sábado, 18 de marzo de 2017

Capítulos 3 y 4 de 82/ 79 Los diarios del alquimista

Tres

I

NO TE VAYAS



-No te vayas, no te vayas…
Repetí la frase frente al vagón del tren que se ponía en marcha, como una plegaria; tantas veces he pronunciado esas palabras que a estas alturas ya han perdido valor. No te vayas, comenzó siendo un deseo, como si los deseos modificaran la realidad. Cuando me invadía el pesimismo, pensaba: “Por más que grite para que el ruego llegue al otro lado de las sierras, no pasará nada”.
Y no pasó nada. Porque te fuiste de la villa hace años, una tarde de febrero, y me quedé murmurando en el andén: No te vayas, fue una plegaria.
Quedé petrificado, pegado a ese momento como un fósil, mirando el tren que te llevó, como la vida que pasa y pasa y uno la mira irse no más. No te vayas pasó a ser, más tarde, un tal vez vuelva pronto, tal vez si las cosas no le salen tan bien como piensa.
Cada mañana repasé los hechos de la última noche, dijiste que te irías a estudiar a la capital, y yo que no era posible separarse así, y vos que sí, que te ibas porque aquí no teníamos futuro, que ya volveríamos a vernos, que una mujer no puede ser sólo ama de casa, tener sexo toda la vida con el mismo hombre y criar hijos como ordena el cura. Vos tenías ideas que otras no compartían. Te fuiste a estudiar y dijiste que entre nosotros no habría cambios, que me escribirías cada día.
Me da vergüenza desear tu fracaso, sos tan testaruda. Uno sabe cuando deja de estar en la vida del otro. Sufrí porque en el fondo sabía que lo ibas a conseguir y yo no iba a estar para acompañarte. Sos capaz de todo. No creo que hayas cambiado demasiado. Dejaste la casa de tus padres y el colegio de monjas para aprender con tu abuelo todo lo que él sabía sobre perfumería; así, dando muestras de coraje saliste manejando un coche y fuiste la primera mujer en la villa en tener auto. Renegaste de los gobiernos que impedían el voto femenino y de los militares por los relatos que hacían los soldados sobre la milicia o el servicio militar. Y con la misma imprudencia te acostaste conmigo. Fuimos amantes y, un día, me dejaste para ir a la capital a estudiar.
-Ser mujer no me impide nada, dijiste, te estoy oyendo. Me amaste poco, estoy seguro que yo te amé más.
Hoy el tiempo pasa lento entre manuscritos, fotografías, fórmulas y experimentos. Ni bien te fuiste, viajé a la capital, fui a buscarte; me interesó un curso que dictaban para los que iban a estudiar medicina y farmacia. Pensé que te iba a encontrar. No estabas en el aula V, pero me quedé igual. Circunstancias fortuitas cambian el curso de la vida, le dan sentido. Para mí, fue ese curso de química para principiantes. La vida, pienso ahora, es una serie de sucesos que a simple vista se perciben iguales, sin embargo, a veces sucede el prodigio.
El dolor por tu pérdida pasó a ser en una revisión del pasado, estática como un álbum fotográfico o como las cintas del cinematógrafo, luego fue un catálogo de reproches y estos fueron transmutando también, según aumentaba mi entusiasmo por la química. Sólo queda el recuerdo de la pasión.
Me reproché no haberte detenido, creer que ibas a volver porque no soportarías vivir sin mí, me reproché no haberte pedido matrimonio, si después de todo es lo que más quieren las mujeres. Lamenté tanto haber tenido este amor en secreto, por qué, por qué guardé el secreto hasta hoy.
Una mañana, viendo que no dabas señales, empecé a escribir este diario, es algo parecido a uno que leí una vez, lo hago para que, cuando estés aquí, puedas saber cuánto te he extrañado, en qué cosas pensé, cómo apareció el alquimista que había en mí.
De a poco, las notas han cambiado de tono y contenido, es verdad, fórmulas y anotaciones de química suplantan a las palabras de amor. Lecciones para los muchachos de la escuela, tareas y otros materiales. El amor está intacto, sin embargo debo confesar que el interés por experimentar y aprender fue en aumento. Salir a buscarte fue dejando de ser lo único importante en mi vida.
Cómo es el ser humano, casi me muero aquel día en la estación de ferrocarril y ahora te agradezco haber llegado hasta acá, de otro modo no sería químico. No te vayas pasó a ser el recuerdo tibio de mi amor por vos, Lila. Un lazo, un hilo.
Trabajé diez o doce horas diarias, en lugar de ir a la Universidad, no tuve el privilegio. Primero en una botica, el boticario me enseñó muchos secretos del oficio. En mis ratos libres salía a caminar para verte, deseaba, rogaba encontrarte cerca de la Escuela de Medicina. Después, trabajé en un laboratorio donde hacían pruebas con medicamentos y cremas para la piel.
Más tarde, me quedé sin empleo y volví a la villa. Dado mis conocimientos avanzados y la recomendación del viejo boticario, obtuve el cargo de profesor en la única escuela secundaria. Son unos pocos muchachos que, después de la graduación y con suerte, se irán también a la ciudad.
No te vayas, te voy a esperar toda la vida, te dije y me besaste. Una punzada me atravesó el corazón o el estómago, que para el caso es lo mismo, cuando comprendí que estabas cortando los lazos que nos tenían amarrados, que se iba la mujer de mi vida, como dicen.
Pensé que me moría allí mismo, en la estación, pensé que si caía muerto, fulminado junto a las vías, mi madre no sabría dónde estaba, que saldrían a buscarme al día siguiente, que no aparecería en los periódicos. Sin embargo y, muy a mi pesar, no morí en el andén, tuve pena de mí, pobre diablo enamorado. Un infeliz de mierda que llora por una mujer.
Lo que duele no es tu ausencia, no, duele que estés aquí, que no deshabitaste este cuerpo, esta mente.
Cuando hay una pérdida como la nuestra – porque vos también perdiste- lo que lastima es que el ausente (vos, Lila) no deja de estar presente en quien lo evoca (yo, Obdulio). Duele la lanza clavada en el costado, Lila. Cuando uno sufre la pérdida del que ha muerto, sabe que no volverá a verlo, en cambio, si el otro está vivo le queda la esperanza de que vuelva, de estar juntos, de amar otra vez. Y entonces duele más.
La persistencia del amor y la pasión, mientras transcurren los días y las noches, se funden como los metales y forman mezclas caprichosas e inestables; yo lo he visto con mis padres. El amor juvenil deviene en afecto, que se torna en asistencia fraterna y en solidaridad, se fusionan el cariño con el hastío y sobreviene la soledad, en los mejores casos.
Nosotros, en cambio, atravesamos este tiempo separados; y mi amor ha permanecido inalterable.
Inalterable, la mujer exquisita que me cubrió de perfumes y de besos la primera vez; intacta dentro de mi pequeño mundo. El oro que busco, Lila.

