Tres
I
NO
TE VAYAS
-No
te vayas, no te vayas…
Repetí
la frase frente al vagón del tren que se ponía en marcha, como una
plegaria; tantas veces he pronunciado esas palabras que a estas
alturas ya han perdido valor. No te vayas, comenzó siendo un deseo,
como si los deseos modificaran la realidad. Cuando me invadía el
pesimismo, pensaba: “Por más que grite para que el ruego llegue al
otro lado de las sierras, no pasará nada”.
Y
no pasó nada. Porque te fuiste de la villa hace años, una tarde de
febrero, y me quedé murmurando en el andén: No te vayas, fue una
plegaria.
Quedé
petrificado, pegado a ese momento como un fósil, mirando el tren que
te llevó, como la vida que pasa y pasa y uno la mira irse no más.
No te vayas pasó a ser, más tarde, un tal vez vuelva pronto, tal
vez si las cosas no le salen tan bien como piensa.
Cada
mañana repasé los hechos de la última noche, dijiste que te irías
a estudiar a la capital, y yo que no era posible separarse así, y
vos que sí, que te ibas porque aquí no teníamos futuro, que ya
volveríamos a vernos, que una mujer no puede ser sólo ama de casa,
tener sexo toda la vida con el mismo hombre y criar hijos como ordena
el cura. Vos tenías ideas que otras no compartían. Te fuiste a
estudiar y dijiste que entre nosotros no habría cambios, que me
escribirías cada día.
Me
da vergüenza desear tu fracaso, sos tan testaruda. Uno sabe cuando
deja de estar en la vida del otro. Sufrí porque en el fondo sabía
que lo ibas a conseguir y yo no iba a estar para acompañarte. Sos
capaz de todo. No creo que hayas cambiado demasiado. Dejaste la casa
de tus padres y el colegio de monjas para aprender con tu abuelo todo
lo que él sabía sobre perfumería; así, dando muestras de coraje
saliste manejando un coche y fuiste la primera mujer en la villa en
tener auto. Renegaste de los gobiernos que impedían el voto femenino
y de los militares por los relatos que hacían los soldados sobre la
milicia o el servicio militar. Y con la misma imprudencia te
acostaste conmigo. Fuimos amantes y, un día, me dejaste para ir a
la capital a estudiar.
-Ser
mujer no me impide nada, dijiste, te estoy oyendo. Me amaste poco,
estoy seguro que yo te amé más.
Hoy
el tiempo pasa lento entre manuscritos, fotografías, fórmulas y
experimentos. Ni bien te fuiste, viajé a la capital, fui a buscarte;
me interesó un curso que dictaban para los que iban a estudiar
medicina y farmacia. Pensé que te iba a encontrar. No estabas en el
aula V, pero me quedé igual. Circunstancias fortuitas cambian el
curso de la vida, le dan sentido. Para mí, fue ese curso de química
para principiantes. La vida, pienso ahora, es una serie de sucesos
que a simple vista se perciben iguales, sin embargo, a veces sucede
el prodigio.
El
dolor por tu pérdida pasó a ser en una revisión del pasado,
estática como un álbum fotográfico o como las cintas del
cinematógrafo, luego fue un catálogo de reproches y estos fueron
transmutando también, según aumentaba mi entusiasmo por la química.
Sólo queda el recuerdo de la pasión.
Me
reproché no haberte detenido, creer que ibas a volver porque no
soportarías vivir sin mí, me reproché no haberte pedido
matrimonio, si después de todo es lo que más quieren las mujeres.
Lamenté tanto haber tenido este amor en secreto, por qué, por qué
guardé el secreto hasta hoy.
Una
mañana, viendo que no dabas señales, empecé a escribir este
diario, es algo parecido a uno que leí una vez, lo hago para que,
cuando estés aquí, puedas saber cuánto te he extrañado, en qué
cosas pensé, cómo apareció el alquimista que había en mí.
De
a poco, las notas han cambiado de tono y contenido, es verdad,
fórmulas y anotaciones de química suplantan a las palabras de amor.
