Escribir una novela es arriesgado; crear un mundo y sus personajes, un salto que puede ser arriesgado y fatal. Vamos a ver qué pasa con ella.
Les cuento que Obdulio y Lila son creíbles, amorosos, humanos. Todos los datos que aparecen han sido investigados para crear el contexto adecuado, porque la historia (no la novela/ el relato) comienza en la década del 40 del siglo pasado en un pueblo imaginado de la provincia de Córdoba, en la Argentina. El mundo en el que se mueven los protagonistas es el de la perfumería, la alquimia, los inventos. Son creadores, transforman la realidad y, a la vez, su propia vida.
Ojalá que el amor que recorre las páginas los encuentre cuando menos lo esperen.
Uno
EL PARAÍSO
Obdulio
Quesada siempre fue un tipo singular, en la villa tuvo reputación de
chiflado. No lo conocían, es decir, conocían algunas de sus
facetas, pero un hombre es mucho más que lo que deja entrever. Tras
las capas de su apariencia pintoresca, encerraba secretos que no
quería revelar. No se supo hasta muchos años después de su retiro
lo que ocultaba. Cuando compró El Paraíso empezó a manifestarse el
misterio.
El
Paraíso es el nombre de una casa que tiene como límites el arroyo y
las sierras, está en Córdoba, al norte de la capital. El paraíso
para Obdulio fue además el recuerdo de lo amado, el destino del que
persigue una quimera.
Lucía
y Mina nos esperaban leyendo o jugando a las cartas en la casa del
arroyo, durante la siesta. Nos bañábamos hasta que les daban
permiso para salir, no nos aburríamos. Pato, Angelito, Corcho, Mina,
Lucía y yo fuimos inseparables durante las vacaciones de verano en
Oro Sacro.
Cuando
apretaba el calor, entrábamos por el fondo de la casa o abríamos la
puerta de hierro del patio, lentamente para que chirriara lo menos
posible, caminábamos en fila india agachados, la madre de nuestras
amigas dormitaba en un sillón de la sala; las macetas de helechos y
de malvones alineadas en las ventanas desfiguraban las siluetas,
mientras pasábamos. Una casa con arroyo en el patio que tenía como
límite las sierras cordobesas era un paraíso para quienes vivíamos
en una casita cerca de la ruta, tan cerca que si los autos
estacionaban en la banquina nos veían dormir o comer.
A
nosotros a los diez u once años, nos alimentaban la curiosidad y la
alegría. Nos alegraban las vacaciones, aunque no había juguetes
nuevos, teníamos con quien jugar. La vida es así decía mi madre,
unos lo tienen todo, otros apenas tenemos para comer. Con el peso de
esas palabras, íbamos a jugar con Mina y Lucía, las pibas más
lindas y divertidas. La dicha era prestada, según la mirada de mi
madre, pero a eso no le dábamos importancia.
En
la villa Oro Sacro, los chicos componíamos la mayoría de la
población desde diciembre hasta marzo. Pueblo serrano exclusivo, con
casonas de alquiler o chalets de los que vivían en la capital y el
caserío de los pobres, de los trabajadores.
Las
familias ricas tenían muchos hijos y los más pobres, también;
éramos un montón para jugar y eso nos gustaba. Los del Paraíso
eran cinco hermanos, cuando nos conocimos, Lucía tenía casi once
años, Mina nueve, Jesús y Leo, los mellizos, catorce, y Pepo, ya
estaba en primer año de la facultad. Vivían todos juntos, pero los
varones eran hijos del padre de las chicas. Nosotros, Pedro, Luli,
Nani, Pato y yo, que teníamos entre nueve y diecisiete.
Jugábamos
todo el día en las calles de tierra, en el arroyo, sobre el puente y
debajo de él, en la playa. Divertirnos era nuestro modo de vivir.
Atacábamos con las bolitas de los paraísos en la Gran Guerra o en
la Segunda Guerra Mundial y las chicas, que normalmente estaban
excluidas de esos combates, nos salvaban la vida en los hospitales
de campaña. Como ellas participaban en las guerrillas, después
teníamos que jugar a la mamá, a la oficina o a los novios. Ensayos,
espejos de lo que veíamos en la televisión y en la vida de los
adultos. Por eso creo que enamorarme de Lucía fue parte del juego.
Así
transcurrían nuestros días, a veces, las travesuras nos ponían al
límite del peligro, como cuando fue lo de Jorgito, el hermano del
Corcho. Era un pibe flaco y despeinado, con el mechón de pelo que le
tapaba el ojo derecho. Vago, intrépido, parecía criado en el monte.
Él nos acompañaba en las caminatas, iba detrás del grupo, porque
tenía cuatro años menos y no queríamos llevarlo. Hablaba poco,
pero se le ocurrían las cosas más increíbles. Una vez trepó la
pared oeste de la sierra, la más pedregosa, y nos dejó sin aliento;
cuando lo vimos, nos separaban de él unos quince metros.
Gato,
le decíamos y él se reía. Jorgito, el Gato, se salvó de milagro
una tarde de enero, se lo había llevado la corriente en el brazo
ancho del río. Cuando vienen las tormentas se desprenden pedazos de
materia, barro y piedras bajan de las sierras con el agua, el alud
arrastra todo lo que encuentra a su paso. También se lo llevó al
Gato y todos salimos a buscarlo. Esa tarde conocimos a las chicas,
Lucía y Mina, mis amigas.
Habían
venido a vivir a la casa del arroyo hacía poco tiempo. Decían que
la habían comprado unos de la capital. Al principio, la habitaban
nada más que tres meses al año. Un día pintaron la fachada de
color rosa y colocaron el cartel que decía El Paraíso, entonces se
quedaron a vivir. Antes de eso, cuando nadie vivía allí, nos
metíamos por atrás, desde octubre nos bañábamos en el arroyo; el
Gato se tiraba al agua desde las piedras, en la parte más profunda,
o dormíamos la siesta apretujados en una hamaca de lona con rayas
gastadas.
La
primera vez que vi a Lucía, me declaré fatalmente enamorado. A los
once años uno sabe pocas cosas, pero son algunas de las más
importantes, como que uno quiere a esa chica y a ninguna otra.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario