sábado, 20 de septiembre de 2014

Bichos

Escondidos en las rocas, entre grietas azulinas, donde llega el agua de los deshielos pero no la luz, están siempre. Son unos seres extraños porque viven ocultos, a veces los  podemos ver,  pero es mejor tratar de que no lo adviertan. Todavía no se sabe cómo nos perciben. Los seres humanos no vemos con los ojos sino con el cerebro,  en cambio, es sabido que los animales, sí. Algunos lugareños nos hablaron de ellos, dicen que se parecen a los tarsios porque poseen ojos enormes, tienen la ventaja de dar vuelta el cuello 180° para vigilar durante las noches, como los búhos,  pero estos viven en las áreas tropicales; o tal vez se acerquen más a la especie bufo que son escuerzos repugnantes. La historia que relataré tiene que ver con estos  monstruos de las piedras.
No sé si ustedes han tenido una experiencia parecida, si no les pasó, ojalá no les suceda. Estábamos de vacaciones en la montaña. Hacía varios días que recorríamos la zona con un viejo peugeot 304, automóvil que marchaba por la gracia de dios y de un mecánico amigo. La cosa es que teníamos que llegar a Purmamarca, andábamos recorriendo caminos alejados de las rutas asfaltadas, sacando fotografías, admirando el paisaje. En eso el coche se detuvo. Nos miramos angustiados, pero teníamos la intención de enfrentar con optimismo lo que ocurriera. Todo es parte de la aventura, éste es nuestro lema.
Como el peugeot no quería arrancar y estaba cayendo el sol, decidimos hacer fuego y pasar la noche en un lugar protegido, un alero rocoso que seguramente habría servido de refugio a otros caminantes y a tribus del lugar hace cientos de años. Como sea, dijimos, aquí nos quedaremos  hasta mañana.
Teníamos el calor que proporcionaba  la pequeña hoguera, unas galletas de pan, queso y vino. No se precisaba otra cosa, aunque yo deseaba tener una cama limpia y unas mantas más que las que habíamos comprado en una feria esa tarde. Después de comer pequeñas porciones de pan y algo de queso, decidimos que mejor sería guardarlos por si se prolongaba la espera.
Transcurrió la primera noche sin inconvenientes, por la mañana, desarmamos las improvisadas camas, buscamos más leña para mantener el fuego encendido y tomamos café, el poco que quedaba en el termo, aunque ya estaba frío. Debo ser sincera, yo los vi esa primera noche, aunque mi marido diga que no, yo los vi. En el transcurso del día intentamos comunicarnos, no había señal, por supuesto. Organizamos turnos para estar vigilando la ruta que pasaba más abajo. Es poco transitada, pero los pueblos se comunican a través de ella. En esa época no había cosecha, seguramente el ir y venir es intenso en el verano o en temporada alta para el turismo. En esa época, no.
Preparé unos mates, calenté agua en un jarro de acero que siempre llevamos  en nuestros viajes y habría tomado unos dos o tres, cuando los vi. Entre las piedras, un resplandor. Primero pensé que eran libélulas que tienen tan grandes los ojos que  son como cascos; libélulas, porque pueden  mirar a 360° o, me dije, tal vez sean muchos ojos los que me miran. No mostraban más que eso. Me quedé paralizada, con la vista fija en ellos. No se movían. Yo tampoco. Cuando llegó mi marido, le conté. No creyó  nada de lo que le había dicho.
Todo el día esperamos la llegada de algún baqueano. Había animales pastando cerca, pero por algún motivo no se acercaban al alero. Yo creía conocer el motivo, eran esos pequeños seres quienes los alejaban  del lugar.  Las horas transcurrían monótonas, íbamos hasta la punta del camino y  volvíamos  siempre con la mirada anhelante en la ruta. Así transcurrió el  primer día.
A la noche, volvimos a repetir el ritual de transformar el campamento en dormitorio. Acostumbrados a acampar, ése no era el problema. Pero los bichos seguían allí y sólo  yo los podía ver.  No sabía qué eran y qué podrían hacernos. Quizá fueran carniceros, por eso los animales no llegaban al alero, no se veía desechos de llamas o vicuñas, pero sí algo parecido a lo que defecan los murciélagos. Murciélagos, claro, podrían ser murciélagos.
Pasaron dos días desde que el viejo automóvil se había quedado en medio de la montaña. Perdidos, sin alimentos masticamos algunas hojas de coca que llevábamos como souvenir. El hambre se demoraba en llegar, no teníamos comida, la suciedad, la ropa  inadecuada, la falta de  utensilios nos preocupaba, pero el dormir mal, el alerta permanente era agotador. Decidimos dormir y vigilar por turnos. Al menos uno de los dos descansaría. El problema para mí eran ellos, esos pequeños monstruos que no se dejaban ver, pero que siempre me miraban. Pasaba las horas preguntándome cómo serían, tendrían cola, orejas grandes, alas, hocico, garras; podía estar segura de que eran pequeños porque vivían entre las piedras.



