Dieciséis
POR
EL HIJO
La
vida de una persona puede ser un sueño o una pesadilla.
Un
hombre sueña y en el sueño percibe las acciones como reales,
advierte la farsa y se esfuerza para despertar, pero no puede. Es lo
que pasa con el amor, el amador desea despertar, salirse y le resulta
imposible. Alejarse del amor o del dolor causado por el ausente se
parece a una pesadilla o a una herida abierta. Así lo sentía Lila.
El
amor por Obdulio se había hundido en la carne viva, era una espina
de rosal que infectaba y ella no podía quitarse. No se extirpa el
amor con desearlo nada más. Es un acto ilusorio, casi siempre
breve, que duele mucho tiempo.
Además,
no hay pasión de la que se salga ileso, porque todas las cosas
recuerdan al ausente. Se maldice la memoria que lo restaura y se
maldice los días que desdibujan la imagen. Maldita la memoria que lo
trae y maldito el tiempo que corre, porque lo borra y se lo lleva,
rumiaba Lila.
Había
decidido cortar con ese amor que le dolía en el alma. Ella era ahora
una mujer casada, iba a tener un hijo. Cualquier día lo empiezo a
querer a Hugues, se prometía. Pero en su loca fantasía se veía
con Obdulio, dormía con él, despertaba con él.
Los
primeros días de casada, se había sentido enferma. Amanecía con
náuseas, no comía por los vómitos, no hacía más que estar
acostada en el dormitorio o en la sala. Se tiraba abandonada en los
sillones. Había encontrado un ventanal que daba al parque, corría
las cortinas y dejaba que entraran hilos de luz que la inducían al
adormecimiento. Pensaba en qué lío se había metido, cómo salir
de allí para siempre.
Tenía
un esposo enamorado, pero ella lo rechazaba. No quería estar en esa
casa, ni en esa ciudad, por eso odiaba a sus padres. En algún
momento, pensó en huir. El matrimonio no estaba consumado y ella
pediría la anulación. Después recordaba el embarazo y lloraba.
Lloró
durante esos meses, deseaba cortar con el dolor y no sabía cómo.
Siempre había sido feliz, sobre todo con sus abuelos, en el
laboratorio, en las caminatas por las sierras con Obdulio. Llegaba al
territorio en que los recuerdos se apoderaban de ella y volvía a
llorar.
Por
un tiempo, se dejó arrastrar por el dolor que la anestesiaba, hasta
que tomó la decisión de hacer lo que más deseaba. Se iría a vivir
con Obdulio a Oro Sacro. Escaparía para siempre de ese horrible
francés.
La
estación del ferrocarril estaba cerca. Caminó hasta las ventanillas
del FC Central Córdoba, averiguó qué tren llegaba a Colonia Caroya
y sacó el boleto. Se sentó a esperar, tenía tres horas de espera
para tomar el tren y muchas horas de viaje. Pronto se hará de noche,
pensó.
Lila
buscó dónde pasar desapercibida, se sentó en un banco con otras
mujeres. Cuando tuvo hambre, comió unas galletas y sintió ganas de
vomitar en el momento en que llegaba el tren; si buscaba el baño de
damas lo perdería. Igual hizo el esfuerzo, caminó hasta el andén,
se detuvo frente al vagón que debía abordar, tenía náuseas y
miedo.
¿Y
si le pasaba algo? ¿Y si la atacaban ladrones en la noche? Nadie
sabría de ella. ¿Y si perdía a su hijo?
-Señorita,
¿sube, la ayudo con el equipaje?
-No,
gracias.
Entonces,
volvió a la casa de Hugues. Regresaba vencida. El miedo por primera
vez en la vida la tiró para atrás, temía más por su hijo, que por
ella misma. Los dos necesitaban cuidado y protección. Además, qué
diría Obdulio, creería que era su hijo, llevaba tres meses de
casada, no se habían visto desde febrero. Él no había respondido
sus cartas. ¿Pero adónde le iba a escribir, si ya no estaba
viviendo con sus primas? Y él no lo sabía. Esas ideas la
angustiaron más que la fuga.
Llegó
a la casa, oscurecía y vio encendidas las luces del salón y a
Hugues detrás de la ventana.
Hacía
frío, cuando entró Hugues, que la estaba esperando, le dio un
abrigo, la sentó junto al fuego y no hablaron. Se veía tranquilo,
parecía feliz, tomó el bolso y lo llevó al dormitorio. Fue a la
cocina, sirvió sopa caliente para los dos. La tomaron en silencio
junto al fuego.
En
los días siguientes, los malestares y las muestras de cariño la
doblegaron, pero más el temor de hacer las cosas mal y perder al
hijo.
Pensó:
Es lo mejor, él nos va a cuidar, es un buen hombre y me quiere.
Tarde o temprano, yo también lo voy a querer.
Fue
entonces cuando llegó a la conclusión de que el amor no puede
partirse en dos, que si uno tiene un pedazo y se queda solo con esa
parte, no sirve. Que un pedazo de amor no se regenera sino que se
pudre y podrido envenena el alma. El alma envenenada mata de a poco y
había en su vientre alguien vivo.
En
soledad, encontró la belleza de los días de invierno, quieta en un
rincón de la sala, comenzó a mirar a la mujer que la atendía. Un
día habló con ella. Otra mañana, después de haber dormido mucho,
no tenía idea de cuántas horas, amaneció con hambre y fue a la
cocina, se preparó un té frente a dos mujeres paralizadas por su
presencia. Lo tomó allí y untó unos panes con manteca y miel.
Había vuelto a la vida.
Después
de comer las rebanadas de pan, tomó una manzana y la comió con
voracidad. Saludó a las mujeres como si las hubiera visto por
primera vez, les preguntó sus nombres, las abrazó y les agradeció
por sus cuidados. Estaba de vuelta.
Por
esos días, empezó a ser madre. Le gustaba caminar por el parque,
disfrutaba contemplar la naturaleza detenida por el frío, apreciaba
los ocres; ella se sentía parte del paisaje, tan quieta y seca. Sin
embargo, la savia sigue corriendo, susurró y abrazó su panza. Lo
acarició a él que llegaba para sacar la espina.
Reflexionaba
para comprender, para sentirse a salvo, al menos por un momento.
Imaginaba cómo sería la vida con ese hijo que llamaría “papá”
a Hugues, cómo haría para vivir con esa mentira y no ir a buscar a
Obdulio.
Cada
día es un regalo, pensaba Lila, que se recibe sin hacer o pedir
nada a cambio. Ilusionarnos con obtener más (quiénes nos creemos
para desear tanto), soñar con el amor absoluto, puede salir mal. La
vida es mezquina también. Entonces, todo es cuestión de aceptar lo
que a uno le toca. ¿Y no se puede cambiar nada? No estaba segura.
Eso no le gustaba a ella, porque siempre terminaba haciendo su
voluntad.
Habían
transcurrido cuatro semanas desde su derrota, sería madre, una buena
madre. Ya hay suficiente dolor en esta historia, pensó, y decidió
darse al amor sin tristeza. Su afecto cambió de destinatario. Empezó
a amar al hijo.
Una
noche, muerta de frío, se acostó en la cama de Hughes, que la había
estado esperando desde el primer momento, y la abrazó con ternura.
Ella le pidió que no la llamara Mariagrazia, que no se sentía
cómoda con ese nombre y tampoco Lila, porque le causaba pena.
Entonces eligió llamarla Marì, en francés. Marì de Baux, serás
desde ahora, le dijo. Y ella se dejó querer.
El
amor empujaba desde adentro.
En noviembre nació Marianne.
Una
mañana tibia Lila sintió el cuerpo quebrado por el dolor, la
espalda partida con una punzada en la cintura y supo que había
llegado el día; después del nacimiento sobrevino el alivio. Desde
ese instante entendió que estaba en presencia de un milagro, que la
vida de la niña era mucho más que transformar el plomo en oro, más
que extraer el aroma de las flores y conservarlo en un envase de
vidrio, como había hecho tantas veces, era más que hacer el amor.
Era el amor.
Una
mujer. La criatura no dio trabajo, llegaba al mundo con alegría.
Tembló como un pez que sacan del agua, aleteó entre sus piernas, se
estiró cuando salió del todo y ella oyó el primer llanto.
Lila
la miró, luego tocó la piel tibia y resbalosa de la recién nacida.
Era tan bella, inspeccionó la boca, la nariz, las manos, los pies,
el cordón umbilical, estaba todo en orden.
Entonces,
se convenció de la existencia del amor absoluto. Era madre.
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