martes, 5 de septiembre de 2017

Capítulos 22 y 23. Como vengo atrasada con la publicación, hoy dos capítulos. Novela Los diarios del alquimista

Veintidós

NARANJAS LIGERAMENTE DULCES


Muerta la ilusión de volver a amar a Obdulio, en adelante vivió como si no lo hubiera conocido, pero guardaba recuerdos dulces de ese amor. A pesar de todo lo vivido, Mariagrazia era al amor, como esos devotos creyentes a quienes dios les ha quitado todo, pero no pierden la fe.
Había cambiado de nombres, de paisajes, ya andaba por los cuarenta años y aún creía en el amor, aunque la ilusión de tenerlo había desaparecido. Pensaba en él como en la felicidad: Existe, pero nadie es feliz.
Así, el amor era una abstracción y una suerte o un milagro encontrarlo.
Cuando nació, en 1920, la llamaron Mariagrazia, como la nonna, hasta la adolescencia vivió en Colonia Caroya con sus padres y después en un internado de monjas en la capital. En esa época, recibió menos ternura que mandatos.
Después, se mudó a la casa de sus abuelos, quienes habían preferido darle un nombre perfumado, Lila. En las sierras amó y la amaron, aprendió con su abuelo el valor del trabajo y la investigación. La felicidad la encontró en las escapadas al río, en las salidas al campo para buscar peperina y menta, en las tardes de pesca, en las horas en el laboratorio, con Obdulio.
A los veinte, Hugues la llamó Marì de Baux, lo aceptó como si cambiar de nombre no significara nada. Marì fue cuidada y amada por él, ella sintió afecto y agradecimiento, no pudo amarlo hasta que lo perdió por una guerra que no terminó de comprender. Algo ajeno a ella y a su mundo le arrebató al hombre que la amaba y se sintió nuevamente despojada.
Tras la muerte de Hugues, crió a su hija Marianne, siguió estudiando, trabajó en una droguería, fue dependiente del boticario hasta que se tituló. Mariagrazia seguía considerando inmoral que las mujeres se casaran sin amor, sólo para salir de la casa paterna o depender de un hombre por comodidad, por eso no se había vuelto a casar.
Ahora, le parecía una locura lo de Marianne. Pensaba que la hija había abandonado su casa como la abuela. Sí, igual a vos, una loca de remate que se va con el primero que se le cruza, igualita a vos. Está loca loca, le gritaba a su madre, que hacía silencio.
-Es un capricho. Mirá si la deja con el hijo, o peor, con tres hijos, cuatro, en pocos meses tendrá cuatro chicos que criar, le decía a Gardenia, y la vieja prefería callarse.
Estaba a un paso de darle la razón a su hija. El amor le pertenece al que ama y lo entrega al otro, si puede y si el universo no confabula en contra. ¿Y si lo de Marianne era genuino? La situación le recordaba su casamiento con Hugues y la separación de Obdulio; y la pena la ahogaba. No pude decir que no, desobedecer a mi padre, ser leal a mis sentimientos, pensaba después de tantos años. En las cosas del amor, contaba con su pobre experiencia y la de su madre, ejemplo del fracaso.
Veía que Gardenia con el correr del tiempo había perdido la palabra, el poder de decisión, la voluntad de ser. Se preguntaba si actuaba así por amor o temor, a veces opinaba que lo hacía por interés, porque Antonio era rico. Otras, la juzgaba como una floja, incapaz de hacer algo por ella misma, lo que se dice una persona cobarde, un cobarde moral.
Luego, pensaba en la severidad de la educación que había recibido a principios de siglo, el primer amor había sido un italiano ignorante y ambicioso que la convenció para que ocultara la relación y luego escapar juntos.
Y al final, pobre mamá, decía.


Veintitrés

NARANJAS AMARGAS


Gardenia, en cambio, no tenía el amor entre sus prioridades.
Después de casarse en la capilla, Antonio y ella fueron a la casa de los Delapietra en Colonia Caroya. Dejó su bolso en el dormitorio, recorrieron las habitaciones de la vivienda familiar y Antonio le mostró con orgullo el galpón donde se carneaba y hacían los embutidos. Él se sentía poderoso caminando entre cadáveres de animales, sangre y grasa.
Luego se hicieron las presentaciones, los nuevos parientes la saludaron con abrazos y besos, desearon suerte a los novios, brindaron con sidra y le pusieron a Gardenia un delantal. Era la hora sagrada del almuerzo y ella tuvo que cocinar para todos los que estaban trabajando en la casa y en el galpón, unas quince personas.
No hubo luna de miel. Así siguieron los días y las noches de Gardenia, trabajó en la cocina, hizo chorizos y bondiolas, o separó la grasa que después enviaban a los comercios de ramos generales o a unos pocos perfumistas como don Casimiro Aguirre.
Cuando nació la hija, Antonio dijo: Mariagrazia, como mi nonna. A las pocas horas de parir, Gardenia ya estaba cocinando otra vez para la familia. Antonio quería comer pichones de paloma con polenta. Ella no sólo hizo la polenta con salsa, también los había pelado. Nunca olvidaría aquel día. Una vez se atrevió a confesar que del nacimiento de Mariagrazia recordaba las manos doloridas de tanto pelar palomas.
La cabeza de Gardenia se vació de a poco. O tal vez en esa parte que alguien destina al corazón o al espíritu se le abrió un agujero por donde se escaparon el deseo y la ternura; la fortaleza se transformó en fragilidad y la alegría, en un arrebato sin sentido.
Ella poseía una alegría empobrecida; derrotada, lo suyo fue un simulacro de bienestar. Al marido hay que seguirlo y no contradecirlo, así será una buena esposa, le había dicho la suegra el primer día, o fue lo que ella entendió, y lo aceptó como regla. Decía que sí a todo por no escuchar las quejas de Antonio, para no despertar su irritación, reía a carcajadas o se lamentaba según los cambios de humor, respondía al marido como quien responde al director de la orquesta. En la familia el lema era trabajar de sol a sol, eso era todo.
-Eh, Gardenia, porta sale e pepe.
-Gardenia, quando si mangia.
-Gardenia, perché il bambino piange.
La historia de amor de Gardenia y Antonio comenzó en tono épico, los dos huyeron a caballo, en medio de los tiros amenazantes de don Aguirre y terminó como un cuento sin final feliz.
El silencio se transformó en rencor. Gardenia no tuvo opción, debió aceptar la severidad del trabajo y el desapego de Antonio; el resultado fue el abatimiento. Los amantes acabaron heridos y resentidos. No hablaban de eso. Sin deseo, por qué examinar las ruinas.
El amor no siempre resulta dulce, a veces se torna acíbar. Hay un tiempo en la vida de una mujer que con comer bien y dormir en una cama cómoda basta, decía Gardenia, y agregaba:
- El amor es un cuento de merda.


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