viernes, 19 de septiembre de 2014

El corazón de Poe

No puede ser cierto. Esto no me está pasando. Miro el reloj, dan las tres y media. Exacto, porque hace unos días, el martes fue que le cambiaron las pilas. No, tal vez haya sido el miércoles porque él vino a verme después de que me cansé de esperarlo. Estoy aquí con estos dos hombres de batas blancas que quieren darme sedantes. Ahora no tengo que tomarlos, son las tres y media. Me fuerzan, les explico lo que ocurrió, confieso, no me escuchan.
Nadie sabe por lo que yo pasé, por eso no me creen ni me van a creer, si estuvieran conmigo mañana, tarde y noche, si hubieran conocido mis sentimientos, mi amor prohibido, me creerían. Pero a él nadie lo ha visto conmigo, cuando hablamos estamos solos. En realidad, no solos, pero sí alejados de los demás; por ejemplo, en la biblioteca, entre el segundo y el tercer pasillo, mientras busco o hago que busco algún libro de Poe, él dice que también  le gustan sus cuentos,  sobre todo “El corazón delator”; a veces nos encontramos a hurtadillas  cuando camino, voy y vengo entre la M y la N. La B de Borges está muy cerca de la señora Elvira que siempre me mira de reojo y se hace la disimulada, para que me crea que hace otra cosa y no me está viendo, pero  sí me observa, yo lo sé, no me quita los ojos de encima, me atormenta esa  mirada  de buitre y yo me escapo hasta la X-Y-Z que están lejos, en un pasillo estrecho, porque son menos autores o en esta biblioteca no tienen tantos volúmenes, vaya a  saber.
Como les decía,  “El corazón delator” era uno de sus preferidos, digo ahora “era” porque ya no lo volverá a leer, no vamos a volver a discutir si el personaje estaba loco o era un criminal o si se había vengado del viejo. El corazón, les repito,  lo arranqué, lo llevé hasta el final de la sala, lo dejé bajo el piso de madera, en la hemeroteca, una pequeña habitación que debe haber sido construida como sanitario y que, con el tiempo, seguramente  le habrán asignado  otra función. El olor fuerte a papeles amarillentos y telas envejecidas o a pis de gato me produce náuseas, pienso en el olor a desechos humanos. Me repito que el lugar fue un baño y las imágenes que se suceden me provocan más ganas de vomitar. Pienso en la sangre tibia, en el músculo que latía.
Desde el día en que se incorporó  a la biblioteca el señor  Funes, el nuevo empleado,  no dejamos de frecuentarnos, nos vimos allí, en la sala de lectura, en la puerta del hotel donde se hospedaba, en el bar de la esquina, en las camas de los hoteles próximos al hospital, menos en mi casa. Allí, no. El señor Funes era un buen amigo. Nada más. Aunque yo haya querido tener algo más formal. Todo terminó el  martes, sí, ese día yo fui hasta el hotelucho donde se instaló hace unos meses y me recibió la esposa, una chica rubia con rulos enormes y carita de niña. No sé qué me molestó más, si saber que me había engañado o verla a ella tan hermosa y frágil. Sí, no  puede ser tan hermosa, tan buena, casi inocente, yo no le creo, ésta es una harpía que se la da de buenita. Como les decía, hablé con ella, me dijo que él dormía y que le dejara el mensaje, que se lo daría más tarde. Le dije que no, que volvería. Volví varias veces al  lugar. No me atendió.  Finalmente, le di un mensaje a ella para que le avisara que  lo estaría esperando en la biblioteca a las tres de la tarde del jueves, por hoy. Él no me atendió, les dije. La vi temerosa, no sé por qué. Me dio tanta rabia que no sé qué hubiera hecho. Entonces, decidí que  debía terminar mi historia con Funes.
Cuando llegué a la cita, miré el reloj, eran las tres de la tarde, yo ya estaba allí y él no había llegado aún; relajada en su sillón, estaba la señora  Elvira, un vejestorio agrio y sereno, quien  recibe a los lectores y les informa que sólo los internos y el personal pueden acceder al material, aunque los acompañantes también tienen permiso. Hace muchos años que ocupa el puesto con ínfulas de reina en su trono y a mí me apena. Digo que eran las tres, porque habitualmente a esa hora se retira y llega el bibliotecario. Siempre prefiero ir en ese momento, porque estamos a solas el nuevo y yo. Claro que  todo cambió hoy.
Me preguntan cómo fue. Llegó  Funes,  se sacó los anteojos, me buscó por la sala, caminó entre los estantes y fue  en la P, ante los libros de Poe donde le quité el corazón del pecho, sin que se pudiera defender. No lo esperaba. Me miró con tristeza, chilló, se desangró muy rápido. Entonces, corrí hasta la hemeroteca con el corazón en las manos, levanté las dos tablas flojas del rincón y lo dejé allí. Si no me creen, vayan a ver.  No fue por venganza, fue por amor.  Dejé el corazón latiendo y vine a confesarlo.



Cuando llegó la hora del relevo, la señora Elvira no pudo retirarse, Funes no llegaba, se preparó un café con leche, lo tomó con lentitud, comió unas galletas y pensó que ésta sería la  única ingesta durante horas.  Regresó a su escritorio cuando escuchó ruidos extraños en la sala de lectura. Desde un correo electrónico le pedían que  se quedara hasta las seis;  Funes había tomado  licencia por unos días sin avisarle. Caminó lentamente por los pasillos buscando algo que hacer; para su sorpresa encontró  libros caídos en el sector P- Q, los acomodó cada uno en su sitio, salvo “El corazón delator” de Poe que no  halló entre los demás y pensó que se habría colado en otro lugar por descuido.
Pasadas las tres, algunos pacientes comenzaron a llegar como todas las tardes; aquellos que podían leer y no estaban dopados por los tratamientos  hablaban con la señora, pedían libros. De a poco eligieron las obras, estaban también los que preferían jugar un solitario. Le extrañó que aún la vieja profesora de literatura  no estuviera en la sala  para leer sus cuentos favoritos. La paciente  concurría todos los días, pero éste no había llegado, le preguntó a un enfermero y le informó que la habían aislado.
Sola  en la habitación, comenzaba a aliviarse por efectos de la sedación. Había enmudecido. Pensaba que Funes ya no estaría en su vida, que lo había arrancado con violencia para siempre. Pero aún sentía el corazón caliente latiendo en sus manos, corría llevándolo como un tesoro por los pasillos de  la biblioteca, mientras caían libros de los estantes desbaratados en la huida.

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