Escondidos en las rocas, entre grietas azulinas, donde llega
el agua de los deshielos pero no la luz, están siempre. Son unos seres extraños
porque viven ocultos, a veces los podemos ver, pero es mejor tratar de que no lo adviertan.
Todavía no se sabe cómo nos perciben. Los seres humanos no vemos con los ojos
sino con el cerebro, en cambio, es
sabido que los animales, sí. Algunos lugareños nos hablaron de ellos, dicen que
se parecen a los tarsios porque poseen ojos enormes, tienen la ventaja de dar
vuelta el cuello 180° para vigilar durante las noches, como los búhos, pero estos viven en las áreas tropicales; o
tal vez se acerquen más a la especie bufo que son escuerzos repugnantes. La
historia que relataré tiene que ver con estos
monstruos de las piedras.
No sé si ustedes han tenido una experiencia parecida, si no
les pasó, ojalá no les suceda. Estábamos de vacaciones en la montaña. Hacía
varios días que recorríamos la zona con un viejo peugeot 304, automóvil que
marchaba por la gracia de dios y de un mecánico amigo. La cosa es que teníamos
que llegar a Purmamarca, andábamos recorriendo caminos alejados de las rutas
asfaltadas, sacando fotografías, admirando el paisaje. En eso el coche se
detuvo. Nos miramos angustiados, pero teníamos la intención de enfrentar con optimismo
lo que ocurriera. Todo es parte de la aventura, éste es nuestro lema.
Como el peugeot no quería arrancar y estaba cayendo el sol,
decidimos hacer fuego y pasar la noche en un lugar protegido, un alero rocoso
que seguramente habría servido de refugio a otros caminantes y a tribus del
lugar hace cientos de años. Como sea, dijimos, aquí nos quedaremos hasta mañana.
Teníamos el calor que proporcionaba la pequeña hoguera, unas galletas de pan,
queso y vino. No se precisaba otra cosa, aunque yo deseaba tener una cama
limpia y unas mantas más que las que habíamos comprado en una feria esa tarde. Después
de comer pequeñas porciones de pan y algo de queso, decidimos que mejor sería
guardarlos por si se prolongaba la espera.
Transcurrió la primera noche sin inconvenientes, por la
mañana, desarmamos las improvisadas camas, buscamos más leña para mantener el
fuego encendido y tomamos café, el poco que quedaba en el termo, aunque ya
estaba frío. Debo ser sincera, yo los vi esa primera noche, aunque mi marido
diga que no, yo los vi. En el transcurso del día intentamos comunicarnos, no
había señal, por supuesto. Organizamos turnos para estar vigilando la ruta que
pasaba más abajo. Es poco transitada, pero los pueblos se comunican a través de
ella. En esa época no había cosecha, seguramente el ir y venir es intenso en el
verano o en temporada alta para el turismo. En esa época, no.
Preparé unos mates, calenté agua en un jarro de acero que
siempre llevamos en nuestros viajes y
habría tomado unos dos o tres, cuando los vi. Entre las piedras, un resplandor.
Primero pensé que eran libélulas que tienen tan grandes los ojos que son como cascos; libélulas, porque pueden mirar a 360° o, me dije, tal vez sean muchos
ojos los que me miran. No mostraban más que eso. Me quedé paralizada, con la
vista fija en ellos. No se movían. Yo tampoco. Cuando llegó mi marido, le
conté. No creyó nada de lo que le había dicho.
Todo el día esperamos la llegada de algún baqueano. Había animales pastando cerca, pero por algún motivo no se acercaban al alero. Yo
creía conocer el motivo, eran esos pequeños seres quienes los alejaban del lugar. Las horas transcurrían monótonas, íbamos hasta
la punta del camino y volvíamos siempre con la mirada anhelante en la ruta. Así
transcurrió el primer día.
A la noche, volvimos a repetir el ritual de transformar el
campamento en dormitorio. Acostumbrados a acampar, ése no era el problema. Pero
los bichos seguían allí y sólo yo los
podía ver. No sabía qué eran y qué podrían
hacernos. Quizá fueran carniceros, por eso los animales no llegaban al alero, no se veía
desechos de llamas o vicuñas, pero sí algo parecido a lo que defecan los
murciélagos. Murciélagos, claro, podrían ser murciélagos.
