El puente
La
habitación da al jardín, han quitado la reja del ventanal para que no se sienta
prisionera. A través de la cortina entra una luz moteada, Marian mira sus manos
deformadas por la artrosis. Al
despertar, la rigidez la mantiene sujeta a la cama unos minutos, le duelen las
articulaciones. Después el dolor desaparece, ella sabe.
Tiene
que prepararse para el concierto.
El
lugar huele a orines y a cebolla. Ella oye lamentos, ruidos y voces detrás de
las paredes. Todo eso le repugna. No hay
música. ¿Cuándo traerán el piano?, piensa. Tiene el concierto en Viena. Hay que
organizar el repertorio, el viaje. Los viejos deambulan arrastrando los pies.
Cuenta compases en el aire rancio. El teatro de Viena es fantástico, la están
esperando. Viejos descarnados, perdidos. Tristes los abandonados. No puede creer
que ella también ha envejecido. Ha pasado la última semana como sonámbula. Por
las noches sale al jardín sin acompañante. Duerme mejor si camina descalza
sobre el pasto. Va y viene como si algún aparato le marcara el pulso.
Ahora
va a llover. Huele la lluvia que se avecina, la presiente en las articulaciones.
Repasa mentalmente el Nocturno que toca antes de dormir. Esta noche, igual a
las anteriores, la enfermera le acerca sus medicamentos, espera que los tome y
se retira. La señorita Marian abre la ventana para sentir el aire fresco y nota
un ligero malestar. Sacude la cabeza. Es pasajero. Desde que suspendió la
presentación en el coliseo nacional, empezaron con que debía tener alguien que
la asistiera. No entienden que ella no toca en pianos desafinados. Y si está
Carmen, para qué quiero una enfermera en mi casa. Entonces siguieron con que no
podía vivir sola.
Se
quita los zapatos y sale por la ventana que está a ras del suelo. ¿Será esto
ser vieja, resignarse, no molestar? Recuerda los conciertos, los premios “la
ciudadana ilustre” “pianista distinguida” “leyenda viva”. Piensa en la familia,
en los hijos que deseó y no tuvo. El fogonazo de un relámpago la despabila. Por
un momento olvida dónde está. Truena, piensa que el tiempo es tan fugaz.
No
hay vigilancia, abre la puerta que da a la calle sin dificultad. La ciudad está
más oscura que otras veces por la tormenta, no hay un alma. Ella parece
invisible. No quiere pensar. No piensa. Recorre las calles sin rumbo. Liviana,
es un cuerpo sin cabeza. Cruza el puente apenas iluminado. Abajo el río está en
espera. Agua barrosa que el viento revuelve y saca de la inmovilidad. Ella se estremece
por el frío.
Camina
resuelta. Oscar le había dicho: “Tía, deje esa costumbre de andar descalza que se
puede lastimar” “Tía Marian, ya no puede vivir sola en esta casa tan grande” “La
llevaremos a la residencia porque es lo mejor, total falta mucho tiempo para el
concierto”.
Y
ella dijo que sí, sí, pero quería volver a la casa de vez en cuando, no podía
abandonar el piano. Dijo que sí, aunque no dijo que era muy triste dejar todo
de golpe, borrar la vida de un plumazo. Que sí. Dijo que sí, pero no mencionó que
allí dejaba todo, por qué perderlo, al fin y al cabo, era su vida. Como había
hecho siempre con sus padres, aceptó sin hablar. No quiso molestar a Oscar.
La
arrancaron como a una planta inservible, como a yuyo malo. Y en su última noche,
ella mirará la casa desde la vereda de enfrente.
Camina
sin dudar. Llega al barrio, ve la casa paterna, está ocupada.
Se
detiene en una zona poco iluminada y mira a su familia desde lejos como
extranjera. Ahora, murmura, son felices. De algún modo se alegra por ellos,
aunque debe reconocer que le duele. ¿Se puede odiar y amar al mismo tiempo? No
tiene caso volver. No puede recuperar su vida. ¿Quiénes son esos extraños a los
que ella quiere tanto?
