viernes, 19 de mayo de 2017

Capítulo 16, novela

Dieciséis
POR EL HIJO


La vida de una persona puede ser un sueño o una pesadilla.
Un hombre sueña y en el sueño percibe las acciones como reales, advierte la farsa y se esfuerza para despertar, pero no puede. Es lo que pasa con el amor, el amador desea despertar, salirse y le resulta imposible. Alejarse del amor o del dolor causado por el ausente se parece a una pesadilla o a una herida abierta. Así lo sentía Lila.
El amor por Obdulio se había hundido en la carne viva, era una espina de rosal que infectaba y ella no podía quitarse. No se extirpa el amor con desearlo nada más. Es un acto ilusorio, casi siempre breve, que duele mucho tiempo.
Además, no hay pasión de la que se salga ileso, porque todas las cosas recuerdan al ausente. Se maldice la memoria que lo restaura y se maldice los días que desdibujan la imagen. Maldita la memoria que lo trae y maldito el tiempo que corre, porque lo borra y se lo lleva, rumiaba Lila.
Había decidido cortar con ese amor que le dolía en el alma. Ella era ahora una mujer casada, iba a tener un hijo. Cualquier día lo empiezo a querer a Hugues, se prometía. Pero en su loca fantasía se veía con Obdulio, dormía con él, despertaba con él.
Los primeros días de casada, se había sentido enferma. Amanecía con náuseas, no comía por los vómitos, no hacía más que estar acostada en el dormitorio o en la sala. Se tiraba abandonada en los sillones. Había encontrado un ventanal que daba al parque, corría las cortinas y dejaba que entraran hilos de luz que la inducían al adormecimiento. Pensaba en qué lío se había metido, cómo salir de allí para siempre.
Tenía un esposo enamorado, pero ella lo rechazaba. No quería estar en esa casa, ni en esa ciudad, por eso odiaba a sus padres. En algún momento, pensó en huir. El matrimonio no estaba consumado y ella pediría la anulación. Después recordaba el embarazo y lloraba.
Lloró durante esos meses, deseaba cortar con el dolor y no sabía cómo. Siempre había sido feliz, sobre todo con sus abuelos, en el laboratorio, en las caminatas por las sierras con Obdulio. Llegaba al territorio en que los recuerdos se apoderaban de ella y volvía a llorar.
Por un tiempo, se dejó arrastrar por el dolor que la anestesiaba, hasta que tomó la decisión de hacer lo que más deseaba. Se iría a vivir con Obdulio a Oro Sacro. Escaparía para siempre de ese horrible francés.
La estación del ferrocarril estaba cerca. Caminó hasta las ventanillas del FC Central Córdoba, averiguó qué tren llegaba a Colonia Caroya y sacó el boleto. Se sentó a esperar, tenía tres horas de espera para tomar el tren y muchas horas de viaje. Pronto se hará de noche, pensó.
Lila buscó dónde pasar desapercibida, se sentó en un banco con otras mujeres. Cuando tuvo hambre, comió unas galletas y sintió ganas de vomitar en el momento en que llegaba el tren; si buscaba el baño de damas lo perdería. Igual hizo el esfuerzo, caminó hasta el andén, se detuvo frente al vagón que debía abordar, tenía náuseas y miedo.
¿Y si le pasaba algo? ¿Y si la atacaban ladrones en la noche? Nadie sabría de ella. ¿Y si perdía a su hijo?
-Señorita, ¿sube, la ayudo con el equipaje?
-No, gracias.
Entonces, volvió a la casa de Hugues. Regresaba vencida. El miedo por primera vez en la vida la tiró para atrás, temía más por su hijo, que por ella misma. Los dos necesitaban cuidado y protección. Además, qué diría Obdulio, creería que era su hijo, llevaba tres meses de casada, no se habían visto desde febrero. Él no había respondido sus cartas. ¿Pero adónde le iba a escribir, si ya no estaba viviendo con sus primas? Y él no lo sabía. Esas ideas la angustiaron más que la fuga.
Llegó a la casa, oscurecía y vio encendidas las luces del salón y a Hugues detrás de la ventana.
Hacía frío, cuando entró Hugues, que la estaba esperando, le dio un abrigo, la sentó junto al fuego y no hablaron. Se veía tranquilo, parecía feliz, tomó el bolso y lo llevó al dormitorio. Fue a la cocina, sirvió sopa caliente para los dos. La tomaron en silencio junto al fuego.
En los días siguientes, los malestares y las muestras de cariño la doblegaron, pero más el temor de hacer las cosas mal y perder al hijo.
Pensó: Es lo mejor, él nos va a cuidar, es un buen hombre y me quiere. Tarde o temprano, yo también lo voy a querer.
Fue entonces cuando llegó a la conclusión de que el amor no puede partirse en dos, que si uno tiene un pedazo y se queda solo con esa parte, no sirve. Que un pedazo de amor no se regenera sino que se pudre y podrido envenena el alma. El alma envenenada mata de a poco y había en su vientre alguien vivo.
En soledad, encontró la belleza de los días de invierno, quieta en un rincón de la sala, comenzó a mirar a la mujer que la atendía. Un día habló con ella. Otra mañana, después de haber dormido mucho, no tenía idea de cuántas horas, amaneció con hambre y fue a la cocina, se preparó un té frente a dos mujeres paralizadas por su presencia. Lo tomó allí y untó unos panes con manteca y miel. Había vuelto a la vida.
Después de comer las rebanadas de pan, tomó una manzana y la comió con voracidad. Saludó a las mujeres como si las hubiera visto por primera vez, les preguntó sus nombres, las abrazó y les agradeció por sus cuidados. Estaba de vuelta.
Por esos días, empezó a ser madre. Le gustaba caminar por el parque, disfrutaba contemplar la naturaleza detenida por el frío, apreciaba los ocres; ella se sentía parte del paisaje, tan quieta y seca. Sin embargo, la savia sigue corriendo, susurró y abrazó su panza. Lo acarició a él que llegaba para sacar la espina.
Reflexionaba para comprender, para sentirse a salvo, al menos por un momento. Imaginaba cómo sería la vida con ese hijo que llamaría “papá” a Hugues, cómo haría para vivir con esa mentira y no ir a buscar a Obdulio.
Cada día es un regalo, pensaba Lila, que se recibe sin hacer o pedir nada a cambio. Ilusionarnos con obtener más (quiénes nos creemos para desear tanto), soñar con el amor absoluto, puede salir mal. La vida es mezquina también. Entonces, todo es cuestión de aceptar lo que a uno le toca. ¿Y no se puede cambiar nada? No estaba segura. Eso no le gustaba a ella, porque siempre terminaba haciendo su voluntad.

