Seis
LILA
Lentamente
bajó de la cama y caminó hasta el chiffonier
donde tenía los frascos con cremas y perfumes delicados. Desnuda
brillaba en la oscuridad. Se movía serena. Tomó un pote blanco de
crema con esencias de lavanda y romero. Era una sustancia suave que
comenzó a hacer correr por sus piernas, por los brazos. Después, se
volvió hasta mí y en el borde de la cama, tomó mis manos como si
fueran suyas, las frotó con aceites y desprendieron aromas
frutales. Se acostó a mi lado, dejábamos parte de la untuosidad en
el otro cuerpo y en las sábanas de hilo.
La
habitación olía a huertos, a jardines; me susurró que la siguiera
en el juego. La seguí desde ese día. No conocíamos el amor y
retozábamos como aprendices torpes. Yo en ella, en los espacios de
su cuerpo aprendí a morir y a resucitar. Mientras deponíamos los
prejuicios para abandonamos a la fiesta, besé sus pies alargados,
sus dedos delgados, me detuve en sus rodillas, besé su pubis, rocé
su vientre con mi barba, seguí hasta su boca. Yo la amo desde el
primer día en que la vi, porque camina como camina, se ríe con
alegría insolente, burbujea, explota debajo de mi cuerpo. Por eso yo
la amo.
Le
gustaba extender sustancias delicadas sobre su piel, oler a cítrico
o a duraznos. Es una alquimista, pensé la primera vez, que ensaya.
Probaba con sus sentidos lociones y extractos, se untaba con cremas y
bálsamos, observaba cómo respondían su piel y la mía. Lo que
preparaba en el laboratorio, lo aplicaba en nosotros. Avivaba la
pasión con sus fragancias.
Nada
me gusta más que tus perfumes, le había dicho en el laboratorio.
Me gusta la suavidad de tu piel, le dije después, en el dormitorio.
No sabía qué otra cosa decir. Sentía mi alma desbordarse. Ya en
la cama, es el amor que triunfa sobre la soledad, le susurré. Ella
sonrió, volvió su cuerpo, que estaba junto al mío, y se apretujó
contra mí.
Hacía
rato que quería fumar y me había prohibido hacerlo en la casa,
entonces salí a caminar mientras ella dormía. El aire fresco me
ayudaba a pensar. Bajé por la calle, caminé detrás de la iglesia,
de frente se veían las siluetas de las sierras, más que ver uno
intuye las formas, me senté en el puente, como cuando era chico, con
las piernas colgando, para escuchar los grillos y las ranas. Los
aromas de las hierbas me recordaron a Lila. Pensé que estaría
dormida, desnuda y perfumada.
Cómo
no amarla. Es como el paisaje, esta mujer es el paisaje donde quiero
habitar, pensé o dije en voz alta, no sé. Un ruido me llamó la
atención. Eran las diez de la noche y supuse que mi madre me habría
dejado la cena sobre la mesa de la cocina. Era un auto. Tuve que
correrme para que el Ford negro que entraba a la villa no me
atropellara. Oí que el tipo me insultó, aunque no entendí lo que
dijo, y le contesté. Por suerte no se bajó, yo no estaba para
pelear, quería experimentar la laxitud de mi cuerpo, no pelear.
Estuve quieto unos minutos más en el puente y regresé a mi casa.
Después,
nos amamos mucho, mucho no es la palabra, sino con copioso deleite,
con alegría, con honestidad, como cachorros. Sí, nos amamos como
chiquillos. Siempre en su casa, lejos de la mirada de los demás. Esa
noche, la primera, comprendí que mi vida es ella, que nada tendrá
sentido si Lila no está.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario