Me cubro con la sábana y ese acto insignificante me devuelve la tranquilidad; no me ven, es mejor no ser visto. Custodio la propiedad desde mi cama de diseño antiguo a la que debí quitarle el dosel, porque me causaba una extraña impresión que minúsculos ojos me miraran entre los pliegues de las telas de damasco. Deseché el armazón y a quienes lo habitaban. Hoy vuelvo a estar vigilante, insomne ante las dudas que no me permiten dormir. No es posible que hubieran entrado, me pregunto cuándo habrá sido. Comienzo a dirigir mis pensamientos hacia el reducido espacio en el que estoy, a ordenarlos, a encarrilar el tiempo que empleo minuto a minuto en el plan de descubrir la verdad, aunque no lo consiga.
Me enfrasco en la tarea febril de reconstruir los últimos
hechos con la mayor precisión y detalle. Ya ha sucedido antes. Ahora está pasando lo mismo. Primero me agita la
sospecha, algún ruido me pone en alerta, sigilosamente los acecho, recorro la
sala, el altillo, el cuarto de huéspedes, sin que se dejen ver, claro. Entonces,
decido acostarme aunque no pueda dormir.
El dormitorio es una fortaleza, ya llevo tres noches así.
La puerta está
cerrada, me digo, las ventanas también. Mentalmente voy y vengo hasta la puerta
de entrada para revisar el momento en
que la he cerrado. Entré, dejé el maletín en la mesa tratando de no rayar el vidrio; el bolso, sobre el
sillón de pana gris; la chaqueta en el
respaldo de la silla, sin que alcance a tocar el suelo. Cerrada. La puerta está
cerrada. Ahora, la ventana de la cocina que
tiene una hoja entreabierta, porque se
le ha roto una bisagra y está así desde hace tres días. El portero no pudo encontrar
al carpintero para que la arregle, entonces la até con hilos de algodón y
cables; al día siguiente, reforcé las
ataduras con alambres que encontré en la obra en construcción de al lado; lo insólito es que se rompió de un momento para
otro, sin que yo la haya abierto o quizás alguien o algunos trataron de
forzarla, si bien mi departamento está
en un sexto piso y sería muy difícil acceder a él desde la construcción lindera.
No se puede cerrar, pero tampoco abrir, eso me tranquiliza un poco.
En el ascensor no vi
nada extraño, pero debo reconocer que tuvo una falla. Se había detenido en el
segundo piso, luego arrancó solo y se volvió a detener. No es posible que sucediera allí. Si hubieran estado en el ascensor lo habría
advertido. Éramos sólo tres personas. La señora del cuarto que saca al caniche a la misma hora, un señor de traje oscuro, que no es del edificio, no lo he visto antes como a otros que traen ropa de la tintorería o los pedidos del supermercado
de la esquina, el último en ascender al pequeño cubículo de acero fui yo.
Pensándolo bien, qué hace ese sujeto en el edificio, quién es. Tal vez sería
mejor preguntarse quién diablos entra a la casa de uno sin ser visto y sin invitación.
Ésa es la pregunta. Quiénes son y por qué me atormentan desde hace setenta y
dos horas.
En la cama, espero
que salgan. Fui minucioso al revisar mentalmente cada rincón, las cajas están
alineadas como las he dejado, los zapatos, también; al armario no he llegado
aún, me intimidan las siluetas vacías que cuelgan de las perchas. Sólo algo ha
cambiado, hay una puerta entreabierta, observo cuántos milímetros avanzan
abriéndola, veo que asoma una manga o es
mi idea, no lo sé.
Escucho ruidos
confusos, aunque suene el timbre o los vecinos griten, no abriré, nada ni nadie
puede hacer que deje de cuidar mi
territorio, debo velar la noche entera. Necesito saber si ellos se mostrarán para
verlos al fin. Me desespera ignorar cuándo
lo harán. De golpe, advierto que me llaman por mi nombre, me sacuden, algo ciñe
mis brazos, no puedo hablar, ni gritar.
Quiero escapar, decirles que no me voy a ir de
mi casa, que no pueden usurparla, no está en venta.
No se alquila. Que me dejen, que no se metan en mi vida. Mis cosas no se tocan,
grito enfurecido, no me oyen. Ya es tarde, la ventana está abierta, la puerta también.
Ellos se salieron con la suya esta vez.
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