Veintidós
NARANJAS
LIGERAMENTE DULCES
Muerta
la ilusión de volver a amar a Obdulio, en adelante vivió como si no
lo hubiera conocido, pero guardaba recuerdos dulces de ese amor. A
pesar de todo lo vivido, Mariagrazia era al amor, como esos devotos
creyentes a quienes dios les ha quitado todo, pero no pierden la fe.
Había
cambiado de nombres, de paisajes, ya andaba por los cuarenta años y
aún creía en el amor, aunque la ilusión de tenerlo había
desaparecido. Pensaba en él como en la felicidad: Existe, pero nadie
es feliz.
Así,
el amor era una abstracción y una suerte o un milagro encontrarlo.
Cuando
nació, en 1920, la llamaron Mariagrazia, como la nonna, hasta la
adolescencia vivió en Colonia Caroya con sus padres y después en un
internado de monjas en la capital. En esa época, recibió menos
ternura que mandatos.
Después,
se mudó a la casa de sus abuelos, quienes habían preferido darle un
nombre perfumado, Lila. En las sierras amó y la amaron, aprendió
con su abuelo el valor del trabajo y la investigación. La felicidad
la encontró en las escapadas al río, en las salidas al campo para
buscar peperina y menta, en las tardes de pesca, en las horas en el
laboratorio, con Obdulio.
A
los veinte, Hugues la llamó Marì de Baux, lo aceptó como si
cambiar de nombre no significara nada. Marì fue cuidada y amada por
él, ella sintió afecto y agradecimiento, no pudo amarlo hasta que
lo perdió por una guerra que no terminó de comprender. Algo ajeno a
ella y a su mundo le arrebató al hombre que la amaba y se sintió
nuevamente despojada.
Tras
la muerte de Hugues, crió a su hija Marianne, siguió estudiando,
trabajó en una droguería, fue dependiente del boticario hasta que
se tituló. Mariagrazia seguía considerando inmoral que las mujeres
se casaran sin amor, sólo para salir de la casa paterna o depender
de un hombre por comodidad, por eso no se había vuelto a casar.
Ahora,
le parecía una locura lo de Marianne. Pensaba que la hija había
abandonado su casa como la abuela. Sí, igual a vos, una loca de
remate que se va con el primero que se le cruza, igualita a vos. Está
loca loca, le gritaba a su madre, que hacía silencio.
-Es
un capricho. Mirá si la deja con el hijo, o peor, con tres hijos,
cuatro, en pocos meses tendrá cuatro chicos que criar, le decía a
Gardenia, y la vieja prefería callarse.
Estaba
a un paso de darle la razón a su hija. El amor le pertenece al que
ama y lo entrega al otro, si puede y si el universo no confabula en
contra. ¿Y si lo de Marianne era genuino? La situación le recordaba
su casamiento con Hugues y la separación de Obdulio; y la pena la
ahogaba. No pude decir que no, desobedecer a mi padre, ser leal a mis
sentimientos, pensaba después de tantos años. En las cosas del
amor, contaba con su pobre experiencia y la de su madre, ejemplo del
fracaso.
Veía
que Gardenia con el correr del tiempo había perdido la palabra, el
poder de decisión, la voluntad de ser. Se preguntaba si actuaba así
por amor o temor, a veces opinaba que lo hacía por interés, porque
Antonio era rico. Otras, la juzgaba como una floja, incapaz de
hacer algo por ella misma, lo que se dice una persona cobarde, un
cobarde moral.
Luego,
pensaba en la severidad de la educación que había recibido a
principios de siglo, el primer amor había sido un italiano
ignorante y ambicioso que la convenció para que ocultara la relación
y luego escapar juntos.
Y
al final, pobre mamá, decía.
Veintitrés
NARANJAS
AMARGAS
Gardenia,
en cambio, no tenía el amor entre sus prioridades.
Después
de casarse en la capilla, Antonio y ella fueron a la casa de los
Delapietra en Colonia Caroya. Dejó su bolso en el dormitorio,
recorrieron las habitaciones de la vivienda familiar y Antonio le
mostró con orgullo el galpón donde se carneaba y hacían los
embutidos. Él se sentía poderoso caminando entre cadáveres de
animales, sangre y grasa.
Luego
se hicieron las presentaciones, los nuevos parientes la saludaron con
abrazos y besos, desearon suerte a los novios, brindaron con sidra y
le pusieron a Gardenia un delantal. Era la hora sagrada del almuerzo
y ella tuvo que cocinar para todos los que estaban trabajando en la
casa y en el galpón, unas quince personas.
No
hubo luna de miel. Así siguieron los días y las noches de Gardenia,
trabajó en la cocina, hizo chorizos y bondiolas, o separó la grasa
que después enviaban a los comercios de ramos generales o a unos
pocos perfumistas como don Casimiro Aguirre.
Cuando
nació la hija, Antonio dijo: Mariagrazia, como mi nonna. A las pocas
horas de parir, Gardenia ya estaba cocinando otra vez para la
familia. Antonio quería comer pichones de paloma con polenta. Ella
no sólo hizo la polenta con salsa, también los había pelado. Nunca
olvidaría aquel día. Una vez se atrevió a confesar que del
nacimiento de Mariagrazia recordaba las manos doloridas de tanto
pelar palomas.
La
cabeza de Gardenia se vació de a poco. O tal vez en esa parte que
alguien destina al corazón o al espíritu se le abrió un agujero
por donde se escaparon el deseo y la ternura; la fortaleza se
transformó en fragilidad y la alegría, en un arrebato sin sentido.
Ella
poseía una alegría empobrecida; derrotada, lo suyo fue un simulacro
de bienestar. Al marido hay que seguirlo y no contradecirlo, así
será una buena esposa, le había dicho la suegra el primer día, o
fue lo que ella entendió, y lo aceptó como regla. Decía que sí
a todo por no escuchar las quejas de Antonio, para no despertar su
irritación, reía a carcajadas o se lamentaba según los cambios de
humor, respondía al marido como quien responde al director de la
orquesta. En la familia el lema era trabajar de sol a sol, eso era
todo.
-Eh,
Gardenia, porta sale e pepe.
-Gardenia,
quando si mangia.
-Gardenia,
perché il bambino piange.
La
historia de amor de Gardenia y Antonio comenzó en tono épico, los
dos huyeron a caballo, en medio de los tiros amenazantes de don
Aguirre y terminó como un cuento sin final feliz.
El
silencio se transformó en rencor. Gardenia no tuvo opción, debió
aceptar la severidad del trabajo y el desapego de Antonio; el
resultado fue el abatimiento. Los amantes acabaron heridos y
resentidos. No hablaban de eso. Sin deseo, por qué examinar las
ruinas.
El
amor no siempre resulta dulce, a veces se torna acíbar. Hay
un tiempo en la vida de una mujer que con comer bien y dormir en una
cama cómoda basta, decía Gardenia, y agregaba:
-
El amor es un cuento de merda.
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