Cruza
la calle con rabia. Los cuidó como una madre cuando quedaron solos. El padre,
su hermano, dijo que necesitaban una madre, una mujer que los educara. Mi
hermano no puede con los cuatro, está muy triste. Desde que murió mi cuñada, no
sabe qué hacer. Ya veré cómo seguir, había dicho.
Marian
abre la puerta del jardín, los chicos la ven y corren, la abrazan. Están
jugando con los globos que el viento levanta y arroja contra las paredes, los
arbustos, que explotan o desaparecen sobre los techos de las casas linderas.
Toto cumple tres años, por eso hicieron la fiesta. Marian camina decidida a su
estudio, los tres la siguen. Entran alborotados, ella ve que su lugar de
trabajo ahora es un depósito donde se amontonan cajas, lámparas, muñecas de
porcelana, trofeos, placas, polvo, más polvo. Alza la tapa del piano, acaricia
las teclas, pasa sus manos para quitar la tierra, toca unos compases, busca una
caja, la arrastra y se sienta, tiene que limpiarse las manos en el vestido para
volver a tocar. Quiere llorar, gritar. Se contiene y toca como autómata. Cierra
de un golpe la tapa del piano.
-Tía
Marian, ¿Estás enojada, por qué te fuiste?, pregunta Matías, el mayor de los niños.
¿Te vas a ir otra vez?
-No,
me quedo, dice secándose las lágrimas. Echa la cabeza hacia atrás para
observarlos, se inclina a la altura de los chicos y dice: Mejor juguemos, vamos
todos al parque.
-No
nos dejan.
-No
le digamos a nadie.
Mira
por última vez la habitación y piensa que sus sobrinos no conocen el dolor, que
siempre los consistió, que son ingratos. Salen por la puerta de atrás entre las
quintas. Cruzan la calle apenas iluminada, más tenebrosa ahora.
-¿A
qué jugamos? ¿Si jugamos a la escondida?
-Juguemos
en el bosque mientras el lobo no está, dice Juan. Juguemos en el bosque
mientras el lobo no está. ¿Lobo está?
-Tía
Marian, tengo frío, susurra Toto.
-Soy
el lobo… Salgo a buscar niños para comer ¡uuuuh!
Ellos
tienen pocas ganas de jugar, es tarde y están cansados. Cae un rayo. Los chicos
gritan. Los árboles susurran como si se estuvieran pasando secretos, agitan las
ramas con el vuelo despavorido de los pájaros y todos corren a buscar refugio.
El puente viejo no está lejos. Llegan al terraplén, Marian sigue a los niños
que se sacan las zapatillas para no embarrarlas.
La
noche se ha vuelto salvaje. Anda el lobo suelto.
Los
árboles son gigantes a los ocho años, pero Matías quiere ser fuerte por sus
hermanos. Hay que buscar refugio debajo del puente. Toto tiene miedo, se
aprieta contra el cuerpo de la tía y le pide que lo levante, ella lo rechaza. Otra
vez advierte ese malestar, ese desorden en el juicio y el temblor en las manos.
Ella los cuidó a los cuatro como una madre y se han olvidado.
Llueve,
apenas pueden verse por la cortina de agua, se oyen nomás. Matías llama a sus
hermanos que se agrupan hasta tocarse y se abrazan. Vuelven a caminar tomados
de las manos. Toto sigue llorando sin consuelo. Matías le pide a la mujer que regresen,
mientras trata de calmar al chico. Ella no le hace caso.
-¡Ahora
que ya estamos en el parque vamos a jugar! ¿No es linda la lluvia? Soy el lobo,
les grita. Juguemos en el bosque... Soy el lobo que se los comerá, chilla ¡uuuuh!
Los chicos corren espantados. Ya no
quieren saber nada de este juego. El lobo feroz salió a buscarlos.
En
la orilla hay piedras, barro, ella resbala y cae. Puede ver el agua del río por
el reflejo amarillo de las luces de la calle. Quedó sola y no puede levantarse.
Los chicos se escondieron.
Las
gotas de lluvia castigan las cabezas y los brazos desnudos, un relámpago
ilumina el sendero abierto por otros pasos. Los chicos no están. Se habían apartado
del camino para resguardarse.
