Para la mayoría de las personas el tema de la muerte es tabú. Pocas, excepto los niños y los que disfrutan de las historias “de miedo” hablan de ello. Como si ignorándolo, dejara de existir la muerte y el irremediable fin de todo lo vivo. Otros piensan demasiado en ella y cada cosa que les sucede la interpretan como mal augurio, evitan gatos negros, escaleras, lechuzas, martes 13 para alejar a la innombrable.
Aquellos que conocen acerca
del mundo astral dejan de lado falsas creencias y se sienten confiados, dueños
de su destino. Aseguran que existen planos astrales o espirituales. Son planos superpuestos, según ellos, que tienen leyes iguales a las del mundo físico o
material y esto podría facilitarles entrar, transitar o residir en ellos. Y
volver a su casa en este plano, claro.
Gustav klimt |
Las niñas de las que hablaré fueron víctimas inocentes de las creencias y de los viajes astrales de una madre muy extraña y de una abuela bastante singular diría, por no emplear algún adjetivo que hiera los sentimientos de los creyentes del esoterismo.
Una mañana, Mary y Andy, las
niñas de mi historia, entraron a la cocina de la casa familiar, casa antigua y
amplia, de galerías y patios sucesivos, con grandes ventanales que dan a los
patios y jardines, herencia de fortunas familiares dilapidadas por tres
generaciones de hacendados venidos a menos, había en la cocina, como venía
diciendo, otra niña parada frente a la mesa, con cabellos largos y
trenzados y un vestido un poco pasado de moda. No las miraba, estaba muda, pálida. Se estarán dando cuenta de que se trataba del
espíritu de una bella criatura perdida entre planos, una muertita que
no podía hallar el camino definitivo. La
madre les explicó que se trataba de una pequeña que buscaba cómo llegar a su
lugar y despidió a las niñas corpóreas que debían ir al colegio y se quedó con
la otra, que nunca supieron cómo se marchó de la cocina y de la casa. Aunque pasaron varias noches desveladas esperando verla para preguntarle cómo se llamaba, jamás
regresó.
Otra vez, el sillón del abuelo
que había muerto quince días antes, se mecía, tal como lo había mecido él mismo en vida. Sabían
que no podía ser, pero se movía pausadamente, como antes. Fue un tiempo breve no más, porque se fue después de un mes. Tal vez no haya podido abandonar sus
cosas o no sabría que estaba muerto. La abuela, además, tenía largas
conversaciones con el difunto esposo que se le aparecía a los pies de la cama.
Viajar a la India, caminar por
sus calles y regresar para preparar el desayuno a las hijas y mandarlas a la
escuela, no era nada extraño en la vida de ellas y de la joven madre.
A esta altura del relato, se
preguntarán de qué va la historia, a continuación lo referiré.
Andy me conocía desde hacía muchos
años, también sabía de mi escepticismo, pero confió en mí porque no podía
contarle esto a otros sin que la creyeran loca.
Después de terminar la escuela
primaria, sus padres se habían separado, nunca más vieron al padre, suponían
que se había ido a buscar trabajo a otro pueblo. Era una época en que no había
cómo buscar a las personas sin recurrir a la policía y eso sólo si existía
algún delito o la desaparición, pero no era el caso. Sin teléfonos ni
direcciones, podrían haber vivido a cincuenta kilómetros sin verse jamás. Por
eso Andy convivió con su hermana y la madre hasta que se fue a estudiar a
Rosario.
Los primeros tiempos, les
contaron que vivía en San José y que trabajaba en una metalúrgica. Alguien dijo
también que había comprado un comercio y se había mudado a La Plata. Pero
después lo desmintieron. Más de una vez buscaron en guías telefónicas y
llamaron para ver si lo encontraban, sin éxito.
La madre trabajaba limpiando
casas, cocinando comida para los internados del hogar, vendía cosméticos o
cobraba los recibos del club. Ellas se criaron en un mundo femenino, entre
tías, la abuela materna, primas y las amigas de la madre. Una vida normal, pero
sin el padre. Normal es una manera de decir, porque la abuela era de esas
mujeres que curan enfermos o sanan con rezar unas oraciones al Santísimo; pero
no cobraba, por eso la policía no le decía nada, incluso alguna vez curó al hijo
del comisario, un niño de tres meses que había contraído una enfermedad muy
poco frecuente. Las personas del pueblo y de los pueblos vecinos iban en busca
de la sanación. Así era la vida en la casa de mis amigas, con rezos, enfermos
desahuciados, curas milagrosas, bálsamos sanadores, espíritus que deambulaban.
Los viajes astrales de Amalia, la madre de las niñas, encontrar espíritus en la cocina o en la galería
de la casa se volvieron tan frecuentes,
que las chicas dejaron de hacer caso. Tampoco les llamaban la atención
los visitantes diarios que esperaban el milagro de recuperar la salud o el
amor.
El día en que volví a ver a
Andy, supe que algo serio había sucedido. Han encontrado al padre, me dije. Lo intuí al verla, estaba rara, como ajena, ausente. Su voz me llevó al pasado, como cuando en secreto me contaba de aparecidos y espíritus vagabundos. Alguna vez
fui a dormir a la casona, pero no vi a ninguno, juro que no pegué un ojo, pero
no apareció ni uno solo. Tal vez era mi incredulidad lo que los espantaba. Aunque de niña tenía cierto
margen de duda, así que podrían haber estado a mi lado y no verlos, quizás me
haya dormido, pensaba.
Andy me encontró en el colegio,
yo salía y ella cruzó la plaza para saludarme. Me alegré por el encuentro y
quedamos en volver a vernos. Esa misma tarde volví a ir a la casona. Ya no quedaban
los frutales, ni las rosas. Algunos pájaros anidaban en los árboles del fondo y
cantaban hasta ensordecernos. Me llevó al patio, debajo del roble había tierra
removida y un ramo de flores frescas, no
entendía por qué en lugar de preparar café o unos mates, estábamos debajo del
árbol. Aquí está, me dijo. No se había ido a San José ni a La Plata, la voz
había cambiado, se la oía seca, sin emoción. Ella estaba igual, tal como la
recordaba, delgada, hermosa y triste. Siempre sus ojos delataban la pena del
alma. Andy desde la pérdida del padre no volvió a ser feliz. En ese momento recordé todo
lo que comentaban en casa, de golpe volví al pasado.
Adolfo se había casado siendo
muy joven con Amalia, tuvieron a Andy y a Mary y parecían felices viviendo con los padres de ella. Pero a la muerte del
suegro, tuvo que mantener solo a la familia. Todo estuvo bien hasta que Amalia
comenzó a cambiar, empezaron a aparecer los
muertos caminando por la casa y los jardines o sentados en los sillones de la
galería. Él no hacía caso o no le contaban para no disgustarlo. Las niñas se
acostumbraron pronto a esos fenómenos con la naturalidad con que los niños
aceptan lo que les toca vivir. Cuando se enfermó no fue al médico, eso lo
recuerdo bien porque lo hablaban mi madre y mis tías, que los remedios de Doña
Santina, la suegra, no lo iban a curar decían.
Una noche de mucha lluvia, Adolfo
desapareció de la casa y del pueblo. Volvimos a la escuela después de las
vacaciones de invierno, las calles de barro estaban imposibles de transitar.
Ese día Andy me dijo que las había abandonado. Y no hablamos más del tema hasta
que terminaron las clases. Hizo unas pocas referencias y nunca más lo hablamos. Durante el verano casi no nos vimos, ellas habían
dejado de ir al club.
Ahora estábamos allí paradas,
debajo del frondoso roble, escuchando los chillidos de las calandrias que temían
por sus pichones. Acá está, dijo. Debajo del árbol, por eso aparece todos los
días, no se quiere ir de la casa.
Hablamos siempre que vengo a visitarlo, me espera parado ahí donde estás vos
ahora, me pregunta y le cuento cómo me
va, qué hago, mis proyectos. Mamá sigue con él, nunca se dejaron de ver,
siempre se quisieron mucho, viste, por eso lo enterraron
en el patio para estar con él y no dejarlo ir. Él me aconsejó que estudiara,
que mamá vendiera los terrenos y se quedara con menos lotes, para qué tanto patio,
había que limpiar y quitar la maleza y ahora
estaba sola, era una manzana entera lo que teníamos; sólo el roble hay que
cuidar que no se seque, que no lo talen, este lote no se vende, como te darás
cuenta.
Después de contarle un poco de mi vida y de mi trabajo, nada interesantes, me fui cavilando. Vivir
sola no es fácil, yo no tengo ni vivos
ni muertos que me hagan compañía.
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