Lecciones para los muchachos de la escuela, tareas y otros
materiales. El amor está intacto, sin embargo debo confesar que el
interés por experimentar y aprender fue en aumento. Salir a buscarte
fue dejando de ser lo único importante en mi vida.
Cómo
es el ser humano, casi me muero aquel día en la estación de
ferrocarril y ahora te agradezco haber llegado hasta acá, de otro
modo no sería químico. No
te vayas
pasó a ser el recuerdo tibio de mi amor por vos, Lila. Un lazo, un
hilo.
Trabajé
diez o doce horas diarias, en lugar de ir a la Universidad, no tuve
el privilegio. Primero en una botica, el boticario me enseñó muchos
secretos del oficio. En mis ratos libres salía a caminar para verte,
deseaba, rogaba encontrarte cerca de la Escuela de Medicina. Después,
trabajé en un laboratorio donde hacían pruebas con medicamentos y
cremas para la piel.
Más
tarde, me quedé sin empleo y volví a la villa. Dado mis
conocimientos avanzados y la recomendación del viejo boticario,
obtuve el cargo de profesor en la única escuela secundaria. Son unos
pocos muchachos que, después de la graduación y con suerte, se irán
también a la ciudad.
No
te vayas, te voy a esperar toda la vida, te dije y me besaste. Una
punzada me atravesó el corazón o el estómago, que para el caso es
lo mismo, cuando comprendí que estabas cortando los lazos que nos
tenían amarrados, que se iba la mujer de mi vida, como dicen.
Pensé
que me moría allí mismo, en la estación, pensé que si caía
muerto, fulminado junto a las vías, mi madre no sabría dónde
estaba, que saldrían a buscarme al día siguiente, que no aparecería
en los periódicos. Sin embargo y, muy a mi pesar, no morí en el
andén, tuve pena de mí, pobre diablo enamorado. Un infeliz de
mierda que llora por una mujer.
Lo
que duele no es tu ausencia, no, duele que estés aquí, que no
deshabitaste este cuerpo, esta mente.
Cuando
hay una pérdida como la nuestra – porque vos también perdiste-
lo que lastima es que el ausente (vos, Lila) no deja de estar
presente en quien lo evoca (yo, Obdulio). Duele la lanza clavada en
el costado, Lila. Cuando uno sufre la pérdida del que ha muerto,
sabe que no volverá a verlo, en cambio, si el otro está vivo le
queda la esperanza de que vuelva, de estar juntos, de amar otra vez.
Y entonces duele más.
La
persistencia del amor y la pasión, mientras transcurren los días y
las noches, se funden como los metales y forman mezclas caprichosas e
inestables; yo lo he visto con mis padres. El amor juvenil deviene en
afecto, que se torna en asistencia fraterna y en solidaridad, se
fusionan el cariño con el hastío y sobreviene la soledad, en los
mejores casos.
Nosotros,
en cambio, atravesamos este tiempo separados; y mi amor ha
permanecido inalterable.
Inalterable,
la mujer exquisita que me cubrió de perfumes y de besos la primera
vez; intacta dentro de mi pequeño mundo. El oro que busco, Lila.
II
Cuando
Obdulio se jubiló, pasaba los días en su casa, salía para comprar
alimentos, ir al correo, caminar cuando anochecía o tomar el fresco
en el puente sobre el brazo del río que cruza la calle. Ella nunca
le escribió. Se había suscrito a revistas de ciencias y a Rider’s
Digest,
que
le enviaban por correo,
lo
avergonzaba preguntar si había carta
para
él. ¿Quién le escribe don Obdulio?, le preguntaría el empleado
del correo. Prefería guardar las formas y el secreto.
Dejó
de esperar o más bien dejó de creer que ella lo recordara, tan
ocupada estaría con su nueva vida. La ansiedad cedió, sobrevino la
resignación. Luego, la tristeza opacó su carácter y el recuerdo se
transformó en un arroyo cristalino como esos que bajan entre las
piedras. A veces se le escapaba un suspiro y un No
te vayas,
aunque era imperceptible. Sólo se lo veía mover la cabeza.
