No puede ser cierto. Esto no me está pasando. Miro el reloj,
dan las tres y media. Exacto, porque hace unos días, el martes fue que le
cambiaron las pilas. No, tal vez haya sido el miércoles porque él vino a verme
después de que me cansé de esperarlo. Estoy aquí con estos dos hombres de batas
blancas que quieren darme sedantes. Ahora no tengo que tomarlos, son las tres y
media. Me fuerzan, les explico lo que ocurrió, confieso, no me escuchan.
Nadie sabe por lo que yo pasé, por eso no me creen ni me van
a creer, si estuvieran conmigo mañana, tarde y noche, si hubieran conocido mis
sentimientos, mi amor prohibido, me creerían. Pero a él nadie lo ha visto
conmigo, cuando hablamos estamos solos. En realidad, no solos, pero sí alejados
de los demás; por ejemplo, en la biblioteca, entre el segundo y el tercer
pasillo, mientras busco o hago que busco algún libro de Poe, él dice que
también le gustan sus cuentos, sobre todo “El corazón delator”; a veces nos
encontramos a hurtadillas cuando camino,
voy y vengo entre la M y la N. La B de Borges está muy cerca de la señora
Elvira que siempre me mira de reojo y se hace la disimulada, para que me crea
que hace otra cosa y no me está viendo, pero sí me observa, yo lo sé, no me quita los ojos
de encima, me atormenta esa mirada de buitre y yo me escapo hasta la X-Y-Z que están
lejos, en un pasillo estrecho, porque son menos autores o en esta biblioteca no
tienen tantos volúmenes, vaya a saber.
Como les decía, “El
corazón delator” era uno de sus preferidos, digo ahora “era” porque ya no lo
volverá a leer, no vamos a volver a discutir si el personaje estaba loco o era
un criminal o si se había vengado del viejo. El corazón, les repito, lo arranqué, lo llevé hasta el final de la
sala, lo dejé bajo el piso de madera, en la hemeroteca, una pequeña habitación
que debe haber sido construida como sanitario y que, con el tiempo, seguramente
le habrán asignado otra función. El olor fuerte a papeles amarillentos
y telas envejecidas o a pis de gato me produce náuseas, pienso en el olor a
desechos humanos. Me repito que el lugar fue un baño y las imágenes que se
suceden me provocan más ganas de vomitar. Pienso en la sangre tibia, en el
músculo que latía.
Desde el día en que se incorporó a la biblioteca el señor Funes, el nuevo empleado, no dejamos de frecuentarnos, nos vimos allí,
en la sala de lectura, en la puerta del hotel donde se hospedaba, en el bar de
la esquina, en las camas de los hoteles próximos al hospital, menos en mi casa.
Allí, no. El señor Funes era un buen amigo. Nada más. Aunque yo haya querido
tener algo más formal. Todo terminó el
martes, sí, ese día yo fui hasta el hotelucho donde se instaló hace unos
meses y me recibió la esposa, una chica rubia con rulos enormes y carita de
niña. No sé qué me molestó más, si saber que me había engañado o verla a ella
tan hermosa y frágil. Sí, no puede ser
tan hermosa, tan buena, casi inocente, yo no le creo, ésta es una harpía que se
la da de buenita. Como les decía, hablé con ella, me dijo que él dormía y que
le dejara el mensaje, que se lo daría más tarde. Le dije que no, que volvería. Volví
varias veces al lugar. No me atendió. Finalmente, le di un mensaje a ella para que le
avisara que lo estaría esperando en la
biblioteca a las tres de la tarde del jueves, por hoy. Él no me atendió, les
dije. La vi temerosa, no sé por qué. Me dio tanta rabia que no sé qué hubiera
hecho. Entonces, decidí que debía
terminar mi historia con Funes.
Cuando llegué a la cita, miré el reloj, eran las tres de la
tarde, yo ya estaba allí y él no había llegado aún; relajada en su sillón,
estaba la señora Elvira, un vejestorio
agrio y sereno, quien recibe a los
lectores y les informa que sólo los internos y el personal pueden acceder al
material, aunque los acompañantes también tienen permiso. Hace muchos años que
ocupa el puesto con ínfulas de
reina en su trono y a mí me apena. Digo que eran las tres, porque habitualmente
a esa hora se retira y llega el bibliotecario. Siempre prefiero ir
en ese momento, porque estamos a solas el nuevo y yo. Claro que todo cambió hoy.
Me preguntan cómo fue. Llegó Funes, se
sacó los anteojos, me buscó por la sala, caminó entre los estantes y fue en la P, ante los libros de Poe donde le
quité el corazón del pecho, sin que se pudiera defender. No lo esperaba. Me
miró con tristeza, chilló, se desangró muy rápido. Entonces, corrí hasta la
hemeroteca con el corazón en las manos, levanté las dos tablas flojas del
rincón y lo dejé allí. Si no me creen, vayan a ver. No fue por venganza, fue por amor. Dejé el corazón latiendo y vine a confesarlo.
Cuando llegó la hora del relevo, la señora Elvira no pudo
retirarse, Funes no llegaba, se preparó un café con leche, lo tomó con lentitud,
comió unas galletas y pensó que ésta sería la única ingesta durante horas. Regresó a su escritorio cuando escuchó ruidos
extraños en la sala de lectura. Desde un correo electrónico le pedían que se quedara hasta las seis; Funes había tomado licencia por unos días sin avisarle. Caminó
lentamente por los pasillos buscando algo que hacer; para su sorpresa encontró libros caídos en el sector P- Q, los acomodó
cada uno en su sitio, salvo “El corazón delator” de Poe que no halló entre los demás y pensó que se habría
colado en otro lugar por descuido.
Pasadas las tres, algunos pacientes comenzaron a llegar como
todas las tardes; aquellos que podían leer y no estaban dopados por los
tratamientos hablaban con la señora,
pedían libros. De a poco eligieron las obras, estaban también los que preferían
jugar un solitario. Le extrañó que aún la vieja profesora de literatura no estuviera en la sala para leer sus cuentos favoritos. La
paciente concurría todos los días, pero
éste no había llegado, le preguntó a un enfermero y le informó que la habían
aislado.
Sola
en la habitación, comenzaba a aliviarse por
efectos de la sedación. Había enmudecido. Pensaba que Funes ya no estaría en su
vida, que lo había arrancado con violencia para siempre. Pero aún sentía el
corazón caliente latiendo en sus manos, corría llevándolo como un tesoro por
los pasillos de la biblioteca, mientras
caían libros de los estantes desbaratados en la huida.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario