No se acuerda cuándo fue, pero la noción más remota que tiene de su vida es una paliza. Tendría tres años y, corriendo detrás de la mamá, cruzó la ruta. Por poco, un colectivo casi la atropella. Pero, no. En cambio, tuvo que soportar los golpes del viejo. ¿De qué se habrá tratado eso, pensaba? Tal vez, como una enseñanza.
No recuerda cariños o mimos masculinos. Le daba miedo la cara que ponía cuando estaba enojado.
Lo veían poco, ella igual lo quería. Cuando llegaba, se alegraba por un ratito. Después, no. Siempre pasaba algo y castigaba a los niños. “Tiene la mano muy pesada”. “Mirá que le cuento a tu padre…” y le contaba. “Ya van a ver cuando vuelva tu padre” y en una retahíla de acusaciones lo volvía loco (que mucho no le faltaba) y los molía a palos con odio, con un furor que no podía saberse de dónde venía. Él era como una usina de odio.
No es fácil amar y tener terror al mismo tiempo. Amar y temer. Sin embargo, cuando uno es chico no entiende de muchas cosas y cuando eso pasa, se calla. Menos fácil es cambiar el amor por el odio. Tampoco se hace sencillo olvidar.
Nos educan para el amor. Los mandamientos son claros: Amarás a tu padre, a la madre uno la quiere igual.
Entonces, sucede que entramos en una zona oscura, poco clara para el entendimiento y no sabemos qué se siente. Tapamos los sentimientos como en aquellos entierros funerarios en los que apilaban roca sobre roca para ocultar los restos de un ser que había tenido vida. Había sido alguien. No sentimos o no queremos sentir. ¿Para qué, si duele tanto?
Duele de modo interminable y silencioso. Como el amor. ¿Será también el dolor como la sangre que nos mantiene vinculados a otros seres que decimos son nuestra familia?.
Hay un río silencioso que corre hiriendo cuerpos, memorias, olvidos. Así, el amor, el rencor y el miedo atraviesan el tiempo, lentos y contundentes por generaciones.
Los niños maltratados. Silenciosos. Oprimidos. Sedientos. Y quema el alma el dolor.
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