martes, 21 de marzo de 2017

Capítulo 6 de 82/ 79 Los diarios del alquimista

Seis
LILA
Lentamente bajó de la cama y caminó hasta el chiffonier donde tenía los frascos con cremas y perfumes delicados. Desnuda brillaba en la oscuridad. Se movía serena. Tomó un pote blanco de crema con esencias de lavanda y romero. Era una sustancia suave que comenzó a hacer correr por sus piernas, por los brazos. Después, se volvió hasta mí y en el borde de la cama, tomó mis manos como si fueran suyas, las frotó con aceites y desprendieron aromas frutales. Se acostó a mi lado, dejábamos parte de la untuosidad en el otro cuerpo y en las sábanas de hilo.
La habitación olía a huertos, a jardines; me susurró que la siguiera en el juego. La seguí desde ese día. No conocíamos el amor y retozábamos como aprendices torpes. Yo en ella, en los espacios de su cuerpo aprendí a morir y a resucitar. Mientras deponíamos los prejuicios para abandonamos a la fiesta, besé sus pies alargados, sus dedos delgados, me detuve en sus rodillas, besé su pubis, rocé su vientre con mi barba, seguí hasta su boca. Yo la amo desde el primer día en que la vi, porque camina como camina, se ríe con alegría insolente, burbujea, explota debajo de mi cuerpo. Por eso yo la amo.
Le gustaba extender sustancias delicadas sobre su piel, oler a cítrico o a duraznos. Es una alquimista, pensé la primera vez, que ensaya. Probaba con sus sentidos lociones y extractos, se untaba con cremas y bálsamos, observaba cómo respondían su piel y la mía. Lo que preparaba en el laboratorio, lo aplicaba en nosotros. Avivaba la pasión con sus fragancias.
Nada me gusta más que tus perfumes, le había dicho en el laboratorio. Me gusta la suavidad de tu piel, le dije después, en el dormitorio. No sabía qué otra cosa decir. Sentía mi alma desbordarse. Ya en la cama, es el amor que triunfa sobre la soledad, le susurré. Ella sonrió, volvió su cuerpo, que estaba junto al mío, y se apretujó contra mí.
Hacía rato que quería fumar y me había prohibido hacerlo en la casa, entonces salí a caminar mientras ella dormía. El aire fresco me ayudaba a pensar. Bajé por la calle, caminé detrás de la iglesia, de frente se veían las siluetas de las sierras, más que ver uno intuye las formas, me senté en el puente, como cuando era chico, con las piernas colgando, para escuchar los grillos y las ranas. Los aromas de las hierbas me recordaron a Lila. Pensé que estaría dormida, desnuda y perfumada.
Cómo no amarla. Es como el paisaje, esta mujer es el paisaje donde quiero habitar, pensé o dije en voz alta, no sé. Un ruido me llamó la atención. Eran las diez de la noche y supuse que mi madre me habría dejado la cena sobre la mesa de la cocina. Era un auto. Tuve que correrme para que el Ford negro que entraba a la villa no me atropellara. Oí que el tipo me insultó, aunque no entendí lo que dijo, y le contesté. Por suerte no se bajó, yo no estaba para pelear, quería experimentar la laxitud de mi cuerpo, no pelear. Estuve quieto unos minutos más en el puente y regresé a mi casa.
Después, nos amamos mucho, mucho no es la palabra, sino con copioso deleite, con alegría, con honestidad, como cachorros. Sí, nos amamos como chiquillos. Siempre en su casa, lejos de la mirada de los demás. Esa noche, la primera, comprendí que mi vida es ella, que nada tendrá sentido si Lila no está.

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