domingo, 21 de septiembre de 2025

 

 

El puente


 I

La habitación da al jardín, han quitado la reja del ventanal para que no se sienta prisionera. A través de la cortina entra una luz moteada, Marian mira sus manos deformadas por la artrosis.  Al despertar, la rigidez la mantiene sujeta a la cama unos minutos, le duelen las articulaciones. Después el dolor desaparece, ella sabe.

Tiene que prepararse para el concierto.

El lugar huele a orines y a cebolla. Ella oye lamentos, ruidos y voces detrás de las paredes. Todo eso le repugna.  No hay música. ¿Cuándo traerán el piano?, piensa. Tiene el concierto en Viena. Hay que organizar el repertorio, el viaje. Los viejos deambulan arrastrando los pies. Cuenta compases en el aire rancio. El teatro de Viena es fantástico, la están esperando. Viejos descarnados, perdidos. Tristes los abandonados. No puede creer que ella también ha envejecido. Ha pasado la última semana como sonámbula. Por las noches sale al jardín sin acompañante. Duerme mejor si camina descalza sobre el pasto. Va y viene como si algún aparato le marcara el pulso.

Ahora va a llover. Huele la lluvia que se avecina, la presiente en las articulaciones. Repasa mentalmente el Nocturno que toca antes de dormir. Esta noche, igual a las anteriores, la enfermera le acerca sus medicamentos, espera que los tome y se retira. La señorita Marian abre la ventana para  sentir el aire fresco y nota un ligero malestar. Sacude la cabeza. Es pasajero. Desde que suspendió la presentación en el coliseo nacional, empezaron con que debía tener alguien que la asistiera. No entienden que ella no toca en pianos desafinados. Y si está Carmen, para qué quiero una enfermera en mi casa. Entonces siguieron con que no podía vivir sola.

Se quita los zapatos y sale por la ventana que está a ras del suelo. ¿Será esto ser vieja, resignarse, no molestar? Recuerda los conciertos, los premios “la ciudadana ilustre” “pianista distinguida” “leyenda viva”. Piensa en la familia, en los hijos que deseó y no tuvo. El fogonazo de un relámpago la despabila. Por un momento olvida dónde está. Truena, piensa que el tiempo es tan fugaz.

No hay vigilancia, abre la puerta que da a la calle sin dificultad. La ciudad está más oscura que otras veces por la tormenta, no hay un alma. Ella parece invisible. No quiere pensar. No piensa. Recorre las calles sin rumbo. Liviana, es un cuerpo sin cabeza. Cruza el puente apenas iluminado. Abajo el río está en espera. Agua barrosa que el viento revuelve y saca de la inmovilidad. Ella se estremece por el frío.

Camina resuelta. Oscar le había dicho: “Tía, deje esa costumbre de andar descalza que se puede lastimar” “Tía Marian, ya no puede vivir sola en esta casa tan grande” “La llevaremos a la residencia porque es lo mejor, total falta mucho tiempo para el concierto”.

Y ella dijo que sí, sí, pero quería volver a la casa de vez en cuando, no podía abandonar el piano. Dijo que sí, aunque no dijo que era muy triste dejar todo de golpe, borrar la vida de un plumazo. Que sí. Dijo que sí, pero no mencionó que allí dejaba todo, por qué perderlo, al fin y al cabo, era su vida. Como había hecho siempre con sus padres, aceptó sin hablar. No quiso molestar a Oscar.

La arrancaron como a una planta inservible, como a yuyo malo. Y en su última noche, ella mirará la casa desde la vereda de enfrente.

Camina sin dudar. Llega al barrio, ve la casa paterna, está ocupada.

Se detiene en una zona poco iluminada y mira a su familia desde lejos como extranjera. Ahora, murmura, son felices. De algún modo se alegra por ellos, aunque debe reconocer que le duele. ¿Se puede odiar y amar al mismo tiempo? No tiene caso volver. No puede recuperar su vida. ¿Quiénes son esos extraños a los que ella quiere tanto?

Cruza la calle con rabia. Los cuidó como una madre cuando quedaron solos. El padre, su hermano, dijo que necesitaban una madre, una mujer que los educara. Mi hermano no puede con los cuatro, está muy triste. Desde que murió mi cuñada, no sabe qué hacer. Ya veré cómo seguir, había dicho.