Dejó
de llover. Marian regresa a la residencia cansada, sucia, confundida. No está
el sereno. Mejor, ella quiere entrar y acostarse. Es muy tarde, aunque perdió
la noción del tiempo sabe que la enfermera no hizo la ronda, porque encuentra
la ventana abierta del dormitorio y el piso mojado.
Repasa
las últimas horas. No estuvo en la fiesta, ni saludó a Carmen, su empleada de
toda la vida. Carmen querida. Los recuerdos inmediatos son vagos. ¿Qué le
ocurre? Un dolor agudo le oprime el pecho. Auxilio, susurra. Llama a Carmen. La
imagen de los niños va y viene. Corren hacia el puente, los ve. El agua turbia
del río, los relámpagos. La lluvia le impide volver a verlos. Los gritos y el
llanto de Toto, ahora no puede oírlos. Le duelen las manos, las rodillas, el
pecho. Se acomoda de costado en la cama para reducir la punzada. Estira un
brazo para alcanzar el vaso de agua y oye el ruido de la silla contra el piso. Más
gritos, otra vez silencio. Está temblando mojada, se queda quieta mirando la
pared.
Vamos a jugar, les había dicho, y ellos se escondieron en el parque o en el puente viejo. Soy el lobo feroz. Los tres niños desaparecieron. La lluvia había cambiado el juego. No salieron del escondite. Se incorpora, mira la luz, el cielo naranja que entra por la ventana, para salir de la cama necesita tomarse de la silla, se desploma y cae.
-Los
chicos no están, ¿Carmen, vos los viste?
-No,
señora Lidia.
Marga,
la dueña de casa, recorre los dormitorios del primer piso, abre las puertas de
los placares, sube al altillo. Baja. Ve la puerta del estudio abierta.
-No
están.
-¿Carmen,
cuando levantaste las copas del jardín, los viste?, pregunta Marga.
-No,
señora, yo junté las copas cuando se levantó el viento y las llevé adentro para
lavar. Las lavé, ordené la cocina, escuché que se reían y jugaban con el chiquito.
-¡Salgan,
Matías, salgan de una vez!
-Señora,
ahora que lo pienso, hablaban con alguien grande.
-¿Cómo
grande?
-Una
persona, saludaron a alguien. Pensé que era la señora Inés que a veces llega
tarde porque duerme la mona hasta la noche.
-¡Silencio!,
por favor, no hables así, te puede escuchar mi marido.
-No,
Inés no vino. Te habrá parecido. Sería la tele. Llamemos a la policía, dijo Lidia.
Ahora mismo los llamo.
Y
la policía llegó a la casa, recorrió el barrio, extendió la búsqueda por toda
la ciudad y, más tarde, por el país.
La
enfermera fue a la mañana siguiente y la encontró muerta. Tenía los pies y la
ropa sucia con barro. Pobre señorita, yo la acompañé toda la vida. Después de
lo que pasó con los chicos, yo no trabajé más en la casa, me jubilé. Los padres
estaban desesperados. Cuando revisaron las cámaras de seguridad del San
Patricio, la vieron entrar a la madrugada, mojada y descalza. Nadie conectó los
hechos.
Usted
me pregunta por los chicos. No, no los encontraron. Es raro, muy raro. Nadie
pensó que ella se los había llevado.
¿Por
qué ella se los llevó? Y yo creo que estaba mal de la cabeza, que dios me
perdone. Se le había puesto que tenía un concierto en Viena. Nada que ver. No
pudo volver a tocar después de la noche que se quedó como en blanco y salió
corriendo del escenario. Hace unos años. Era una persona muy buena. Los
sobrinos se la sacaron de encima.
Creo
que ella se llevó a los hijos del señor Oscar, los sacó de la casa sin avisar. Eso
estuvo mal, muy mal, creo. Yo escuché el piano esa noche, estoy segura. Si no,
no le diría esto. La escuché tocar antes, cuando preparaba los conciertos, a
toda hora. La conozco, pero no la vi. ¿Cómo podría acusarla? Igual, nadie me
preguntó y no hablé del asunto hasta ahora. Ella ya no está para dar
explicaciones.