Pasaron dos días desde que el viejo automóvil se había
quedado en medio de la montaña. Perdidos, sin alimentos masticamos algunas
hojas de coca que llevábamos como souvenir. El hambre se demoraba en llegar, no
teníamos comida, la suciedad, la ropa inadecuada, la falta de utensilios nos preocupaba, pero el dormir mal,
el alerta permanente era agotador. Decidimos dormir y vigilar por turnos. Al
menos uno de los dos descansaría. El problema para mí eran ellos, esos pequeños
monstruos que no se dejaban ver, pero que siempre me miraban. Pasaba las horas
preguntándome cómo serían, tendrían cola, orejas grandes, alas, hocico, garras; podía estar segura de que eran pequeños porque vivían
entre las piedras.
Ahora estoy sola, él decidió por los dos. Iría caminando hasta encontrar ayuda, uno de nosotros debería
seguir insistiendo con el peugeot. Darle arranque, una, dos, tres veces y esperar. Así,
repetir la acción, dejar, porque podía estar apunado. Me quedé sola. Lo
vi alejarse, esquivar las piedras que
obstaculizan el paso, descansar a la sombra de algún árbol achaparrado, pude
verlo hasta que los pinos y alisos del cerro me lo permitieron. Llegaría hasta
la ruta dando la vuelta a las estribaciones rosadas, encontraría un paso
próximo o un atajo, siempre que no se equivocara y se perdiera en la selva.
Confiaría en su maravilloso sentido de orientación.
No sé cuántos días van, sigo mirando la grieta, sé que me espían sin parar. Ignoro cuándo vendrá mi esposo, me abandonó aquí,
en la alta montaña; quizá él tampoco llegó a destino. Frente a mí el camino está cada vez más
lejano, pienso que no nos encontrarán más. Los pastizales parecen siluetas
humanas, se agitan, se doblan, me ilusiono con la llegada y el rescate. Debo
tener fe, me digo. Sin embargo, son ellos los que me dan fuerzas para no
dejarme vencer por la situación. Sin ellos ya me hubiera abandonado, pero, no.
Si me duermo, ellos van a venir sobre mí. Cuando
me duerma, saldrán y caminarán por mi cuerpo. Querrán devorarme, pienso en lo peor. El alero les
pertenece. Son los monstruos de las rocas, me digo. No puedo cerrar los ojos, porque sus
ojos no se cerraron hasta ahora, me siguen mirando. No tendré descanso si no dejan de mirarme.
Por eso escribo, no paro de escribir, les cuento la historia
para que tengan cuidado, si vienen a la montaña no se aparten de la ruta principal,
porque es mejor no cruzarse con ellos; escribo para contar una aventura, también para disfrutar del hecho de escribir. Comencé en tiempo pasado por razones lógicas, superado el problema, a salvo, acabaría el cuento en el hotel y lo publicaría, de ser posible, en alguna comunidad de escritores. Sin embargo, pienso amargamente que no sucederá así. No sé si podré terminarlo, cómo seguir la historia si yo ya no tengo fuerzas. Uno tiene dominio sobre lo que escribe, pero la vida no es literatura y muchas veces sobreviene lo inesperado, hasta lo fatal.
Me siento débil y cansada.Ya están saliendo de su escondite. Son cientos, miles, avanzan como ejércitos, los ojos saltones resplandecen. Ya subieron hasta la rodilla de la pierna izquierda, trato de sacarlos con el pie derecho pero unos cuantos se lanzan sobre él y no lo puedo mover, me han inoculado su veneno, pienso. Siento la irritación inicial en la piel, una especie de mareo. Dejan sobre mi cuerpo una sustancia como baba blanca, grasosa y venenosa que, ahora recuerdo porque lo he leído en algunas obras de zoología, puede llegar a provocar la muerte. Paralizada, los veo cerca de mi cara, no quiero mirarlos. Por fin, me decido y cierro los ojos.
Me siento débil y cansada.Ya están saliendo de su escondite. Son cientos, miles, avanzan como ejércitos, los ojos saltones resplandecen. Ya subieron hasta la rodilla de la pierna izquierda, trato de sacarlos con el pie derecho pero unos cuantos se lanzan sobre él y no lo puedo mover, me han inoculado su veneno, pienso. Siento la irritación inicial en la piel, una especie de mareo. Dejan sobre mi cuerpo una sustancia como baba blanca, grasosa y venenosa que, ahora recuerdo porque lo he leído en algunas obras de zoología, puede llegar a provocar la muerte. Paralizada, los veo cerca de mi cara, no quiero mirarlos. Por fin, me decido y cierro los ojos.
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