jueves, 16 de marzo de 2017

Novela para leer: 82/79 Los diarios del alquimista. Capítulo 1

A partir de hoy empezaré a publicar uno a uno los capítulos de la novela. Espero que me acompañen en este proyecto.
Escribir una novela es arriesgado; crear un mundo y sus personajes, un salto que puede ser arriesgado y fatal. Vamos a ver qué pasa con ella.
Les cuento que Obdulio y Lila son creíbles, amorosos, humanos. Todos los datos que aparecen han sido investigados para crear el contexto adecuado, porque la historia (no la novela/ el relato) comienza en la década del 40 del siglo pasado en un pueblo imaginado de la provincia de Córdoba, en la Argentina. El mundo en el que se mueven los protagonistas es el de la perfumería, la alquimia, los inventos. Son creadores, transforman la realidad y, a la vez, su propia vida.
Ojalá que el amor que recorre las páginas los encuentre cuando menos lo esperen.


Uno
EL PARAÍSO

Obdulio Quesada siempre fue un tipo singular, en la villa tuvo reputación de chiflado. No lo conocían, es decir, conocían algunas de sus facetas, pero un hombre es mucho más que lo que deja entrever. Tras las capas de su apariencia pintoresca, encerraba secretos que no quería revelar. No se supo hasta muchos años después de su retiro lo que ocultaba. Cuando compró El Paraíso empezó a manifestarse el misterio.
El Paraíso es el nombre de una casa que tiene como límites el arroyo y las sierras, está en Córdoba, al norte de la capital. El paraíso para Obdulio fue además el recuerdo de lo amado, el destino del que persigue una quimera.
Lucía y Mina nos esperaban leyendo o jugando a las cartas en la casa del arroyo, durante la siesta. Nos bañábamos hasta que les daban permiso para salir, no nos aburríamos. Pato, Angelito, Corcho, Mina, Lucía y yo fuimos inseparables durante las vacaciones de verano en Oro Sacro.
Cuando apretaba el calor, entrábamos por el fondo de la casa o abríamos la puerta de hierro del patio, lentamente para que chirriara lo menos posible, caminábamos en fila india agachados, la madre de nuestras amigas dormitaba en un sillón de la sala; las macetas de helechos y de malvones alineadas en las ventanas desfiguraban las siluetas, mientras pasábamos. Una casa con arroyo en el patio que tenía como límite las sierras cordobesas era un paraíso para quienes vivíamos en una casita cerca de la ruta, tan cerca que si los autos estacionaban en la banquina nos veían dormir o comer.
A nosotros a los diez u once años, nos alimentaban la curiosidad y la alegría. Nos alegraban las vacaciones, aunque no había juguetes nuevos, teníamos con quien jugar. La vida es así decía mi madre, unos lo tienen todo, otros apenas tenemos para comer. Con el peso de esas palabras, íbamos a jugar con Mina y Lucía, las pibas más lindas y divertidas. La dicha era prestada, según la mirada de mi madre, pero a eso no le dábamos importancia.
En la villa Oro Sacro, los chicos componíamos la mayoría de la población desde diciembre hasta marzo. Pueblo serrano exclusivo, con casonas de alquiler o chalets de los que vivían en la capital y el caserío de los pobres, de los trabajadores.
Las familias ricas tenían muchos hijos y los más pobres, también; éramos un montón para jugar y eso nos gustaba. Los del Paraíso eran cinco hermanos, cuando nos conocimos, Lucía tenía casi once años, Mina nueve, Jesús y Leo, los mellizos, catorce, y Pepo, ya estaba en primer año de la facultad. Vivían todos juntos, pero los varones eran hijos del padre de las chicas. Nosotros, Pedro, Luli, Nani, Pato y yo, que teníamos entre nueve y diecisiete.
Jugábamos todo el día en las calles de tierra, en el arroyo, sobre el puente y debajo de él, en la playa. Divertirnos era nuestro modo de vivir. Atacábamos con las bolitas de los paraísos en la Gran Guerra o en la Segunda Guerra Mundial y las chicas, que normalmente estaban excluidas de esos combates, nos salvaban la vida en los hospitales de campaña. Como ellas participaban en las guerrillas, después teníamos que jugar a la mamá, a la oficina o a los novios. Ensayos, espejos de lo que veíamos en la televisión y en la vida de los adultos. Por eso creo que enamorarme de Lucía fue parte del juego.
Así transcurrían nuestros días, a veces, las travesuras nos ponían al límite del peligro, como cuando fue lo de Jorgito, el hermano del Corcho. Era un pibe flaco y despeinado, con el mechón de pelo que le tapaba el ojo derecho. Vago, intrépido, parecía criado en el monte. Él nos acompañaba en las caminatas, iba detrás del grupo, porque tenía cuatro años menos y no queríamos llevarlo. Hablaba poco, pero se le ocurrían las cosas más increíbles. Una vez trepó la pared oeste de la sierra, la más pedregosa, y nos dejó sin aliento; cuando lo vimos, nos separaban de él unos quince metros.
Gato, le decíamos y él se reía. Jorgito, el Gato, se salvó de milagro una tarde de enero, se lo había llevado la corriente en el brazo ancho del río. Cuando vienen las tormentas se desprenden pedazos de materia, barro y piedras bajan de las sierras con el agua, el alud arrastra todo lo que encuentra a su paso. También se lo llevó al Gato y todos salimos a buscarlo. Esa tarde conocimos a las chicas, Lucía y Mina, mis amigas.
Habían venido a vivir a la casa del arroyo hacía poco tiempo. Decían que la habían comprado unos de la capital. Al principio, la habitaban nada más que tres meses al año. Un día pintaron la fachada de color rosa y colocaron el cartel que decía El Paraíso, entonces se quedaron a vivir. Antes de eso, cuando nadie vivía allí, nos metíamos por atrás, desde octubre nos bañábamos en el arroyo; el Gato se tiraba al agua desde las piedras, en la parte más profunda, o dormíamos la siesta apretujados en una hamaca de lona con rayas gastadas.
La primera vez que vi a Lucía, me declaré fatalmente enamorado. A los once años uno sabe pocas cosas, pero son algunas de las más importantes, como que uno quiere a esa chica y a ninguna otra.


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