Los
niños nos acercábamos por curiosidad a su casa y nos explicaba los
ensayos que hacía en el laboratorio. Había cambiado una pasión por
otra. Sabía que lo creían loco, pero para él era un honor seguir
los pasos de Paracelso, Hermes Trismegisto y de otros químicos más
modernos que nombraba a menudo. A ellos también les dijeron locos,
decía.
Loco
también por amar a una mujer que no está, es irracional, sin
embargo ¿hay algún otro modo de amar?, se preguntaba en sus
cuadernos.
Él
siguió amándola, creyó que volverían a estar juntos. Por eso
escribía, para ella, aunque escribir también le servía para
aclarar las ideas. Era la razón por la que anotaba fórmulas y el
resultado de sus experimentos; alguna vez alguien vería sus
progresos. Deseaba que ella supiera cuánto había aprendido, que lo
admirara, que se sintiera orgullosa de él.
En
su casa de viejo soltero, siguió viviendo con ella, entre recuerdos.
Cuatro
FLORES
BLANCAS
Cuando
Lila se movía por la casa desprendía perfumes de los más diversos,
según en qué tareas estuviera ocupada. Algunas veces cuando
destilaba, olía a especias o a hierbas aromáticas, a orégano, a
romero o tomillo; otras, al extender sus brazos humedecidos,
exhalaba fragancias de aceites frutales, naranjas, limas,
a flores verdes como el jacinto, el narciso o el lirio de los valles.
En cambio, cuando se desnudaba exhalaba aromas a flores blancas. Así
Obdulio se había enamorado de Lila. Su cuerpo era una amalgama que
olía a huertos, a flores de los valles, a hierbas de las sierras,
decía él.
Andaba
muy segura por la sala, en la cocina o en el jardín, mientras
trabajaba, como una mujer ordinaria. Preparaba el almuerzo empleando
las verduras que se cultivaban en la casa con las que acompañaba las
carnes, cocinaba por puro gusto. Era buena cocinera. Todo es
resultado de procesos químicos, le decía a él. Cuando las tareas
se acumulaban en el taller, era invitado a comer frugalmente. Después
Obdulio se iba a almorzar con su madre, para no darle explicaciones.
Trabajaba unas horas como asistente de laboratorio, cuando no ayudaba
en la carpintería de don Tomás García.
Que
las flores blancas, le explicó Lila a él un día, tienen más
perfume que las otras, son exuberantes y huelen de manera
decididamente femenina. Que era una de ellas, le dijo Obdulio, porque
ya tenía suficiente confianza.
Obdulio
enumeraba especies, arriesgaba nombres, como juego, para halagarla.
-Flor
de tangerina, azahar del naranjo o del limero; madreselva, jazmín,
nardo, hueles a flor del mandarino, alcanfor o karissa. ¿Cuál de
todas es mi Lila?
-No
sé dígalo usted, me siento más cerca de las frutas y de las raíces
de la canela. Embriagaba y lo sabía bien, aunque se hacía la
desentendida. Se dedicó a fabricar perfumes por influencia de su
abuelo, de él había heredado libros, esencias y el laboratorio con
todas sus botellas, alambiques, destiladores, instrumentos y trastos;
aprendió, como antes lo habían hecho las primeras mujeres
alquimistas y perfumistas.
-No
es extraño que lo hagas bien, prueba con esas notas, le decía el
abuelo, y ella lo hacía.
El
tiempo pasó y el abuelo ya no estaba para enseñarle sobre el arte
de la perfumería. Entonces, después de heredar las propiedades
familiares, se mudó, para seguir con la costumbre de producir
fragancias y cremas y de atender los jardines cultivados con flores y
toda clase de hierbas aromáticas. Lila era feliz. Al amante le
pesaba que la pasión por la perfumería le restara tiempo a sus
encuentros amorosos.