Marian abre la puerta del jardín, los chicos la ven y corren, la abrazan. Están jugando con los globos que el viento levanta y arroja contra las paredes, los arbustos, que explotan o desaparecen sobre los techos de las casas linderas. Toto cumple tres años, por eso hicieron la fiesta. Marian camina decidida a su estudio, los tres la siguen. Entran alborotados, ella ve que su lugar de trabajo ahora es un depósito donde se amontonan cajas, lámparas, muñecas de porcelana, trofeos, placas, polvo, más polvo. Alza la tapa del piano, acaricia las teclas, pasa sus manos para quitar la tierra, toca unos compases, busca una caja, la arrastra y se sienta, tiene que limpiarse las manos en el vestido para volver a tocar. Quiere llorar, gritar. Se contiene y toca como autómata. Cierra de un golpe la tapa del piano.

-Tía Marian, ¿Estás enojada, por qué te fuiste?, pregunta Matías, el mayor de los niños. ¿Te vas a ir otra vez?

-No, me quedo, dice secándose las lágrimas. Echa la cabeza hacia atrás para observarlos, se inclina a la altura de los chicos y dice: Mejor juguemos, vamos todos al parque.

-No nos dejan.

-No le digamos a nadie.

Mira por última vez la habitación y piensa que sus sobrinos no conocen el dolor, que siempre los consistió, que son ingratos. Salen por la puerta de atrás entre las quintas. Cruzan la calle apenas iluminada, más tenebrosa ahora.

-¿A qué jugamos? ¿Si jugamos a la escondida?

-Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, dice Juan. Juguemos en el bosque mientras el lobo no está. ¿Lobo está?

-Tía Marian, tengo frío, susurra Toto.

-Soy el lobo… Salgo a buscar niños para comer ¡uuuuh!

Ellos tienen pocas ganas de jugar, es tarde y están cansados. Cae un rayo. Los chicos gritan. Los árboles susurran como si se estuvieran pasando secretos, agitan las ramas con el vuelo despavorido de los pájaros y todos corren a buscar refugio. El puente viejo no está lejos. Llegan al terraplén, Marian sigue a los niños que se sacan las zapatillas para no embarrarlas. 

La noche se ha vuelto salvaje. Anda el lobo suelto.

                                       

Los árboles son gigantes a los ocho años, pero Matías quiere ser fuerte por sus hermanos. Hay que buscar refugio debajo del puente. Toto tiene miedo, se aprieta contra el cuerpo de la tía y le pide que lo levante, ella lo rechaza. Otra vez advierte ese malestar, ese desorden en el juicio y el temblor en las manos. Ella los cuidó a los cuatro como una madre y se han olvidado.

Llueve, apenas pueden verse por la cortina de agua, se oyen nomás. Matías llama a sus hermanos que se agrupan hasta tocarse y se abrazan. Vuelven a caminar tomados de las manos. Toto sigue llorando sin consuelo. Matías le pide a la mujer que regresen, mientras trata de calmar al chico. Ella no le hace caso.

-¡Ahora que ya estamos en el parque vamos a jugar! ¿No es linda la lluvia? Soy el lobo, les grita. Juguemos en el bosque... Soy el lobo que se los comerá, chilla ¡uuuuh!  Los chicos corren espantados. Ya no quieren saber nada de este juego. El lobo feroz salió a buscarlos.

En la orilla hay piedras, barro, ella resbala y cae. Puede ver el agua del río por el reflejo amarillo de las luces de la calle. Quedó sola y no puede levantarse. Los chicos se escondieron.

Las gotas de lluvia castigan las cabezas y los brazos desnudos, un relámpago ilumina el sendero abierto por otros pasos. Los chicos no están. Se habían apartado del camino para resguardarse.

Dejó de llover. Marian regresa a la residencia cansada, sucia, confundida. No está el sereno. Mejor, ella quiere entrar y acostarse. Es muy tarde, aunque perdió la noción del tiempo sabe que la enfermera no hizo la ronda, porque encuentra la ventana abierta del dormitorio y el piso mojado.  

Repasa las últimas horas. No estuvo en la fiesta, ni saludó a Carmen, su empleada de toda la vida. Carmen querida. Los recuerdos inmediatos son vagos. ¿Qué le ocurre? Un dolor agudo le oprime el pecho. Auxilio, susurra. Llama a Carmen. La imagen de los niños va y viene. Corren hacia el puente, los ve. El agua turbia del río, los relámpagos. La lluvia le impide volver a verlos. Los gritos y el llanto de Toto, ahora no puede oírlos. Le duelen las manos, las rodillas, el pecho. Se acomoda de costado en la cama para reducir la punzada. Estira un brazo para alcanzar el vaso de agua y oye el ruido de la silla contra el piso. Más gritos, otra vez silencio. Está temblando mojada, se queda quieta mirando la pared.

