viernes, 16 de mayo de 2014

Chini




Una noche de invierno encontraron al marido de Chini en la casa de su amante. La mujer sabía que la vecina lo miraba, espiaba las entradas y salidas, siempre detrás de la cortina, corriendo sigilosamente la tela manoseada, antes blanca. En el barrio se decía que él era un picaflor, que desde joven había tenido las mujeres que había querido tener; ella hacía como que no sabía nada, murmuraban a sus espaldas, pensaba la santa que le tenían rabia, envidia o algo así. No creía que el viejo a esa edad todavía anduviera de farra. Cometarios y chismes eran conocidos y repetidos en la cuadra desde hacía cuarenta años, los ignoraba con un aire de señora o de reina soberbia y distante. La distancia que ponía con las vecinas evitaba que le preguntaran qué te anda pasando por que tenés esa cara, cómo te aguantás a tu marido, qué le decís cuando llega de madrugada.
Hacía unos días que el viejo Catalán andaba raro, con esas miradas esquivas que tan bien conocía ella. Como cuando a los ocho meses de casados encontró cartas de amor de una de sus antiguas novias o cuando después de tener al segundo de sus hijos recibió la visita de una mujer de la ciudad quien dijo que buscaba a su futuro marido. Entonces, el padrino del niño, José Cueta, la cargó en el Ford  de don Braulio y la llevó a la estación para que regresara por donde había venido. Siempre creyó en las palabras o explicaciones que le daba el Catalán. Es un niño, pensaba, los hombres no son más que niños. Y con esa excusa clausuraba todas las sospechas.
La vida en común con todas las labores, los guisos, la huerta, el planchado, los niños, las anginas y resfriados la mantuvieron ocupada durante algunos años. De cuando en cuando, lo veía rejuvenecer, se alistaba como siempre para ir al club o al  bar, pero algunos indicios le decían que su corazón estaba enamorándose otra vez.
Así habían pasado los años de matrimonio, engañándose. Él porque buscaba el amor efímero y caliente de mujeres alegres, de vida libre, ésas que no lo amaban y querían divertirse, recibir sus caricias o su dinero. Ella porque, conociéndolo tanto, le hacía creer que no sabía de sus pasiones, de su vida lujuriosa, de la sed intensa de amar  a alguien nuevo, a una mujer distinta siempre, desconocida.
Una reina sombría, un poco triste, austera, elegante y sencilla. Sacaba del ropero los vestidos claros, las blusas con volados diminutos y puntillas, unas pocas faldas oscuras, los sacos de corte impecable y los tapados pespunteados, sobrio atuendo que ventilaba y seguía usando año tras año, tanto que las fotos de cumpleaños y bodas familiares donde estaba Chini se parecían todas, excepto por los peinados a la moda y las arrugas de su cara o de sus manos. El corazón sí había cambiado mucho, aguijoneado por la amargura, sacudido por la traición tantas veces. Nadie sabía más que ella cuánto había sufrido en su matrimonio, aunque su marido no lo notara. Ellos eran felices a pesar de la incomodidad de las mentiras y del silencio. Se los podía ver en las fotografías del brazo, tomados de la mano, con un abrazo apenas forzado y sonrisas fabricadas. Recordaba que para el cumpleaños de Inesita había tenido que fingir, maquillarse varias veces hasta que se  borraron las señales de las lágrimas y para el bautismo de Julián, el quinto de sus hijos y el último, preparó el bolso para ir a vivir otra vez con sus padres y la convencieron de que no lo hiciera y la encerraron en el baño hasta que dejó de llorar y de gritar ésta no es la vida que yo quiero.

Nada alteraba su vida ahora, los niños habían crecido y al tiempo llegaron los nietos; había cocinado infinita cantidad de caldos y carnes, gallinas en pucheros, pasteles y confituras. Seguía cocinando para los pequeños nietos que iban de visita o se quedaban a acompañarlos los fines de semana o durante las vacaciones.
Fue la noche en que le avisaron que el Catalán estaba muerto en la cama de la vecina, cuando cayó el telón y finalizó la comedia que había estado representando. La conmoción y la rabia la dominaron. Les dijo a sus hijos que  no habría velatorio, llevaron al muerto a la funeraria sin prisa, sin flores y sin llanto. No recibió las condolencias de nadie, porque no quiso. Cruzó  la calle y tocó la puerta de la casa de la mujer que había sido la otra durante cuarenta años, la amante, la puta y, ante el temor y el desconsuelo de la enemiga, le devolvió las cartas que había encontrado a los pocos meses de casada. Al final recibió la última estocada, para su sorpresa ella sí lloraba con afecto por el difunto.

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