Hace días que llueve. No podemos salir porque el canal que
corre por la calle nos deja de un lado o
de otro. Los que estamos en las quintas
hemos quedado aislados. El barrio no queda muy lejos del centro de la ciudad,
pero parece otro país, otro mundo. Por las dudas siempre tenemos provisiones, el
botiquín por si alguien se accidenta, analgésicos para mitigar los dolores de
cabeza que tiene mi madre frecuentemente, aunque hace un tiempo que no la
atacan.
Llueve de modo lento
y persistente, más que agua pareciera que algún líquido viscoso cae desde los techos que nos cubren. Sólo nos asomamos por las ventanas o las puertas
entreabiertas para ver si deja de caer agua o si alguien de la municipalidad
llega a rescatarnos. Esto no sucedía
antes, en algún momento el agua se adueñó de la calle y aquí quedamos atascados.
Estamos insensibles al amor, al sexo y al hambre desde que
nos cerraron la calle y no pudimos cruzar. La atmósfera pesada y gris nos
produce sueño, no hacemos más que dormir, casi no comemos, nos hemos olvidado del
hambre aquí abajo, con este sopor de siesta húmeda. Para sorpresa de todos, las
mujeres han estado muy calladas, los más jóvenes se ven inquietos. El perro ladra
cada vez que nos movemos, le inspiramos miedo, está claro, porque se le erizan
los pelos, nos olisquea y sale corriendo. Algo debe haber en el ambiente en
estos días.
Al fin, de a poco dejó de llover, el cielo se aclaró, sin
embargo nosotros seguimos detenidos aquí abajo, cerca del centro de la ciudad pero
lejos del mundo de los vivos.
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