne llevó el vaso con agua. Él lloraba sin consuelo, no
podía hablar. El dolor enmudece, clausura la palabra y el silencio
se adueña de uno, sin embargo, no es el silencio por la ausencia de
sonidos, es un mar de susurros y de gritos sofocados. Entonces
sobreviene el llanto, se derrama libre y desata la voz.
Después,
se lavó la cara y regresó a la habitación para acompañar a Lila.
-No
pensé que fueras a venir…
-Cómo
no, cuando me avisó ella, le dije que me trajera.
Marianne
salió del dormitorio. Volvieron a estar solos. Lila sabía que para
que hablara debía callarse, que los hombres que son duros para
expresar las emociones, en general, se sueltan cuando escuchan el
silencio del otro y desenredan un soliloquio como una fervorosa
oración para algún dios invisible. Quizá por la costumbre de la
soledad, el monólogo le quedara mejor a Obdulio, como un saco viejo.
Qué
cosas dice un hombre que calló treinta y cuatro años:
-Nosotros,
Lila, ya somos grandes, pasó mucho tiempo pero seguimos unidos,
cómo no iba a venir a verte… Yo sé que fui flojo cuando te dejé
ir, no podía hablar, por eso escribí. Durante años escribí como
un poseído, a veces para librarme del dolor, otras, para recordarte…
debo confesar que no te había perdonado, no entendía qué te había
pasado, cómo saber que sufrías, siempre demostraste fortaleza... Me
cuesta hablar… no sentir vergüenza… Dicen que los hombres no
lloran, pero sufrir y llorar por una mujer es de hombre también. Si
no, qué soy yo que me pasé la vida como un alma en pena…
-Sabés,
Dulio, cuando volví a la casa de mis padres, sufrí otra clase de
dolor, estar sometida a la voluntad de otro… no poder decidir. Yo
que había conocido ciudades en guerra, creía que eso era lo peor
que podía ver en la vida, pero no... Fue cruel que decidieran por
nosotras dos, como si hubiéramos sido cosas de un inventario…Tuve
que ser muy fuerte…
-Te
busqué tanto, si yo hubiera sabido… Cuando no te buscaba, te
esperaba y escribía… Y lo extraño es que no te olvidé, a pesar
del desengaño… Nosotros que tuvimos la fantasía de transformar
el mundo, ni siquiera llegamos a estar juntos… Estos últimos años
pretendí ignorarte, sabés, porque yo había perdido la esperanza…
¿Y qué es la esperanza, me pregunté tantas veces? Y hoy lo sé: Es
no se sentirse un pobre diablo porque uno tiene un horizonte. Eras mi
ilusión, Lila, pero te fuiste otra vez… te fuiste de casa dando un
portazo…
-No
podía quedarme llorando toda la vida… Yo no quiero reproches, no
más dolor, no se puede...
-Lila,
me equivoqué, no supe…o no pude… me cuesta decir estas cosas y
no parecer una mujer…
-No,
Dulio, está bien… es mejor hablar.
Continuó
hilando él: Pretendí ir más allá de lo posible, trabajé en el
perfume perfecto, busqué oro en el río y en el laboratorio, y esos
intentos no fueron más que sendas engañosas, tanto como pensar que
había una sola manera de ser feliz, quedé preso… Sin embargo, hay
algo bueno, nunca me sentí solo… este amor amanece conmigo, cada
día…
-Verás,
decía él en su monólogo amoroso, hoy veo claro, seguimos
amarrados, ¿no es cierto? Nosotros somos como la enamorada del muro
y la pared, enlazados aunque no poseemos la misma naturaleza…
Después
de la pausa, le contó con sonrojo: En el laboratorio trabajé con
tus recetas, cuando voy a la sierra, aún recorro nuestros senderos,
en la casa tomo mates junto al limonero dulce y preparo los tés que
me enseñaste hacer… En el jardín cuido tus rosas. ¿Sabías que
mis rosas son esquejes de las tuyas? Las
de la casa de tu abuelo, y que
conservo tu laboratorio, el que antes había sido de don Casimiro,
lo cuidé, fui el custodio del pasado…
Para
encubrir la vergüenza del hombre, ella dijo: Yo te amarré, soy la
enamorada del muro, Dulio, y vos, la muralla.
Obdulio,
que admiraba la firmeza de Lila, observó su figura pequeña en la
cama y le dijo: No, vos sos la fortaleza…
Y
Lila escuchó de su boca, de la boca de él, cuánto la había
buscado, supo también que había ocultado la soledad y la pena por
su ausencia, por la falta de caricias en la piel endurecida.
Comprendió que Marianne y los niños lo habían sacado de la noche
que llaman locura, que su corazón estaba quebrado, al decir que ya
no le dolía la cama vacía, porque la imagen creada por él
suplantaba su presencia y que no era demencia, que eso era amor. El
amor es el oro que buscábamos, dijo él.
- El oro...
- El oro...
Y
agregó: ¿Qué te parece si venís unos días conmigo a la villa?...
Descansás... Hay unas anotaciones que quiero que leas... Si vieras,
en el jardín hay azahares y rosas...
- ¿Si... las rosas blancas?
- Menta... lavandas...
- A veces extraño los paseos por las sierras...el río que cruza el pueblo...
Hubo
un silencio penoso, sin embargo el alquimista lo venció.
- ¿Lila, te parece que es tarde para nosotros... digo, para empezar de nuevo?
EPÍLOGO
Les
he contado hasta aquí la historia del amor que vivieron Lila, la
abuela de mi mujer, y Obdulio, el abuelo de todos. Y se preguntarán
quién soy y qué hago. Soy Juan, Juani para mis amigos. Estuve
enamorado de Lucía desde que la vi por primera vez un verano en Oro
Sacro.
Un
día Lucía y yo, que no estudiamos farmacia como habíamos
fantaseado, aunque tenemos la vieja botica de la villa, decidimos
contar la historia que el alquimista había ocultado.
Obdulio
Quesada escribió mientras buscaba -fue un gran explorador- y dejó
una maraña de anotaciones que testimonian su vida y sus
investigaciones. Lo más claro en todas ellas es la imagen de Lila.
Algunas páginas son originales de los cuadernos, pero como escribió
miles, decidí seleccionar unas pocas y referir los hechos tal como
los pude recuperar en las sobremesas, en las interminables charlas de
las noches de verano, en El Paraíso, o durante las caminatas junto
al río con Obdulio. No ha sido sencillo separar historia y química,
alquimia y
ciencia; entre tantos datos científicos y esotéricos, aparecen sus
reflexiones sobre el amor y la vida. Y Lila, siempre.
Este
es el relato de un amor precioso y, tal como la piedra filosofal
perseguida por los alquimistas, capaz de convertir el plomo en oro.
He
sido fiel a la verdad tanto como se puede al revelar secretos
familiares, pero créanme nos darían igual la época, los nombres o
la autenticidad de los hechos, porque pienso que esta no es sólo una
historia sino todas, lo que nos importa verdaderamente es que haya
habido amor y, por supuesto, que ustedes lo crean.
Etiquetas: poesía, cuentos
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