II
Cuando Obdulio se jubiló, pasaba los días en su casa, salía para comprar alimentos, ir al correo, caminar cuando anochecía o tomar el fresco en el puente sobre el brazo del río que cruza la calle. Ella nunca le escribió. Se había suscrito a revistas de ciencias y a Rider’s Digest, que le enviaban por correo, lo avergonzaba preguntar si había carta para él. ¿Quién le escribe don Obdulio?, le preguntaría el empleado del correo. Prefería guardar las formas y el secreto.
Dejó de esperar o más bien dejó de creer que ella lo recordara, tan ocupada estaría con su nueva vida. La ansiedad cedió, sobrevino la resignación. Luego, la tristeza opacó su carácter y el recuerdo se transformó en un arroyo cristalino como esos que bajan entre las piedras. A veces se le escapaba un suspiro y un No te vayas, aunque era imperceptible. Sólo se lo veía mover la cabeza.
Los niños nos acercábamos por curiosidad a su casa y nos explicaba los ensayos que hacía en el laboratorio. Había cambiado una pasión por otra. Sabía que lo creían loco, pero para él era un honor seguir los pasos de Paracelso, Hermes Trismegisto y de otros químicos más modernos que nombraba a menudo. A ellos también les dijeron locos, decía.
Loco también por amar a una mujer que no está, es irracional, sin embargo ¿hay algún otro modo de amar?, se preguntaba en sus cuadernos.
Él siguió amándola, creyó que volverían a estar juntos. Por eso escribía, para ella, aunque escribir también le servía para aclarar las ideas. Era la razón por la que anotaba fórmulas y el resultado de sus experimentos; alguna vez alguien vería sus progresos. Deseaba que ella supiera cuánto había aprendido, que lo admirara, que se sintiera orgullosa de él.
En su casa de viejo soltero, siguió viviendo con ella, entre recuerdos.