Obdulio
la había visto una mañana de abril a la salida de la tienda y la
siguió; el viento le tiraba el cabello hacia atrás y se lo
revolvía, caminó detrás de ella y vio que entraba en la casa de
los Aguirre. Era Lila, la nieta de don Casimiro y de doña Rufina
Dueñas de Aguirre. Ahora vivía sola, con una vieja criada. Tras la
muerte de sus abuelos se había instalado en la villa de modo
permanente, a pesar de la negativa de sus padres.
Los
Aguirre habían sido una familia influyente, descendientes de los
primeros pobladores que llegaron a Córdoba con los jesuitas y se
dedicaron, entre otras tareas, a buscar oro en las vetas auríferas
de las sierras, en las inmediaciones del río La Candelaria. La
tradición familiar fue trabajar en las minas mientras duró el
impulso extractivo, o en el campo para mantener, sino la riqueza, el
prestigio familiar. Durante siete generaciones habían contraído
matrimonio sólo con españoles de la zona o llegados de la Península
y emparentados con otros de probada reputación.
Desconfiaban
de los inmigrantes estos señores que aún se consideraban españoles,
sobre todo de los italianos. A los franceses, que no eran tantos por
allí, los aceptaban y requerían por sus conocimientos probados en
perfumería. Pero no querían nada a los italianos que se iban
asentando de a poco en la provincia.
El
problema que afligió a la familia Aguirre fue que la única hija de
don Casimiro, Gardenia, se casó sin su consentimiento con un
italiano que se dedicaba a criar cerdos y a cultivar vides. El
italiano vivía en una colonia a tres días a caballo de la casa de
Gardenia. Se habían conocido una mañana en que el joven llevó un
pedido al laboratorio. La grasa de cerdo era requerida para hacer
enfleurage
y don Casimiro empleaba abundante grasa blanqueada y desodorizada. En
ese entonces, fabricaba perfumes con un sistema antiguo de extracción
de aceites esenciales, el enflorado o enfleurage.
Antonio
Delapietra, el italiano de Colonia Caroya, era el padre de Lila,
enamorado de Gardenia, la convenció para que huyeran juntos, porque
no querrían casarla con un tano recién llegado y con olor a
chancho, eso le dijo, y ella aceptó, porque conocía lo estricto que
era don Casimiro. Llevaban ocho meses de encuentros furtivos y se
fugaron.
El
día de la fuga, él había llevado grasa y embutidos al pueblo, se
encontró con Gardenia detrás de la iglesia y le avisó a ella que
huirían. Después de hacer las entregas, Antonio no volvió a tomar
la ruta de regreso a la colonia, se quedó descansando a la orilla de
un arroyo, debajo de los árboles. Pasó la noche allí hasta las
cinco de la mañana, mirando las estrellas y planificando el futuro.
Gardenia, temerosa de que la oyeran sus padres, lo esperó sentada en
la cocina, lejos de las habitaciones. Se llevaría un pequeño bolso
tejido con muy poca ropa.
Amanecía,
los amantes huyeron hacia el sur. Cuando don Casimiro advirtió el
secuestro de su hija, salió con la escopeta, disparó unos tiros al
aire pero los novios se fueron cortando campo. A pocos kilómetros,
Antonio devolvió el animal a un amigo y tomaron el Ford T que le
habían prestado sus primos Ricciardi. Se casaron en la soledad de
una capilla pequeña del siglo XVII, en Villa Las Palmas, estaban
ellos y el cura. Nadie más.
Regresaron
a la casa de Casimiro Aguirre, con una niña de tez muy blanca y ojos
color avellana con matices verdes y grises. Era Mariagrazia, fue Lila
para los abuelos.
Antonio
llegó con su familia a la casa de don Aguirre en el nuevo Ford A
que había ido a buscar personalmente a la primera fábrica Ford,
recientemente instalada en La Boca. Ya no era el chico de la grasa y
los salames, era un hombre que había progresado y pronto sería
rico.
-Che
diranno?
-Pero,
Antonio, no van a decir nada, ya está, nos fuimos y tenemos una
hija. Además, nos casamos como Dios
manda.
-Non
m’ interessa. Che dicano quel che dicano… altrimenti andiamo a
casa.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario