Nueve
LAS
CARTAS
Lucía
y yo éramos inseparables. Cada año en diciembre, cuando terminaban
las clases, regresaba de la capital y nos encontrábamos en el mismo
lugar, el puente. Por supuesto que allí estábamos todos, éramos
una banda. Pero para mí sólo importaba ella.
Ya
teníamos quince, pensábamos seguir en la misma facultad, al menos
tres de nosotros. Lucía, Juanjo y yo queríamos estudiar bioquímica
o farmacia. Para ella era más fácil, su abuela vivía en la
capital. Además la familia no tenía problemas económicos, en
cambio, yo tendría que trabajar.
Después
de las doce, en Navidad, nos reunimos como siempre debajo del puente
para fumar y contarnos cosas. Lucía estaba muy callada. Después me
dijo la verdad: Su abuela estaba muy delicada de salud.
-Se
muere, dijo.
-Dejá
de hinchar, cómo se va a morir, si estaba bien hasta ayer.
-Hoy
no. Pero viene arrastrando una enfermedad en los pulmones desde el
invierno. Se agravó en estos días, parece que se va a morir,
concluyó.
Cuando
empezó febrero, la abuela de Lucía resucitó. Y yo no supe qué
decirle.
Antes
de volver al colegio, Lucía se apareció en mi casa, traía cartas
atadas con una cinta azul. Se las había pedido la abuela, habían
estado guardadas por años en una cartera de fiesta que ya no usaba,
entre cajas de fotos y recuerdos. Acostumbraban a dejar en la
habitación del fondo lo que no querían dando vueltas, es un gran
arcón con vista al arroyo, decía Lucía.
A
veces íbamos a la pieza-arcón, a pasar el rato, a ella le gustaba
revolver entre las cosas antiguas y armar historias. Traía a la vida
los objetos viejos, inventando relatos, quién, cuándo se usaron,
por qué los abandonaron, qué habría pasado para que cayeran en el
gran basurero. Se reía, mientras se colgaba collares de la abuela de
los años ’50 o caminaba con zapatos pasados de moda y faldas que
le llegaban a los tobillos. Cosas de chicas, pensaba yo, pero le
seguía la corriente para verla reír y jugar.
La
abuela le había pedido que buscara un sobre blanco con detalles
nácar y un broche dorado, allí había recuerdos de su juventud. Los
quiero tener y no le digas a tu madre, me lo traés este fin de
semana, cuando vengas a casa, le había dicho. Nadie tiene que leer
esas cartas, dijo. ¿Será un gran secreto?, se preguntaba Lucía y
me las trajo.
Estábamos
los dos con las cartas sobre la mesa, dudábamos. Sin embargo, no
pudimos con nuestra curiosidad y las desatamos. Podía ser una falta
de respeto, pero Lucía amaba tanto a la Abu y ella la conocía tan
bien.
-Es
tan buena, que no se va a enojar conmigo si leemos las cartas.
-Dale,
¿las abrimos o no?
Desatamos
el lazo, las cartas se desparramaron sobre la mesa del patio, las
volvimos a acomodar una junto a la otra y las abrimos. Eran cartas
escritas por el profesor Obdulio Quesada.
-Guau,
¿Neurus le escribía a tu abuela?
-Neurus,
no, es un error, seguro que ella se las guardaba a una amiga.
-Esperá.
Es sencillo: ¿A quién están dirigidas?
-Lila,
dice ésta, y esta otra también. No es mi abuela, Lila no es mi Abu.
-De
tanto decirle Abu, no sé cómo se llama tu abuela.
-Mariagrazia
Delapietra.
-Jodéme,
qué nombre, pobre. ¿No le hizo juicio a los padres?
-¿De
qué te reís, vos quién te creés que sos, pibito?
-Yo
soy Isaac Newton, para servirle, a usted.
-¿Quién
te conoce a vos?, Larguirucho te dicen.
-No
te enojés, linda.
-No
me digas linda, que no soy nada tuyo.
-Hasta
ahora, pero... ya tenemos edad…
-Edad
para qué, idiota… dejá de decir gansadas o le digo mis hermanos
que te agarren y te den una paliza.
-¿Tas
nervioshita?
-Mejor
guardo las cartas y me voy a casa.
-¿Te
acompaño?
-¡No!
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