Ahora estoy sola, él decidió por los dos. Iría caminando  hasta encontrar ayuda,  uno de nosotros debería seguir insistiendo con el peugeot. Darle  arranque, una, dos, tres veces y esperar. Así,  repetir la acción, dejar,  porque podía estar apunado. Me quedé sola. Lo vi alejarse, esquivar las piedras  que obstaculizan el paso, descansar a la sombra de algún árbol achaparrado, pude verlo hasta que los pinos y alisos del cerro me lo permitieron. Llegaría hasta la ruta dando la vuelta a las estribaciones rosadas, encontraría un paso próximo o un  atajo, siempre que  no se equivocara y se perdiera en la selva. Confiaría en su maravilloso sentido de orientación.
No sé cuántos días van, sigo mirando la grieta, sé que me espían sin parar. Ignoro cuándo vendrá mi esposo, me abandonó aquí, en la alta montaña; quizá él tampoco llegó a destino. Frente a mí el camino está cada vez más lejano, pienso que no nos encontrarán más. Los pastizales parecen siluetas humanas, se agitan, se doblan, me ilusiono con la llegada y el rescate. Debo tener fe, me digo. Sin embargo, son ellos los que me dan fuerzas para no dejarme vencer por la situación. Sin ellos ya me hubiera abandonado, pero, no. Si me duermo, ellos  van a venir sobre mí. Cuando me duerma, saldrán y caminarán por mi cuerpo. Querrán devorarme, pienso en lo peor. El alero les pertenece. Son los monstruos de las rocas, me digo. No puedo cerrar los ojos, porque sus ojos no se cerraron hasta ahora, me siguen mirando. No tendré descanso si no dejan de mirarme.
Por eso escribo, no paro de escribir, les cuento la historia para que tengan cuidado, si vienen a la montaña no se aparten de la ruta principal, porque es mejor no  cruzarse  con ellos; escribo para contar una aventura, también para disfrutar del hecho de escribir. Comencé en tiempo pasado por razones lógicas, superado el problema, a salvo,  acabaría el cuento en el hotel y lo publicaría, de ser posible, en alguna comunidad de escritores. Sin embargo, pienso amargamente que no sucederá así. No sé  si podré terminarlo, cómo seguir la historia si yo ya no tengo fuerzas. Uno tiene dominio sobre lo que escribe, pero la vida no es literatura y muchas veces sobreviene lo inesperado, hasta lo fatal.
Me siento débil y cansada.Ya están saliendo de su escondite. Son cientos, miles,  avanzan como ejércitos, los ojos saltones resplandecen. Ya subieron hasta la rodilla de la pierna izquierda, trato de sacarlos con el pie derecho pero unos cuantos se lanzan sobre él y no lo puedo mover, me han inoculado su veneno, pienso. Siento la irritación inicial en la piel,  una especie de mareo.  Dejan sobre mi cuerpo una sustancia  como baba blanca, grasosa y venenosa que, ahora  recuerdo porque lo he leído en algunas obras de zoología, puede llegar a provocar la muerte. Paralizada, los veo cerca de mi cara, no quiero mirarlos. Por fin, me decido y cierro los ojos.



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