Habían transcurrido cuatro semanas desde su derrota, sería madre, una buena madre. Ya hay suficiente dolor en esta historia, pensó, y decidió darse al amor sin tristeza. Su afecto cambió de destinatario. Empezó a amar al hijo.
Una noche, muerta de frío, se acostó en la cama de Hughes, que la había estado esperando desde el primer momento, y la abrazó con ternura. Ella le pidió que no la llamara Mariagrazia, que no se sentía cómoda con ese nombre y tampoco Lila, porque le causaba pena. Entonces eligió llamarla Marì, en francés. Marì de Baux, serás desde ahora, le dijo. Y ella se dejó querer.
El amor empujaba desde adentro. En noviembre nació Marianne.
Una mañana tibia Lila sintió el cuerpo quebrado por el dolor, la espalda partida con una punzada en la cintura y supo que había llegado el día; después del nacimiento sobrevino el alivio. Desde ese instante entendió que estaba en presencia de un milagro, que la vida de la niña era mucho más que transformar el plomo en oro, más que extraer el aroma de las flores y conservarlo en un envase de vidrio, como había hecho tantas veces, era más que hacer el amor. Era el amor.
Una mujer. La criatura no dio trabajo, llegaba al mundo con alegría. Tembló como un pez que sacan del agua, aleteó entre sus piernas, se estiró cuando salió del todo y ella oyó el primer llanto.
Lila la miró, luego tocó la piel tibia y resbalosa de la recién nacida. Era tan bella, inspeccionó la boca, la nariz, las manos, los pies, el cordón umbilical, estaba todo en orden.
Entonces, se convenció de la existencia del amor absoluto. Era madre.



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