Cuatro

FLORES BLANCAS

Cuando Lila se movía por la casa desprendía perfumes de los más diversos, según en qué tareas estuviera ocupada. Algunas veces cuando destilaba, olía a especias o a hierbas aromáticas, a orégano, a romero o tomillo; otras, al extender sus brazos humedecidos, exhalaba fragancias de aceites frutales, naranjas, limas, a flores verdes como el jacinto, el narciso o el lirio de los valles. En cambio, cuando se desnudaba exhalaba aromas a flores blancas. Así Obdulio se había enamorado de Lila. Su cuerpo era una amalgama que olía a huertos, a flores de los valles, a hierbas de las sierras, decía él.
Andaba muy segura por la sala, en la cocina o en el jardín, mientras trabajaba, como una mujer ordinaria. Preparaba el almuerzo empleando las verduras que se cultivaban en la casa con las que acompañaba las carnes, cocinaba por puro gusto. Era buena cocinera. Todo es resultado de procesos químicos, le decía a él. Cuando las tareas se acumulaban en el taller, era invitado a comer frugalmente. Después Obdulio se iba a almorzar con su madre, para no darle explicaciones. Trabajaba unas horas como asistente de laboratorio, cuando no ayudaba en la carpintería de don Tomás García.
Que las flores blancas, le explicó Lila a él un día, tienen más perfume que las otras, son exuberantes y huelen de manera decididamente femenina. Que era una de ellas, le dijo Obdulio, porque ya tenía suficiente confianza.
Obdulio enumeraba especies, arriesgaba nombres, como juego, para halagarla.
-Flor de tangerina, azahar del naranjo o del limero; madreselva, jazmín, nardo, hueles a flor del mandarino, alcanfor o karissa. ¿Cuál de todas es mi Lila?
-No sé dígalo usted, me siento más cerca de las frutas y de las raíces de la canela. Embriagaba y lo sabía bien, aunque se hacía la desentendida. Se dedicó a fabricar perfumes por influencia de su abuelo, de él había heredado libros, esencias y el laboratorio con todas sus botellas, alambiques, destiladores, instrumentos y trastos; aprendió, como antes lo habían hecho las primeras mujeres alquimistas y perfumistas.
-No es extraño que lo hagas bien, prueba con esas notas, le decía el abuelo, y ella lo hacía.
El tiempo pasó y el abuelo ya no estaba para enseñarle sobre el arte de la perfumería. Entonces, después de heredar las propiedades familiares, se mudó, para seguir con la costumbre de producir fragancias y cremas y de atender los jardines cultivados con flores y toda clase de hierbas aromáticas. Lila era feliz. Al amante le pesaba que la pasión por la perfumería le restara tiempo a sus encuentros amorosos.
Obdulio la había visto una mañana de abril a la salida de la tienda y la siguió; el viento le tiraba el cabello hacia atrás y se lo revolvía, caminó detrás de ella y vio que entraba en la casa de los Aguirre. Era Lila, la nieta de don Casimiro y de doña Rufina Dueñas de Aguirre. Ahora vivía sola, con una vieja criada. Tras la muerte de sus abuelos se había instalado en la villa de modo permanente, a pesar de la negativa de sus padres.
Los Aguirre habían sido una familia influyente, descendientes de los primeros pobladores que llegaron a Córdoba con los jesuitas y se dedicaron, entre otras tareas, a buscar oro en las vetas auríferas de las sierras, en las inmediaciones del río La Candelaria. La tradición familiar fue trabajar en las minas mientras duró el impulso extractivo, o en el campo para mantener, sino la riqueza, el prestigio familiar. Durante siete generaciones habían contraído matrimonio sólo con españoles de la zona o llegados de la Península y emparentados con otros de probada reputación.
Desconfiaban de los inmigrantes estos señores que aún se consideraban españoles, sobre todo de los italianos. A los franceses, que no eran tantos por allí, los aceptaban y requerían por sus conocimientos probados en perfumería. Pero no querían nada a los italianos que se iban asentando de a poco en la provincia.
El problema que afligió a la familia Aguirre fue que la única hija de don Casimiro, Gardenia, se casó sin su consentimiento con un italiano que se dedicaba a criar cerdos y a cultivar vides. El italiano vivía en una colonia a tres días a caballo de la casa de Gardenia. Se habían conocido una mañana en que el joven llevó un pedido al laboratorio. La grasa de cerdo era requerida para hacer enfleurage y don Casimiro empleaba abundante grasa blanqueada y desodorizada. En ese entonces, fabricaba perfumes con un sistema antiguo de extracción de aceites esenciales, el enflorado o enfleurage.
Antonio Delapietra, el italiano de Colonia Caroya, era el padre de Lila, enamorado de Gardenia, la convenció para que huyeran juntos, porque no querrían casarla con un tano recién llegado y con olor a chancho, eso le dijo, y ella aceptó, porque conocía lo estricto que era don Casimiro. Llevaban ocho meses de encuentros furtivos y se fugaron.
El día de la fuga, él había llevado grasa y embutidos al pueblo, se encontró con Gardenia detrás de la iglesia y le avisó a ella que huirían. Después de hacer las entregas, Antonio no volvió a tomar la ruta de regreso a la colonia, se quedó descansando a la orilla de un arroyo, debajo de los árboles. Pasó la noche allí hasta las cinco de la mañana, mirando las estrellas y planificando el futuro. Gardenia, temerosa de que la oyeran sus padres, lo esperó sentada en la cocina, lejos de las habitaciones. Se llevaría un pequeño bolso tejido con muy poca ropa.
Amanecía, los amantes huyeron hacia el sur. Cuando don Casimiro advirtió el secuestro de su hija, salió con la escopeta, disparó unos tiros al aire pero los novios se fueron cortando campo. A pocos kilómetros, Antonio devolvió el animal a un amigo y tomaron el Ford T que le habían prestado sus primos Ricciardi. Se casaron en la soledad de una capilla pequeña del siglo XVII, en Villa Las Palmas, estaban ellos y el cura. Nadie más.
Regresaron a la casa de Casimiro Aguirre, con una niña de tez muy blanca y ojos color avellana con matices verdes y grises. Era Mariagrazia, fue Lila para los abuelos.
Antonio llegó con su familia a la casa de don Aguirre en el nuevo Ford A que había ido a buscar personalmente a la primera fábrica Ford, recientemente instalada en La Boca. Ya no era el chico de la grasa y los salames, era un hombre que había progresado y pronto sería rico.
-Che diranno?
-Pero, Antonio, no van a decir nada, ya está, nos fuimos y tenemos una hija. Además, nos casamos como Dios manda.
-Non m’ interessa. Che dicano quel che dicano… altrimenti andiamo a casa.




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