lunes, 3 de abril de 2017

Capítulo 9

Nueve

LAS CARTAS









Lucía y yo éramos inseparables. Cada año en diciembre, cuando terminaban las clases, regresaba de la capital y nos encontrábamos en el mismo lugar, el puente. Por supuesto que allí estábamos todos, éramos una banda. Pero para mí sólo importaba ella.
Ya teníamos quince, pensábamos seguir en la misma facultad, al menos tres de nosotros. Lucía, Juanjo y yo queríamos estudiar bioquímica o farmacia. Para ella era más fácil, su abuela vivía en la capital. Además la familia no tenía problemas económicos, en cambio, yo tendría que trabajar.
Después de las doce, en Navidad, nos reunimos como siempre debajo del puente para fumar y contarnos cosas. Lucía estaba muy callada. Después me dijo la verdad: Su abuela estaba muy delicada de salud.
-Se muere, dijo.
-Dejá de hinchar, cómo se va a morir, si estaba bien hasta ayer.
-Hoy no. Pero viene arrastrando una enfermedad en los pulmones desde el invierno. Se agravó en estos días, parece que se va a morir, concluyó.
Cuando empezó febrero, la abuela de Lucía resucitó. Y yo no supe qué decirle.
Antes de volver al colegio, Lucía se apareció en mi casa, traía cartas atadas con una cinta azul. Se las había pedido la abuela, habían estado guardadas por años en una cartera de fiesta que ya no usaba, entre cajas de fotos y recuerdos. Acostumbraban a dejar en la habitación del fondo lo que no querían dando vueltas, es un gran arcón con vista al arroyo, decía Lucía.
A veces íbamos a la pieza-arcón, a pasar el rato, a ella le gustaba revolver entre las cosas antiguas y armar historias. Traía a la vida los objetos viejos, inventando relatos, quién, cuándo se usaron, por qué los abandonaron, qué habría pasado para que cayeran en el gran basurero. Se reía, mientras se colgaba collares de la abuela de los años ’50 o caminaba con zapatos pasados de moda y faldas que le llegaban a los tobillos. Cosas de chicas, pensaba yo, pero le seguía la corriente para verla reír y jugar.
La abuela le había pedido que buscara un sobre blanco con detalles nácar y un broche dorado, allí había recuerdos de su juventud. Los quiero tener y no le digas a tu madre, me lo traés este fin de semana, cuando vengas a casa, le había dicho. Nadie tiene que leer esas cartas, dijo. ¿Será un gran secreto?, se preguntaba Lucía y me las trajo.
Estábamos los dos con las cartas sobre la mesa, dudábamos. Sin embargo, no pudimos con nuestra curiosidad y las desatamos. Podía ser una falta de respeto, pero Lucía amaba tanto a la Abu y ella la conocía tan bien.
-Es tan buena, que no se va a enojar conmigo si leemos las cartas.
-Dale, ¿las abrimos o no?
Desatamos el lazo, las cartas se desparramaron sobre la mesa del patio, las volvimos a acomodar una junto a la otra y las abrimos. Eran cartas escritas por el profesor Obdulio Quesada.
-Guau, ¿Neurus le escribía a tu abuela?
-Neurus, no, es un error, seguro que ella se las guardaba a una amiga.
-Esperá. Es sencillo: ¿A quién están dirigidas?
-Lila, dice ésta, y esta otra también. No es mi abuela, Lila no es mi Abu.
-De tanto decirle Abu, no sé cómo se llama tu abuela.
-Mariagrazia Delapietra.
-Jodéme, qué nombre, pobre. ¿No le hizo juicio a los padres?
-¿De qué te reís, vos quién te creés que sos, pibito?
-Yo soy Isaac Newton, para servirle, a usted.
-¿Quién te conoce a vos?, Larguirucho te dicen.
-No te enojés, linda.
-No me digas linda, que no soy nada tuyo.
-Hasta ahora, pero... ya tenemos edad…
-Edad para qué, idiota… dejá de decir gansadas o le digo mis hermanos que te agarren y te den una paliza.
-¿Tas nervioshita?
-Mejor guardo las cartas y me voy a casa.
-¿Te acompaño?

-¡No!

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