Vamos a jugar, les había dicho, y ellos se escondieron en el parque o en el puente viejo. Soy el lobo feroz. Los tres niños desaparecieron. La lluvia había cambiado el juego. No salieron del escondite. Se incorpora, mira la luz, el cielo naranja que entra por la ventana, para salir de la cama necesita tomarse de la silla, se desploma y cae.

-Los chicos no están, ¿Carmen, vos los viste?

-No, señora Lidia.

Marga, la dueña de casa, recorre los dormitorios del primer piso, abre las puertas de los placares, sube al altillo. Baja. Ve la puerta del estudio abierta.

-No están.

-¿Carmen, cuando levantaste las copas del jardín, los viste?,  pregunta Marga.

-No, señora, yo junté las copas cuando se levantó el viento y las llevé adentro para lavar. Las lavé, ordené la cocina, escuché que se reían y jugaban con el chiquito.

-¡Salgan, Matías, salgan de una vez!

-Señora, ahora que lo pienso, hablaban con alguien grande.

-¿Cómo grande?

-Una persona, saludaron a alguien. Pensé que era la señora Inés que a veces llega tarde porque duerme la mona hasta la noche.

-¡Silencio!, por favor, no hables así, te puede escuchar mi marido.

-No, Inés no vino. Te habrá parecido. Sería la tele. Llamemos a la policía, dijo Lidia. Ahora mismo los llamo.

Y la policía llegó a la casa, recorrió el barrio, extendió la búsqueda por toda la ciudad y, más tarde, por el país. 



 II

 

La enfermera fue a la mañana siguiente y la encontró muerta. Tenía los pies y la ropa sucia con barro. Pobre señorita, yo la acompañé toda la vida. Después de lo que pasó con los chicos, yo no trabajé más en la casa, me jubilé. Los padres estaban desesperados. Cuando revisaron las cámaras de seguridad del San Patricio, la vieron entrar a la madrugada, mojada y descalza. Nadie conectó los hechos.

Usted me pregunta por los chicos. No, no los encontraron. Es raro, muy raro. Nadie pensó que ella se los había llevado.

¿Por qué ella se los llevó? Y yo creo que estaba mal de la cabeza, que dios me perdone. Se le había puesto que tenía un concierto en Viena. Nada que ver. No pudo volver a tocar después de la noche que se quedó como en blanco y salió corriendo del escenario. Hace unos años. Era una persona muy buena. Los sobrinos se la sacaron de encima.

Creo que ella se llevó a los hijos del señor Oscar, los sacó de la casa sin avisar. Eso estuvo mal, muy mal, creo. Yo escuché el piano esa noche, estoy segura. Si no, no le diría esto. La escuché tocar antes, cuando preparaba los conciertos, a toda hora. La conozco, pero no la vi. ¿Cómo podría acusarla? Igual, nadie me preguntó y no hablé del asunto hasta ahora. Ella ya no está para dar explicaciones.  

 

 

 

 

 

 Taller de lectura

 ¿En qué consiste el taller?

Lecturas previas, material de lectura, análisis literario. La conversación y la teoría literaria unidas para enriquecer la mirada del lector. El taller te permite explorar otros puntos de vista y compartir opiniones. 

Mi objetivo esencial es (la continuidad) la formación de lectores.

¿Cuándo nos reunimos?

Miércoles 19,30 hora argentina. El taller es virtual y arancelado.

¿Cómo me inscribo?

Información adrianatuffo10@gmail.com 

Taller de escritura creativa desde Argentina

Grupos reducidos o clases personalizadas de escritura y corrección de textos.

El taller es  virtual y arancelado.

 Informes e inscripción: adrianatuffo10@gmail.com



 


Taller de escritura creativa  



Informes e inscripción: adrianatuffo10@gmail.com

miércoles, 15 de mayo de 2019

Ellos están

Ver otra vez lo mismo
(represores, asesinos),
cada vez que aparecen
se estremece el aliento. Están.
La vida es una llaga
que no encarna.

Cuando regresen
los que deambulan con nuestras sombras,
la noche no podrá apuñalar el horizonte.

La espera crece,
nos acercamos un poco,
vemos sus nobles calaveras
sonriendo
desde las fosas.
Están.

sábado, 4 de mayo de 2019

El riesgo

No es la mirada,
es el juego
de roces y destellos
que producen nuestros ojos.
No es la voz,
es que cuando hablas
se me aclara el día.

Estar juntos,
un riesgo seguro:
Soportar tanto amor cada día.


Lluvia

Llueve
nada más
acá
no
pasa
nada más que la caída intermitente
lenta
intensa
filosa
de los recuerdos hechos llanto.